La sencillez, la tradición, el mimo

Los cuadernos de Julia, la buena letra de la gastronomía

En cuanto vi estos cuadernos supe que algún día escribiría de ellos. Los he tenido en casa dos meses, los he leído, olido, fotografiado, incluso les he hablado. Son un tesoro escrito con buena letra.

| 11/11/2022 | 5 min, 22 seg

El recetario tradicional de cualquier país debería ser Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Más allá —más aun— de la pizza napolitana, del kimchi coreano, de la cocina francesa, de la dieta mediterránea, del café turco o de las galletas de jengibre. El recetario tradicional de cualquier región. El de cualquier familia. El de Julia García Monforte también.

Las recetas pasan de mano en mano, generalmente de una madre a una hija (y digo “generalmente” porque han sido las mujeres quienes se han encargado de cocinar en la inmensa mayoría de los hogares). Luego, ese ir de unas manos a otras vuelve a suceder, se repite, pasan los años, las décadas y ¿te acuerdas de cómo cocinaba la abuela? Cocinar es echar la vista atrás. Cocinar con la mirada puesta en la tradición es que una parte de alguien, de varias personas, sea inmortal. 

A mí me ha enseñado a cocinar mi madre, a ella, su madre y a mi abuela, su madre, y así, sin darnos cuenta, uno llega al siglo XIX. Elaborar recetas tradicionales es rehacer la Historia. Recrearla. Por ejemplo —y esto es solo un ejemplo que quizá solo sirva para mí—, el arroz caldoso. Yo cocino un arròs caldós  que es idéntico, en sus ingredientes y concepción, al de mi madre. Cada vez que lo cocino está ella en mi cabeza, nos veo a los dos, a mi madre frente a los fogones, con el perol en marcha, y a mí detrás; y también nos veo ese día, justo ese día, en que, a punto de casarme, de irme a vivir a otra casa, me contó cómo hacía l’arròs caldós, para que yo, establecido en mi hogar, lo repitiera. Posteriormente he cocinado otros arroces caldosos, les he añadido esto o lo otro, quitado esto o lo otro, pero si hablo de un arroz caldoso, si en mi cabeza hay una idea de lo que es, ahí está el de mi madre. Y siempre hay un momento en el que vuelvo a su receta. Dios bien podría ser un plato d’arròs caldós de los que hace mi madre.


Julia, con 76 años, dice que no tiene mucha salud. Julia tiene dos hijos y vive en Vilafranca (Castellón). Como su madre nació en Mosqueruela (Teruel), tiene un pie en Aragón y otro en la Comunitat Valenciana, que es como se suelen hacer las cosas en esta franja del país. Julia aprendió a cocinar con su madre y guarda muy buen recuerdo de su infancia. Su familia poseía tierras, ganado, masías, y los veranos los pasaba en las masías familiares del Valle de las Motorritas, entre Gúdar y Valdelinares, a 1500 metros de altitud. En esa época se esquilaban las ovejas a mano y “había una fiesta del esquileo, se hacían cuajadas, natillas, y luego venía el baile, para celebrar el fin de la jornada”. En esa época, la matanza en su casa era de dos cerdos “me llamaba mucho la atención una sobrasada de miel, hecha con sangre”. En esa época, aún se cultivaba trigo y cebada, “ahora esas tierras solo se aprovechan para que pasten las vacas”. 

Julia me cuenta todas estas cosas una tarde de domingo, la primera del nuevo horario de invierno. Con ella está uno de sus hijos, Óscar. En cuanto le devuelvo los cuadernos a Julia, empieza a hablarme de platos, de croquetas, del monte nevado, de las pelotas de pan, “yo las hago como mi madre, las de Aragón, con nuez moscada, porque las de aquí llevan ajo, perejil y canela”, de las comidas que prepara en Navidad, “el ternasco que no falte”, y de Emilio Tena. La recopilación de las recetas en estos cuadernos la realizó Emilio, el suegro de Julia, en 1955, cuando no había televisión en nuestro país. “Era muy cocinitas. Empezó Farmacia en la Universidad de Granada, pero no acabó por la tuberculosis. Se marchó a curarse a Barcelona. Fue alcalde de Vilafranca en 1936 y al poco se tuvo que refugiar en Francia. Cuando volvió, lo encerraron tres años en prisión. Escribía poemas y pintaba. Se casó con Angelines Casanova. Compró una ferretería en 1962 y un hotel en Mallorca en 1964”. La vida de Emilio Tena le dio para todo eso y aún tuvo tiempo de recopilar en varios cuadernos las recetas de lo que siempre se había cocinado en casa. 

Estos cuadernos son memoria. La gastronomía es memoria. En ellos hay decenas y decenas de platos, de fórmulas de cocina, de consejos culinarios. Leyéndolos me he enterado de que hay nombres que dan para una película: Torta celestial, Sopa rellena, Sopa de noche. Me he enterado de que existe el flan de pollo o de que disolviendo 3 kilos de cal viva en 10  litros de agua, se mantienen frescos los huevos durante “muchos meses”.

Antes de que me marche, Julia me dice que he de volver otro día a su casa para probar las pelotas y el monte nevado. El monte nevado es una tarta que se construye a base de ir acumulando capas: capas de bizcocho bañado en agua y vino blanco, capas de una masa de yemas de huevo, azúcar y mazapán, capas de merengue. Las pelotas de pan (o pelotas de Navidad) se elaboran con pan rallado, longanizas “que sean buenas, de estas que llevan canela”, lomo y jamón, queso rallado, huevos, nuez moscada, manteca de cerdo y un poco de caldo ya hecho. “Sí que da trabajo eso, ¿verdad, Óscar? Un día de estos lo hemos de hacer, ya este mes que viene”.

El mes que viene será Navidad. Julia tiene claro el menú, clara la memoria, claro lo que es bueno y lo que no.

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