VALÈNCIA. “Bombardearon València cuando la guerra ya estaba decidida y no había nada que hacer”, asegura el historiador Fernando Sanz. Está junto a los tinglados del Puerto de València. Señala una de las vigas de hierro. Hay una marca. Es la huella de la metralla. A su lado, el también historiador César Guardeño. Es algo que también se puede hacer en la puerta de los hierros de la Catedral de València, donde aún hoy se pueden ver las cicatrices que provocaron los bombardeos durante la Guerra Civil, las cicatrices de la Historia. En el caso de la seo, una bomba cayó justo sobre un tranvía que pasaba junto a la puerta barroca; todos sus ocupantes murieron. El tranvía, ennegrecido, destruido, con los hierros de su estructura doblados y retorcidos, fue fotografiado por Finezas.
A lo largo de la contienda, València fue, junto a Barcelona y Madrid, una de las ciudades más castigadas por las tropas fascistas. Por aire, desde el mar… Guardeño relata que algunos vecinos de los poblados marítimos, los más necesitados, tomaron por costumbre que cuando veían llegar los aviones se arrojaban al mar en busca de los peces que salían a la superficie, muertos como consecuencias de las explosiones, y hacían así acopio de pescado para alimentar a sus familias. El 22 de marzo de 1939 debió pasar eso. Al oír los aviones italianos llegar a València, los más pobres debieron salir a las puertas de sus casas y, cuando oyeron las primeras bombas, irían corriendo al mar; pescado recién salido del Mediterráneo.
Aquel miércoles de hace 80 años comenzó la última semana de València como ciudad republicana. En apariencia sólo se trataba de un ataque más; a la postre, fue el principio del fin. En el parte oficial de guerra facilitado por la Sección de Información del Estado Mayor del Grupo de Ejércitos, publicado por ABC, se resume sintéticamente: “Cinco trimotores enemigos bombardearon esta mañana el puerto, las barriadas marítimas y algunos puntos del casco urbano de València ocasionando víctimas entre la población civil”. Sin más datos. Fue una práctica habitual: ocultar las cifras de caídos para no desmoralizar.
En parte por eso no se sabe a ciencia cierta los muertos que produjeron los diferentes ataques. Se tiene constancia de que algunos causaron centenares de muertos y víctimas, pero las cifras de unos historiadores colisionan con las de otros. La horquilla oscila entre 500 y 900 víctimas mortales. “En todo el Levante mediterráneo los italianos realizaron 3.000 bombardeos”, explica Sanz. En València, los datos estimativos que maneja él hablan de 515 víctimas mortales, 2.831 heridos y 930 edificios destruidos en toda la ciudad; “la mayoría de ellos estaban en los poblados marítimos”, apunta. José Peinado Cucarella, en su tesis doctoral documentó todos los lugares donde impactaron bombas en València. Su mapa muestra cómo la guerra devastó el Cabanyal.
Los bombardeos en la ciudad fueron una constante desde el mismo momento en que València fue declarada capital de la República Este periodo se extendió desde el 7 de noviembre de 1936 hasta el 30 de octubre de 1937, que el Gobierno de la República se trasladó a Barcelona. Durante ese año escaso especialmente, pero también durante el resto de la contienda, València fue objeto de ataques por parte de la aviación y la armada italianas;un hijo de Benito Mussolini fue uno de los pilotos que bombardeó la ciudad.
Sanz está concluyendo un estudio inédito sobre estos bombardeos, en el que ha compilado toda la información militar disponible al respecto. Su trabajo, aún en curso, está descubriendo aspectos novedosos y certificando, por ejemplo, que el búnker de El Saler nunca llegó a tener instalados los cañones, o que esta defensa estaba pensada para repeler los bombardeos que hacían los buques italianos desde el mar, no para prevenir una hipotética invasión por mar. “Ningún general desembarcaría en la Albufera”, sonríe.
La caída de València ha sido retratada en diversas ocasiones por los historiadores. Quizá el episodio más dramático se produjo en Alicante, con la salida del Stanbrook, y el más humillante en el aeródromo de Monóvar, por donde fueron pasando buena parte de los intelectuales y políticos afines a la República que huían despavoridos. Los pocos que se quedaron, como Miguel Hernández, acabaron pagando cara su lealtad al gobierno popular.
Otros, como el premio Nobel de Literatura Jacinto Benavente, protagonizaron episodios dignos de Luis García Berlanga. En el libro de memorias La Valencia de los años 40 de Rafael Brines (Carena Editores), se narra cómo el escritor madrileño fue al encuentro del general de los nacionales, Aranda, cuando entró en el Ayuntamiento de València, se abalanzó sobre él y le dio un abrazo al mismo tiempo que decía trémulo y llorando: “¡Ya sabe usted, mi general! ¡Me obligaron, me obligaron!”. Se excusaba así por su participación en actos de apoyo a la República, como el congreso de intelectuales antifascistas. Tras ello se asomó al balcón y dio 'saltitos' de júbilo como un chiquillo, poniéndose de puntillas, mientras gritaba emocionado: “¡Viva España! ¡Viva España!”. La anécdota se la certificó Adolfo Rincón de Arellano a Brines. Él, falangista de pro, alcalde de València entre 1958 y 1969, estaba allí. Lo vio. ¿Y qué hizo Aranda? “El general estuvo cordial con don Jacinto, sin más”. Palabra de Rincón de Arellano.
Benavente estuvo toda la contienda en València. El alzamiento de Franco le sorprendió en Cataluña, desde donde le enviaron para que estuviera protegido. Su prestigio internacional como premio Nobel le salvó de una muerte segura. Pedro Muñoz Seca, quien también fue apresado en Cataluña, no tuvo tanta suerte y acabó fusilado en Paracuellos del Jarama el 28 de noviembre de 1936. A Muñoz Seca se le atribuye una de las mejores frases dichas nunca ante un pelotón de fusilamiento: “Me podéis quitar todo menos una cosa: mi miedo”. El 29 de marzo de 1939, cuando concluyó la semana del horror y València cayó, un actor, José González Marín, que había pasado la guerra en el bando nacional, llegó desde Madrid en coche y llevó a Benavente de vuelta a la capital.
Uno de los ensayos de referencia sobre la caída de València es obra de Eladi Mainar, José M. Santacreu y Robert Llopis: La agonía de la II República. Del golpe de Casado hasta el final de la guerra (La Xara Edicions). Sanz y Guardeño lo citan como un excelente retrato de aquella caída que se concretó físicamente cuando los falangistas desfilaron por las calles de València, uniformados, cantando el 'Cara al Sol', brazo en alto y con la pistola al cinto. Era un final que se preveía desde que Barcelona cayó casi dos meses antes, el 26 de enero. Era el desenlace previsible también después de que el 27 de febrero Francia y el Reino Unido hubieran reconocido a Franco como gobernante legítimo.
Entre el 22 y el 29 de marzo la situación fue dramática, con miles de personas huyendo, saqueos, venganzas de última hora... Convertida València en una ciudad abierta durante unas horas, un falangista valenciano fue a Capitanía a pie, vestido con su uniforme, y se presentó ante el general Segismundo Casado. Desesperado ante el curso de los acontecimientos, el general segoviano había dado un golpe de Estado el 5 de marzo, intentando controlar el caos en el que estaba sumida la República. Había fracasado en su intento de pactar una derrota digna. El falangista llegó a Capitanía y fue decidido hasta el despacho de Casado. Para sorpresa del republicano, le reclamó que pusiera orden y que mandara un mensaje por radio a la población en ese sentido. El diálogo debió ser digno de Gila. Casado no le hizo ni caso. Estaba pensando en huir por Gandía, donde le esperaba un barco británico.
En principio ese era el pacto, que Franco dejara salir a los republicanos por Alicante, pero fue un ardid del general fascista que lo que quería era atrapar al mayor número de republicanos. Un ingeniero de ilustre apellido, Font de Mora, padre del futuro conseller socialista Luis Font de Mora, se ofreció a Casado como mediador ante Falange. Casado no le hizo caso, se marchó a Gandía y no volvió a España hasta décadas después, despreciado por los republicanos del exilio y por los franquistas vencedores; su muerte en Madrid en 1968 apenas tuvo reseñas en la prensa. Horas después de la salida de Casado de la ciudad, empezado el 29 de marzo, un avión sobrevoló València pero en vez de bombas arrojó octavillas de propaganda franquista. “Empiezan a aparecer banderas nacionales en los balcones”, consta en la crónica de la ciudad de Francisco Pérez Puche. “Gran operación de transformación de símbolos públicos y vestimenta de los ciudadanos”.
Pasado el mediodía del 29 de marzo de 1939, Francisco Londres Alfonso, empresario, encabezó a los falangistas que enarbolaron la bandera nacional en el balcón municipal, como si fuera el protagonista de El rojo emblema del valor de Stephen Crane. Por ese detalle fue nombrado alcalde interino por dos días. Londres Alfonso ya fue concejal y teniente de alcalde en tiempos de la dictadura de Primo de Rivera y formó parte del Banco de València. Vicepresidente de la Unión Gremial en 1932, se había significado políticamente entre los que en 1931 protestaron por la falta de financiación por parte de Fomento (un clásico de las relaciones entre València y Madrid). Durante poco más de 54 horas fue alcalde de la ciudad y continuó como alcalde pedáneo de El Palmar hasta finales de 1939.
Era parte de la quinta columna que había funcionado “con mucha eficacia” en València, según Sanz. El término quinta columna lo acuñó el general fascista Emilio Mola cuando atacó Madrid. En una intervención radiofónica aseguró que estaba rodeando la capital con cuatro columnas, pero había otra muy importante que era la quinta, la que estaba dentro de la ciudad, los afines al alzamiento. En València, narra Sanz, una quintacolumnista que trabajaba en Radio València programaba una canción concreta para avisar de que había muchos barcos en el puerto y era un buen día para atacar la ciudad. No la descubrieron.
El 12 de abril Joaquín Manglano Cucaló de Montull, el Barón de Cárcer, se convirtió oficialmente en el primer alcalde franquista, si bien se le había designado como tal el 31 de marzo. Permaneció en el cargo hasta 1943. Tal y como recoge el diccionario de la Real Academia de Historia, hasta el final de su vida siguió en activo como empresario agrícola y como miembro de diversos consejos de administración de empresas como Coca-Cola España, Valenciana de Cementos o Cervezas El Águila.
El mismo día en el que cayó la ciudad de València en el cine Metropol se proyectaba Tiempos Modernos. Al año siguiente, el 15 de octubre de 1940, Charlot estrenaba El gran dictador. La película fue censurada por Franco. No se pudo estrenar hasta 36 años después, cuando murió el dictador. La anécdota la cita Guardeño.
La guerra acabó, pero su rastro permaneció tiempo en toda la ciudad, muy especialmente en los poblados marítimos. “El puerto quedó totalmente arrasado”, explica Sanz. “Cuando finalizó la guerra, el 1 de abril de 1939, el estado del puerto era lamentable: 20 buques estaban hundidos y 36 dañados por impactos, todos los edificios estaban en ruinas, las grúas inservibles y la dársena estaba casi impracticable para el fondeo de carga y descarga de barcos. Para hacernos una idea de la destrucción hay un dato ilustrativo: entre los años 1939 y 1941 la superficie reconstruida de edificios fue de 30.837 metros cuadrados, sin contar la reparación de los muelles”. Y mientras camina por los tinglados con Guardeño, señala los edificios y explica: “Lo que hoy vemos, los tinglados, la Aduana… ¡todo está reconstruido!”.
Sanz hace una parada en lo que era Cantarranas. Al otro lado del puente de Astilleros se halla Nazaret. Señala a la placa de la calle Paseo Cantarranas. Es lo único que recuerda que ahí vivían familias. “Este barrio tuvo la desgracia de estar situado en un triángulo que formaban la estación ferroviaria del Grao, la Campsa y los astilleros donde se estaba fabricando un blindado para la República”, explica. Las 100 casas que lo formaban fueron destruidas casi por completo y apenas quedaron unas pocas fábricas en pie. Se transformó un inmenso solar, donde hoy se alza la casa cuartel de la Guardia Civil en el Grao. Para Sanz, Cantarranas es el máximo ejemplo de la destrucción que causó una guerra cuya última semana en València empezó la mañana del 22 de marzo de hace 80 años, con aquel bombardeo innecesario.