VALÈNCIA. Han pasado muchas décadas desde que debutó con Permanet Vacation (1980) y Extraños en el paraíso (1984) y Jim Jarmusch siempre ha permanecido fiel a su esencia, a sus personajes lacónicos, a su sencillez formal, a su forma de utilizar el lenguaje cinematográfico para narrar lo cotidiano, lo aparentemente banal e intrascendente que en ocasiones se transforma en poesía, a su capacidad para convertir lo ordinario en excepcional, en metáfora de las ansiedades y contradicciones ser del humano.
No importa el género que utilice para contar sus historias, porque su punto de vista transforma por completo cualquier código predeterminado. Por eso, su reinterpretación de las películas de zombis, a pesar de que se encuentra articulada alrededor de todo un cúmulo de referencias cinéfilas, termina siendo cien por cien Jarmusch.
Los muertos no mueren es un festival de icónicas influencias, un juguete construido con un espíritu lúdico que nos lleva de tributo en tributo, de George A. Romero a Sam Fuller, John Carpenter pasando por Nosferatu, Herman Melville o Kill Bill. El director aborda el terror desde su vertiente más gamberra, alejándose del dandismo presente en su acercamiento al cine de vampiros en Solo los amantes se enamoran. Y lo hace, como no podía ser de otra manera, a su manera, imponiendo su mirada por encima de cualquier tipo de convención que en sus manos adquiere un sentido diferente. Con sus tiempos muertos, sus pausas dramáticas entre los diálogos, su sentido del ritmo y su humor inexpresivo.
En esta ocasión, la autoconsciencia se impone en cada una de las imágenes de una película que comienza en un cementerio, el de Centerville, “a real nice place”, como reza una placa y que podría ser perfectamente un trasunto de Twin Peaks, con ese aroma de extrañeza que se respira. A lo largo del metraje suena de manera insistente el tema folk ‘The Dead Don’t Die’ de Sturgill Simpson porque según dice uno de los personajes, es la banda sonora de la película y la pareja de policías protagonista formada por Bill Murray y Adam Driver incluso verbaliza que conoce más o menos partes del guion y que no termina nada bien.
El director reflexiona en torno a la propia condición de la ficción a través de un mecanismo autoparódico. Ahí están sus colaboradores habituales para acompañarlo: además de Murray y Driver, Tilda Swinton regenta el tanatorio y es una samurái escocesa con aspecto de alienígena, Iggy Pop sale el primero de la tumba con su sempiterno semblante de muerto viviente y Tom Waits, mendigo y profeta, ejerce de observador y deus ex machina, encarnando a ese outsider que siempre ha sido a lo largo de su carrera profesional. Selena Gomez se convierte en una hípster urbanita, Caleb Landry Jones interpreta al freak experto en cultura popular y Steve Buscemi encarna a un blanco supremacista mientras Danny Glover aguanta sus bromas racistas.
En realidad, Los muertos no mueren está concebida como una sátira política en torno al mundo en el que vivimos. Norteamérica no tiene salvación, el cambio climático terminará por alterarlo todo por culpa de las decisiones equivocadas de los gobernantes, el vacío moral se impone y el Apocalipsis será inevitable. También George A. Romero concibió cada una de sus películas de zombis como poderosas metáforas sobre la sociedad en cada momento determinado: el racismo, el malestar provocado por la Guerra de Vietnam, la cultura del consumismo o el sensacionalismo de los medios de comunicación.
Los zombis de Jarmusch continúan enganchados a las mismas obsesiones que tenían en vida: el café, el alcohol, la wifi, la ropa, los antidepresivos. No importa que esté vivo o muerto, el ser humano se encuentra alienado y corrompido por un individualismo recalcitrante.
También podría interpretarse la película como el propio ocaso del director, un superviviente de una era lejana que ahora sale de la tumba porque necesita seguir dando dentelladas, aunque sea por mero placer. Pero a Jarmusch se le nota el desencanto. Hay algo que no funciona en la película. Quiere ser gracioso y no le sale. Fuerza momentos cómicos que se quedan en gags atonales. Salen incluso platillos volantes, y ni siquiera eso resulta suficiente. Es una comedia en la que hay que hacer mucho esfuerzo a la hora de reír. Le salva, eso sí, su falta de pretensiones, su carácter recreativo, su sano desprejuicio y su sencillez casi didáctica a la hora de aproximarse al escepticismo y el estado de decepción actual.