Lola no se sienta nunca. Ni se quita la mascarilla. Tiene 74 años y en casi una hora de conversación ni siquiera se recuesta, o simplemente apoya el codo, en un mueble. Ella permanece erguida y se la ve cómoda ahí de pie. Lo de la mascarilla es por su marido, que está muy malito y prefiere no tentar a la suerte. Lola está rodeada de objetos antiguos, pero se apresura a dejar claro que lo suyo no es un anticuario, que eso es algo más elevado, y que ella es una simple chamarilera, una persona que compra y vende trastos viejos.
"A mí me encantan mis trastos viejos", repetirá en más de una ocasión esta madrileña, hija de extremeño y andaluza, que nació en la playa de Hendaya, en el País Vasco francés, en 1948. La familia regresó a España en el 52 y se estableció en Madrid, en el castizo barrio de Chamberí. Su padre era abogado del Estado y, más tarde, asesor jurídico de la Compañía Española de Petróleos (Cepsa). Lolita, como se la conoce en Madrid, era la pequeña de cuatro hermanos y cuando tenía 14 años vivió la muerte prematura de su madre, que tenía 52 y un cáncer de pecho. Como la hermana mayor ya se había casado y los otros dos eran chicos, a Lolita, así era en aquellos tiempos, le tocó convertirse en la madre de todos ellos.
Su padre era un hombre muy estricto y encima eran los años sesenta, así que no le daba mucha cuerda a su hija, Lola López-Barrantes. Pero un año, en 1970, sorprendentemente, le dio permiso para irse con unas amigas a conocer las Fallas de València. Aquí le presentaron a un chico, Antonio Juliá, y se enamoraron. Durante los años de noviazgo él iba a verla a Madrid. A su padre, que era un gran intelectual y esperaba que su hija emparentara con un abogado, un notario o algo similar, no le hacían demasiada gracia las visitas de aquel comercial valenciano, pero no le quedó otra que tragar y en 1974 se casaron y su hija se mudó a València.
Lola sonríe al recordar aquella época. "Mi padre aceptó a su yerno. No muy bien, pero lo aceptó. Mi padre no era una persona que estuviera empeñada en casar a su hija y, además, él y yo, a raíz de la muerte de mi madre, teníamos una relación muy especial. Mi marido montó primero una fabriquita de envasar azúcar y luego entró a trabajar en una empresa de papeles pintados. Más tarde, como estaba mal del corazón, le dieron una incapacidad".
A ella, madrileña por los cuatro costados, le dolió tener que dejar sus barrio de Chamberí para meterse en una casa donde estaba toda su familia política. "Nunca me importó", aclara. Eso sí, en cuanto podía volvía hacia la meseta para reencontrarse con los suyos. Ahora, por la delicada salud de su esposo, ya no. "Él está muy enfermo y recientemente, además, tuvo un ictus".
Hace 35 años decidió montar una tienda de trastos viejos, como a ella le gusta llamarlos, en la calle Belén, detrás de la Lonja. "Allí estaba Panderola, que era un personaje fuera de lo común. Se dedicaba a vaciar pisos, pero tenía un carisma especial. Era de la familia de los coches funerarios. Estuve allí unos años y luego ya me vine aquí".
Cuando Lola dice aquí se refiere a la calle Avellanas, que ya no, pero en su día era conocida como la calle de los anticuarios. En esa calle un tanto atípica en la plana y cuadriculada Valencia, con sus dos curvas y una ligera pendiente, había hasta diez negocios de anticuario: Fernando González, Antigüedades Guzmán, María Teresa Díez de Tejada, Javier Cólera, Antigüedades Siloé, Pérez-Payá, Mas d'Antic, Muñoz Turégano y Lola López-Barrantes. Ahora solo quedan dos: ella y los hermanos que están justo enfrente, con los que debe llevarse bien o eso se intuye cuando les manda a una clienta, una mujer sudamericana que anda buscando "una imagen de la Virgen de los Desamparados bien bonita".
"Monté el negocio por gusto. A mi marido entonces también le gustaba y, como buen comercial, se relacionaba muy bien, no como yo. En realidad, todo han sido casualidades. Eso y que me gustan los trastos viejos...". Muchos de ellos vienen de los avisos. "Cuando una persona pierde a un familiar, avisa y vamos a las casas y vemos lo que hay. Llegas a un acuerdo y compras.
Pero ahora, en este momento, lo que quiero es quitarme cosas de encima. Tengo un pequeño almacén en un edificio que quieren vender y tengo que ir desprendiéndome de cosas en vez de acumular. Como falleció mi suegro y hemos tenido que vaciar ese piso, que era un piso grande, yo ya comprar, no compro".
Cada uno tiene su gusto. A su marido le encantan las cómodas. A ella, las lámparas. Su tienda está llena. La iluminación viene de tres pares de tubos fluorescentes, pero del techo, por donde se cruzan las cañerías, disimuladas con el mismo color que el techo, cuelgan veinte o treinta lámparas antiguas de todo tipo. En las paredes, unas amarillas y otras de ladrillo visto, hay hermosos relojes que marcan horas dispares. También hay vírgenes, candelabros, cómodas, aparadores... En una esquina hay una guía de València, listines telefónicos, una linterna de cuando los niños de los 60 y los 70 iban de excursión, una imagen de la Geperudeta y otra de san Expedito que ella asegura que es de san Pancracio. Los techos son altos y el suelo, de barro cocido. De fondo, muy bajito, casi imperceptible, una chica da las noticias en uno de esos aparatos de radio modernos que simulan ser antiguos. Lola no le presta atención y sigue contando su vida con las manos metidas en los bolsillo de una americana con el cuello subido.
"Todo esto no sé qué futuro tiene. La vida ha cambiado. Tengo dos sobrinas que no quieren nada, ni cuadros ni nada. Mi suegro fue dos veces a África de safari y las cabezas disecadas de animales que se trajo solo logré colocarlas en el museo de Onda. ¡Y regaladas! Mi suegro era un loco de esas cosas y fue dos veces a África con Tony Sánchez-Ariño (un valenciano que era conocido como el último cazador blanco, un hombre que presumía de haber abatido a miles de elefantes). ¿Pero quién se pone hoy en día una cabeza disecada en casa?".
Muchos de esos trastos viejos le gustan tanto que se los lleva a casa: planchas, molinillos de café, castañeras... "Soy muy trastera. También tengo cuadros y esculturas porque mi marido tenía un tío escultor, de Cuenca". Su hijo, que tiene 40 años, está casado con una polaca y vive en Colonia, tampoco quiere saber nada de estas antiguallas. Lo ve menos de lo que le gustaría, pero es tan práctica que decide compartir uno de sus axiomas: "Los hijos los tenemos en alquiler, no en propiedad. Luego, te guste o no, ellos hacen su vida".
También le gusta trabajar con sus trastos viejos. Encima de la mesa, en el corazón de su tienda, tiene como un sencillo retablo de madera que está intentando reparar. Dice que le relaja y, cuando no hay nadie, se entretiene con esta tarea. Pero no es lo habitual. Su planta baja se ha convertido, con el paso de los años, en centro de reunión de los vecinos de más edad, que pasan por allí en busca de un rato de conversación. Ella, además, los va presentando para que vayan conociendo a más gente y no se queden solos.
Así es Lola la chamarilera. "A mis compañeros les molesta lo de chamarileros porque todos se creen anticuarios, pero yo creo que anticuario es un nivel que yo no lo tengo. Puedo tener alguna cosa de anticuario, pero yo no soy anticuaria. Ellos han de tener todo piezas de más de cien años. Un gran anticuario de València es Salvador Ribes, un gran entendido, y su hijo Noël. Lo más antiguo que yo tengo en este momento será la talla de alguna Virgen. Y lo más caro que he vendido, una pieza de cerámica de Alcora que me compró el Museo González-Martí. No tengo ni idea de cuánto fue. No me gustan las ferias ni los rastros. Quizá porque no tengo talante negociador, que, como todo, es un arte. A mí me gusta mi tienda y ya está".
Lola opina que los anticuarios tuvieron su momento de auge porque hubo una generación que no pudo tener una serie de objetos que codiciaba y luego quiso tener. De ahí que los buscara en los anticuarios y, ante la demanda, fueran abriéndose cada vez más. "Pero los hijos de esa generación ya no están interesados en estos trastos, ya lo han vivido. Porque, además, antes se hacía hogar y ahora se hace casa. Y la casa no es hogar".
Por eso el negocio va en retroceso. En el centro ya solo quedan un par de anticuarios en la calle Avellanas y tres o cuatro más en Corretgeria, además de algunos sueltos en otros barrios. "La gente joven ya no quiere esto. Mis sobrinas-nietas, que viven en Madrid, se van a Ikea, y las que tienen más dinero, esas no se van a Ikea, pero se van a por muebles de diseño. A mí no me han pedido nada. Y se acaban de casar dos. Y mi hijo no se ha llevado a Alemania nada, ni un cuadro".
La chamarilera seguirá "mientras el cuerpo aguante". Ahora su gran preocupación es su marido, que tiene una cardiopatía, que superó un ictus y un cáncer de vejiga. Ahora está mejor y Lola, en cuanto puede, se escapa a la tienda. Allí se siente bien, rodeada de sus trastos viejos y haciendo un ratito de tertulia con los amigos que van pasando. De vez en cuando entra alguien, curiosea y se va. Una mujer y su hija pasan para ofrecerle unas lámparas, y Lola les explica que ahora no compra nada y que la gente ya no quiere lámparas.
Luego pasa un hombre, Constante, preguntando por Vicente. Lola le informa de que no ha venido porque hacía frío. El señor se despide y Lola cuenta que es el hermano de un anticuario de la calle Corretgeria. Allí está todo bastante limpio. No huele a nada. Aún tiene por ahí la caja con las figuritas del Belén que monta en Navidad. Lola es agnóstica, pero le gusta poner el nacimiento e invitar a dulces y mistela a los que pasan cantando villancicos. Lo pone entre sus trastos viejos. Donde lo mismo puedes encontrar unas gárgolas, que unas maletas de la posguerra, que unas muñecas diabólicas. A Lola le encanta todo eso. Tiene buen carácter y no anda todo el día angustiada por si le rompen un quinqué que tiene encima de una cómoda. Por algo es Lola la chamarilera.