Siguiendo, desde la mirilla, los pasos del fotógrafo Juan Reig. Su recorrido por 3 periferias de la ciudad que, de tan cercas quedan completamente ausentes
VALÈNCIA. Esta es la historia de un fotógrafo -más bien un mirador-, Juan Reig, que ante el confinamiento perimetral decidió tomar València por las costuras, zarandearla sin hacer ruido. Viajar muy a lo lejos sin prácticamente moverse de casa. Descargar toda esperanza en un plan o un orden fotográfico. Tampoco narrativo. Y descerrajar, por puro impulso, todo aquello que iba viendo, sobre todo sintiendo.
El resultado de la deriva, parte del mismo, son estos tres episodios que permiten colarnos en su trasiego como si lo estuviéramos viendo por la mirilla.
“Cuando cerraron la ciudad -explica- traté de pensar más en lo que se podía hacer que en lo que no”. Y entonces, salió a la calle: “Unos días fue la fórmula del diario de viaje, una cámara pequeña, vacaciones en Malilla. Otro domingo fue ficción del barrio donde nunca viví, desde allí escribí una carta a un viejo amigo. Incluso otro día acometí la investigación quirúrgica de un grupo de viviendas previa a su visita, con amplia documentación previa y post visita”.
De esos trayectos remotos, un peso que todavía arrastra; más bien un lastre. “Luego cuando vuelves a casa, la sensación entre la primera y la segunda vía de tránsitos es la de que todo se torna anodino. Grafitis que suben tu alquiler. Franquicias que cerraron el bar del viejo. Y todo es ciudad, y es la misma. Malilla, San Marcelino, nadie los conoce, pero están, son 460XX. Pero algo falla, cuando salgo de mi hábitat me da la sensación de visitar un zoo social. Y me siento mal”.
Son tres paradas. Como tres cruces. Como tres capítulos que nos exponen más allá de nuestra propia burbuja.
46026
Vacaciones en Malilla
“Muchas más sombras que luces en el barrio de Malilla. Urbanísticas. El nuevo PAI tardará poco en poner barreras a su hermano para autodenominarse Nou Malilla y mirarlo por encima del hombro desde las décimas alturas de sus edificios con piscina. Empezarán a sobrar los rumanos que lavan y tienden ropa los domingos en las casas de huerta que okupan, donde vivieron algunos que fueron falleros. Antes de la enfermiza necesidad de unir la ciudad a la Nueva Fe se debería haber terminado el barrio de infinitos solares y calles sin principio ni fin.
Regateando entre los edificios que juegan al pollito inglés con las vías, encuentro un pozo que ya no funciona, sin huerta, no hay agua que bombear. Lo medio controla un hombre que tiene un pequeño huerto y unas cuantas gallinas y ocas en un corralito. "Ahora hay muchos menos, cuando vinieron los de la inspección de animales me dijeron que tenía muchos". No puedo dejar de mirar el cuello del hombre, como tierra en sequía. Junto al pozo (me cuenta mientras llama a las ocas: ocaaaaaa, ocaaaaaa) hay unas casas abandonadas en las que viven unos gitanos que se pasan el día durmiendo porque no hay trabajo.
¿Y quitar las vías?: Está proyectado”.
46017
La carta a un viejo amigo desde el barrio en el que nunca viví
“Harvey Murray, 41-3 Queniborough Rd Leicester
Tanto tiempo, Harvey. Hoy he vuelto al barrio. Todo y nada ha cambiado. Aquel pequeño colegio de curas, las pelis los sábados con esas cámaras de cine enormes. Ella. Las carreras de galgos a las que nos llevaba tu abuelo, lo recuerdo parco en palabras y tan rico en gestos. Stella y yo le llamábamos Lord. El canódromo es ahora el boulevard que dicen que comunica mejor el barrio con València, ¡pero si nosotros somos València! El estigma de la periferia.
He pasado por donde estaba el huerto de mi abuelo pero ya no queda apenas nada que cultivar. La fábrica del Hipólito está casi en ruinas. He ido por su casa en el 16A del pasaje, saben ya poco de ellos, que dejaron Sanmar y fueron a vivir a un complejo con piscina en otra periferia mejor.
Vas a flipar Harvey: ¡Encontré nuestro refugio! sucio, lleno de latas de Monster. Me costó orientarme, está saliendo del nuevo jardín, uno que han hecho rodeado de un muro con un azud, artificial. Nuestros veranos, largos, sin piscina y sin nada. Cuando allí fuimos Los Cinco y el solar nuestro Cerro del Contrabandista.
El cementerio gigante sigue allí, claro. El pequeño también, el inglés, dónde está tu abuelo.
Te echo de menos Harvey, ¿dónde está Stella? Y no, no tenía que haber vuelto a San Marcelino, el barrio me revienta la melancolía”.
46018
La investigación quirúrgica de un grupo de viviendas previa a su visita
“Pagaría por vivir el momento de la entrega de estas viviendas en la ciudad. Eran para gente que habitaba chabolas, viviendas baratas para gente que perdió su casa en la riada del 57. Se empezaron barrios donde solo había huerta, oportunidades arquitectónicas de nuevos espacios urbanos más o menos utópicos. Se hacían llamar grupos, bajo el auspicio de la unión de sindicatos, con el nombre habitualmente de alguna virgen y con el testigo de una placa gigante donde, junto al yugo y las flechas, se anuncia el nombre y número de viviendas de cada actuación. Grupo Virgen de los Desamparados: 2910. Grupo Virgen de la Fuensanta 880. Grupo Residencial Antonio Rueda 1002.
Ese momento de conocer tus nuevos vecinos, niños ilusionados, padres orgullosos, abuelos incrédulos. No era difícil pues, que luego adularan al general dictador que acompañado de un séquito tan lamentable como actual, inauguraba soberbio estos bloques de viviendas.
Ahora en este domingo pandémico especulo con la vida de la gente mayor que pasea lento y la mezclo con las historias leídas en tantos libros periféricos, donde los hijos de los primeros conquistadores se fueron para no volver.
Ahora ya ni existe la Avenida de Castilla. Se ha quedado el mercado como testigo del término. Las viviendas envejecieron y nadie empezó a quererlas. Primero los gitanos, luego los migrantes y ahora los bancos. Barrios estigmatizados.
Se han quedado tristes estas casas”.