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La Encrucijada / OPINIÓN

Los riesgos de la solidaridad

9/06/2020 - 

¿Es la actual una sociedad más solidaria? ¿Seguirá siéndolo? Así podría pensarse si atendemos a las políticas redistributivas sostenidas por el sector público; más, aún, tras la reciente introducción del Ingreso Mínimo Vital que sitúa, en la esfera de la administración central, una responsabilidad hasta ahora sólo asumida por parte de las comunidades autónomas.

Una red de solidaridad reforzada a la que se suma la solidaridad social estructurada en asociaciones y organizaciones no gubernamentales de distinta misión, así como la familia en sentido amplio; un tercer ramo de la navegación solidaria que ya mostró su relevancia en la crisis de 2008 ante la ausencia o límites, en aquel momento, de los apoyos públicos.

Visto en conjunto, los anteriores pilares de la solidaridad, más allá de su heterogeneidad público-privada, pueden proporcionar cierta sensación de solidez. Son tres redes de protección, con la primera ahora reforzada frente a la fragilidad social más intensa. Sin embargo, son perceptibles sombras preocupantes. El Estado del Bienestar crece en amplitud y objetivos sin que rascar algo más el bolsillo fiscal pase de un ejercicio equilibrista, reactivo al reconocimiento de que el sistema tributario español, como decía Enrique Fuentes Quintana, sigue guardando trazas de latinidad y casticismo propias de un modelo económico de limitada eficiencia productiva, impositiva y redistributiva.

Por su parte, un segundo tipo de solidaridad, -la distributiva-, encuentra uno de sus agentes neutralizadores en la dispersión física del trabajo, de los autónomos convertidos en falsos autónomos, free-lancer y empleados de la economía gig. Si disponer de un contrato fijo o simplemente con ciertas garantías básicas constituye para muchos un imposible objeto de deseo, parece que la dificultad aún será mayor a medida que las casas y los vehículos se transforman en lugares de trabajo. El sindicalismo se fortalece con la concentración de los trabajadores. No resulta probable que el actual se cohesione con la disgregación laboral y que ésta propicie la identificación y defensa activa de los derechos colectivos.

El anterior no es el único menoscabo. El covid-19 ha avivado las expectativas de la robotización. La sustitución de personas por máquinas no constituye un fenómeno nuevo ni tiene que contemplarse con aprensión salvo que se creen brechas irreductibles entre los efectos destructivos y creativos de empleo que acompañan el uso de los robots, de una parte, y su producción y mantenimiento, de otra. El reloj tecnológico, la versatilidad de los prototipos y la perspicacia empresarial sobre los segmentos de mayor crecimiento de la robótica serán decisivos por obvios. De nuevo, en ausencia de un acusado protagonismo propio, el achicamiento de la fuerza laboral activa y su obsolescencia profesional difícilmente encontrarán un acomodo distinto al de un desempleo cronificado que recorra, de por vida, las redes de solidaridad, dificultando su sostenibilidad.

Tampoco la solidaridad puede mostrarse cómoda ni sostenible ante la extensión de ciertas actitudes sociales. El anarco-individualismo, que calibra la solidaridad pública como frente enemigo, dispone de un área social de recepción más amplia que una cierta geografía o nivel de renta. Se infiltra en sectores de la clase media que claman contra la burocracia y las regulaciones públicas. Entre quienes adoptan una actitud cínica ante cualquier reclamo que exceda su círculo personal más directo. Anima a quienes proyectan su voluntad fiscal en función de los servicios que reciben directamente, renegando de lo restante. Cunde entre quienes se consideran dotados de elevadas cualidades intelectuales o profesionales y echan pestes de la mediocridad que atribuyen a los responsables públicos. Y, por supuesto, se explaya entre aquéllos que se sienten parte de una élite bendecida por el derecho natural, eximida de todo lo que supere el linde de la caridad bien entendida.

Todos ellos quieren marcar las reglas de juego desde su más genuina voluntad y presumida superioridad. Sin igualdad de oportunidades o con ésta disminuida a un mínimo cosmético. Con la competencia empresarial reducida a una cuestión de influencias, imagen y comunicación garantizada en algún gran medio. Con impuestos que siempre rozan lo intolerable cuando financian bienes comunes. Convencidos de que su opinión destrona en fundamento tanto las convicciones científicas como las sustentadas por una mayoría ciudadana.

La solidaridad, como las libertades democráticas, enfrentan fuerzas adversas, ya sean visibles o yazcan todavía en zonas grises. De nuevo, la respuesta y la palabra que la expresa es el estado deseable de quien las ama y propugna como modelo social deseable. Una palabra construida sin improvisaciones ni alfilerazos demagógicos, sensata, recia y anticipativa.

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