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No éramos dioses. Diario de una pandemia #57

Los cómplices

Foto: KIKE TABERNER
2/06/2020 - 

VALÈNCIA. Regreso a València sin contratiempos. En el coche escucho un recopilatorio de canciones italianas del siglo pasado. Así se me hace más soportable el viaje. Cada vez me gusta menos conducir. Les he tomado manía y miedo a los camiones. No hay manera de deshacerse de ellos, vayas por donde vayas.

Después de cinco días de espera, los de la gestoría me llaman para hacer la declaración de la Renta. Miedo me da lo que tendré que pagar. Soltero y sujeto a una nómina, soy un objetivo fácil para la Hacienda Pública.
Por fin nos han permitido entrar en la fase 2, lo que se traduce en más horas de libertad en el patio de la cárcel que es España.

Sensación extraña la de entrar en un bar, sentarte y pedir una cerveza. Begoña me comenta que en su barrio hay mucho movimiento, casi como días antes de la tragedia.
Ojalá la futura normalidad sea la vieja y no la nueva de los autores del desastre. Por decir algo parecido, a Rafa Nadal lo molieron a palos en las redes fecales.  

En el bar un cliente habla de un conocido que ha perdido a sus padres por el coronavirus. Yo también conozco a un compañero que le ha ocurrido lo mismo.

Dicen que hoy ha sido el primer día sin muertos desde marzo. Me gustaría creer que es cierto. Los servicios funerarios elevan la cifra real de fallecidos a casi 44.000.

Otro privilegio para vascos y navarros

Vascos y navarros gestionarán la renta básica aprobada por el Gobierno dadivoso. Si son tan suyos, si son tan diferentes y diferenciales, ¿a qué esperan para irse? Ahí tienen la puerta. ¡Total, para lo que aportan!  

Por la calle me cruzo con un jubilado que empuja una silla de ruedas con un adolescente. Tendrá 14 o 15 años, edad que no me resulta ajena. Durante un segundo cruzamos las miradas. Tiene los ojos oscuros y el pelo negro. Su cabeza está ladeada y la boca, entreabierta. Quien tira del cuerpo rígido del chaval debe de ser su abuelo.

La escena me ha conmovido. Me pregunto por qué si no conozco al chico ni a su abuelo. Debería resultarme indiferente. Sin embargo, he tratado de imaginar a ese adolescente de adulto, cuando sus padres ya no estén para cuidar de él.

¿Por qué le ha tocado sufrir a él y no a otros? ¿Por qué hay niños y adolescentes que, sin tener culpa alguna —porque la culpa siempre es nuestra, de los adultos—, enferman y mueren? Aún no he encontrado una respuesta convincente a esta pregunta en todos los libros de religión y filosofía leídos, el último de ellos el de Boecio, para quien todo lo que sucede conviene, porque todo, y aquí incluye también el mal, forma parte de los planes de Dios.

Una forma distinta de dar la paz

En la misa los feligreses ya no se dan la paz con la mano. Ahora se miran de soslayo como dos amantes que temen ser descubiertos.

La religión era una superchería, algo propio de mentes primitivas y retrógradas. El mundo feliz cabalgaba a lomos del caballo de la ciencia. Llegó el bicho y vimos que el rey —la ciencia— estaba desnudo.

Feligreses asisten a la celebración de una misa en la iglesia Nuestra Señora del Carmen de l'Eliana.

En vísperas de la aprobación de la sexta y ¿última? prórroga del estado de excepción deberíamos hacer un inventario de las traiciones y los silencios que han facilitado la dulce dictadura que nos han impuesto desde marzo.

Cómplices de la deriva autoritaria del Gobierno, de la supresión de derechos y libertades fundamentales, han sido las denominadas altas autoridades del Estado. En la historia universal de la infamia deben figurar, grabados a fuego lento, los nombres del presidente del Tribunal Constitucional, Juan José González Rivas; el del Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Lesmes, y el de la del Consejo de Estado, María Teresa Fernández de la Vega, además de la fiscal general del Estado, Dolores Delgado, y el Defensor del Pueblo, Francisco Fernández Marugán.

La lista de los cómplices en la aceptación de este desastre sería larga porque las covachuelas del Estado español —del ineficiente y podrido Estado español— son muchas y bien remuneradas.  

Eso en cuanto al poder civil; qué decir del religioso. Clamoroso silencio el de la Conferencia Episcopal durante este periodo trágico de la historia de España. Pueden imaginar los señores obispos qué casilla marcaré en mi declaración de la Renta.

Una vez más, las élites del país se han comportado como aquellos nobles cobardes que permanecieron encerrados en sus casas, preocupados sólo de defender sus privilegios, mientras el pueblo de Madrid combatía al invasor francés. Hoy nuestro Napoleón es un chulo del barrio de Tetuán que mueve las caderas como Tony Manero antes de salir a la pista de baile cada fin de semana.

Mañana voy a València a que me vean la verruga de la cara. No sé si sabré llegar a la capital. Creo que me voy a sentir tan perdido como Paco Martínez Soria en La ciudad no es para mí.

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