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tribuna libre / OPINIÓN

Los prefijos del silencio

Foto: PEXELS/JAKAYLA TONEY
30/06/2022 - 

La revolución engancha. Uno no se cansa nunca de ella. Eso es algo que se lleva dentro o no se lleva, que se mama o que se aprende. Eso que se llama vulgarmente titular de la reserva de deseos no cumplidos. La revolución es siempre ir al revés contra todo el objetivo en su conjunto, desgranar sin perspectiva lo que va a quedar atrás. Uno se abandona a lo que elige y se desprende del recuerdo en base al quorum de los otros. La revolución es un espejo tan borroso que no permite dilucidar ni el futuro ni la memoria, una superficie en que observarse a uno mismo, el impulso hacia lo ignoto, son las dos siglas Da-Da.

La revolución es permanente, dijo Trotski, o como bien hubiera dicho el erudito, la revolución es permanente o no será. Los desvíos puntuales de la Historia son caprichos o lunares que se extirpan, el capítulo rebelde de la obra, una estrofa que no encaja ni en las noches de tequila y karaoke de springbreak. El pequeño bolchevique se olvidó -en su apego tan carnal hacia el fenómeno del cambio- que revolución y permanente son conceptos antagónicos, que revolución no es la tendencia, que lo permanente no pervive sino muta y que el cambio no es evolución sino ruptura. Fíjate, mon cher -le decían esos groupies mexicanos-, Coyoacán es tan antiguo que no acepta el hormigón. Dos dijeron que su destrucción sería el cambio. Otros dos que preservar la esencia de ese barrio sería lo verdaderamente revolucionario. Trotski, que debía dirimir la controversia, les miró a los cuatro y se excusó, a su edad tenía sueño y la siesta es un deber más que un derecho.

Bertolt Brecht quedó enquistado en sus reproches. Los expertos en su vida (no biógrafos, cuidado) argumentan que quedar al otro lado del telón le evitó el abuso de sus propias diatribas. Y es que cuando uno se acostumbra a una currywurst de granja colectiva ya no hay ni Fritz Cola que lo arregle. Él que tan mordaz hubiera sido con los chándals, las cadenas, los anillos de kilates y kilates, bailecitos sin sentido, las canciones no canciones, con el lujo de ostentar lo-que-no-es-lujo-pero-sí, con el precio de los coches que no usan gasolina, con los planes del que piensa en uno mismo y el discurso del que no leyó jamás a Unamuno -fruslería prescindible por pacato, mojigato y por abstemio-. Al ideólogo cicatero le genera urticaria el ajedrez. Y a las panzas que aparecen en grabados de George Grosz les florecen por las noches unos tallos como aliens en peligro de extinción. 

Poca broma con D’Annunzio, otro que acabó tan confundido que se equivocaba con el nombre de su amante por sistema. Si no hubiera sido permanente en su dislate aun escucharían hoy sus ecos los que dicen poliamor y no comparten bocadillo. Si se hubiera despedido de la vida antes de muerto nos podría haber escrito una segunda parte, Il piacere II (esta vez es personal), la venganza del que abusa del cacao y el aguacate, del que extiende el fruto verde en unas tostas, del que aboga por lo BIO para prevenir el hecho cierto -el único- que hay en esta vida, preocuparse por los otros como ente, olvidarse por completo de uno mismo y lo cercano, lo que damos por sentado no nos vale. Hoy he despertado tan revolucionario que ahora quiero ver a mis amigos o quizás -incluso- a la familia -así, a lo loco-.

Emitir una opinión. ¿Estás chalado? Para qué debes hacerlo si ahora puedes perpetuarte en una idiocia colectiva.

Muchas veces fantaseo con hacer un manifiesto, tipo lo de Salvador y Luis Buñuel en la residencia de estudiantes. Ellos atizaban a Jiménez -Juan Ramón- yo lo hubiera hecho contra aquellos que ahora escriben y no hablan, contra el ñoño y los molinos o gigantes, contra el otra-vez-este-pesado o contra el ya-está-aquí-la-que-no-aguanto, luchas que se saldan sin contraprestación, solo el saldo negativo del castigo porque escribes, y en las líneas se percibe una impronta personal, y el perito determina que lo petas si ahora escribes como todos, aburrido y sin talante, una ameba de las letras, como aquellas caras de las tallas que robaba Erik el belga, otro que hizo una revolución introspectiva, uno de esos listos majaderos que ahora proliferan por doquier.

Personalmente me encanta dirigirme hacia delante, por encima de lo que el autómata ha llamado moderno, que es antiguo y aburrido, no como Bill Evans o Thelonious, ni siquiera como Bird o como Dizzie, o como Shorter o Gilberto. Personalmente me encanta imaginar los festivales sin cantantes. Maiakovski hubiera sido una estrella de reggaetón. Dame lo que quieras mami, que tú sabes que ahora empiezo sin banderas, y me avisan por el Volga que olvidaron las pistolas en la casa de los zares. No es tanto el talento sino la época y quizás ahora el que vale se dedica a exorcizar vampiros en tediosos videojuegos. Para el resto ya están otros que corean frases sin sentido porque agotan el mensaje al repetirlo y lo bueno nunca debe ser original. El dolor, la enfermedad o el activismo. Eso mola. Eso, bro. Otros decidieron que mejor es no hacer nada. ¿Cuántos cantos de Cavafis hubieran quedado sin publicar? ¿Cuántos viajes de Maugham sin destino? Calla, es mejor ejercitarse en el silencio, es mejor quedarse en casa, es mejor no actuar. Schhhhhh. Es la hora de dejar que los que pecan se autoinculpen a través del feed de su Instagram o de las playlists de su espoti. Cuánto absurdo ha destilado -y aún destila- el totalitarismo del factótum. Schhhhhh. Cuidado que vienen. Haz como si nada. Cállate. No querrás que alguien te tilde de antirrevolucionario o involucionista.

Ellos no lo saben, pero aquí va la primicia: tú eres la revolución si lo demuestras. Tra, tra.

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