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Bitácora de un mundo reinventado / OPINIÓN

Los suicidas del fin del mundo

17/02/2023 - 

Había una vez una mujer que pasaba periodos oscuros en los que el migraña la sepultaba en cama durante días. Que periódicamente era derribada por el abatimiento, la desidia, que  perdía pie y dejaba de ser ella misma, se convertía en un dolor andante, en una loca. Tenía alguna novela publicada gracias a la condescendencia desdeñosa de un hermano editor, un puñado de artículos y cuentos, muchas ideas, ganas de conjurar el dolor, tozudez sin encanto, raza para escribir, instinto para la verdad. También un marido que la estaba queriendo como merecía, por fin, alguien que le aguantaba la mirada y la palabra sin doblar las rodillas, alguien perdurable, más que su propia madre muerta cuando ella era niña, a los doce, la edad en la que la boca negra del suicidio se había abierto ante ella. Esa boca negra traía casas de reposo y el reposo traía más locura. 

Era 1917 y esa boca estaba llena de psiquiatras ceñudos e inclementes que le exigían bajar las manos y bajar la escritura, de pájaros que le hablaban en griego, de más dolor en bucle, más desgarro. Este marido de la escritora doliente no era gran cosa, un intelectual judío afincado en Londres, pero sí lúcido e insólitamente dotado para querer bien. Dijo que no toleraría ni un ingreso más, ni siquiera la animó a leer los textos de un gran psiquiatra austriaco que cobraba fama por entonces y se llamaba doctor alegría (Freud, en alemán). Enamorado de ella y de su don para las palabras, enamorado de las mismas cosas que ella (las palabras, las ideas, la verdad última de las cosas), se puso a pensar en la forma en la que podría protegerla de los editores y el cepo que ejercían en su libertad creativa. Se puso manos a la obra con la escritora y dejó de lado a la loca. Nadie le había hablado de lo que hoy sabemos sobre rehabilitación emocional moderna (ya hemos dicho que estamos en 1917), pero intuyó que introducirse juntos en el oficio de la edición podría ser la única medicina a su alcance, la forma de vencer la autodestrucción: pensar con libertad, expresarlo. Sus lectores nos inyectamos hoy ese antídoto contra el pesimismo. 

Ni bello, ni talentoso en modo superlativo, ni dueño de un gran capital pero inspirado y tenaz, este hombre reunió 19 libras para comprar la pequeña imprenta manual que ambos vieron un día en el escaparate de la Excelsior Printing Suply Company. La instalaron en el salón. Al cabo de unos meses, el primer volumen vería la luz: Publication Nr. 1. Two stories. 31 páginas. 150 ejemplares. Un relato de ella, otro de él y cuatro xilografías de una amiga pintora. Ambos lo cosieron y encuadernaron a mano. Ella quedaba así protegida del silencio letal, de la censura de su tiempo y de la locura de los psiquiatras que hablaban también en griego pero no eran pájaros. 

Esta pareja se llamaba Woolf y él, Leonard, fue quien facilitó que ella, Virginia, nos legara las piezas muy valiosas, canónicas, las primeras hechas por una mujer moderna, la que se propone escribir con libertad, honestidad y valentía. “Una feminista escribía es cualquier mujer que dice la verdad sobre su vida”. Pero este no es el tema que quiero recorrer. Simplemente me preguntaba por la ecuación desaliento y fantasía, la que guía a personas tocadas por la gracia de imaginar mundos, imaginarlos de una forma casi alucinatoria, pero también por unos pies de barro, por la desprotección, con una piel porosa, demasiado fina, que deja filtrarse la desgracia en cuanto llama a la puerta. 

En 1941, y gracias a esta fórmula genial de su marido, Virginia no sólo había vencido a la muerte sino alcanzado la edad para tener una carrera y hasta una portada en la revista Time, cosa insólita en una escritora, como mujer del año en 1929. También una colección riquísima de libros en el que se convertiría en un sello mítico del mundo editorial: Hogarth Press. Desgraciadamente, había vivido lo suficiente para imaginar a Hitler a la puerta de su casa. En el momento preciso el que la civilización daba un terrible espectáculo de autofagia (tan evidente que Freud, cuyas traducciones al inglés editaban ellos mismos, escribiría sobre el tanatos o pulsión de muerte), ella tenía los supersensores abiertos. 

A Leonard Woolf, este hombre que no estaba destinado a ser célebre ni heroico, le debemos esta historia de éxito que también lo es de fracaso: con los nazis bombardeando su isla, ella se llenó los bolsillos de piedras y se ahogó en el Ouse. Estaba poseída por un asalto de su imaginación, la misma que le asistía cuando levantaba historias con una miríada de detalles vivos, la que hería a la Señora Dalloway mientras imaginaba el impacto del suicida Septimus contra la verja de la calle, ¿puede decirse que la mató un exceso de fantasía? 

Me pregunto cuántos de los suicidas de hoy están afectos del mismo mal, del mismo fin del mundo predigerido, anticipado, sentido como algo vívido antes de que sea real. Cuántos mueren hoy también rendidos a un pronóstico, tirando la toalla antes de tiempo: confunden la puerta de atrás con los umbrales. Virginia atravesaba una segunda guerra mundial y sentía cómo los dedos de la locura la rozaban de nuevo; una de las historias centrales de su vida, la que ella no escribía, la movía como a una marioneta y ella no era la dueña del desenlace. La propuesta verosímil para el epílogo de su vida incluía a Hitler desfilando por su ciudad como en París, los golpes de un agente alemán en su puerta, el olor del cuero negro, el tacto de un cañón duro contra la espalda, el chasquido de un rifle o la saliva de una orden escupida en su cara con demasiadas consonantes juntas, p, t, k…

Años después, el verdugo que ella había hecho vencedor se dispararía en la sien. El mismo Führer, alguien con una imaginación tan vasta como la de ella, que imaginaba el III Reich como si ya fuera real, sucumbiría también a sus propias manos en un bunker de Berlín. Parece justicia poética. Lo es. Pero no nos dice nada concluyente sobre los superdotados en fantasía. Si la imaginación nos protege o nos liquida. Lo único que atisbo es la ecuación fatal que supone fantasía con exceso de confianza (invadir países). La falta de confianza en esta fórmula básicamente dirige la violencia hacia dentro, nos dice esta lógica.

Un suicida es alguien que huye de un incendio en su propia casa y se precipita al escape de las llamas (la metáfora es de otro suicida genial, Foster Wallace), alguien hecho de papel ante los  forcejeos de la imaginación. Walter Benjamin y Stephan Zweig corrieron el mismo final en coordenadas paralelas, tampoco podían traicionar su instinto para la verdad y la razón, cancelar su sensibilidad, sofocar la imaginación saltarina cuando el mundo solo mandaba señales de conclusión. A pesar de sus grandes dotes para la fantasía, no pudieron meter en la ecuación un giro imprevisto de los acontecimientos. 

Ese giro, o la posibilidad de ese giro, se llama esperanza. A menudo me pregunto hoy cómo podemos entrenarla para que no nos coja flojos si un día este siglo también se traga a sí mismo. Cómo blindar la fe, meterla en una caja fuerte, un cofre de hormigón armado, una nevera aséptica, como un órgano a punto de ser trasplantado. Hay una epidemia de soledad que asola el planeta pero también la hay de pesimismo y no voy a extenderme aquí sobre la ola de suicidios. El antídoto parece escondido en los pequeños detalles, en los instantes en que todo parece perdido y la humanidad despierta, cambia la perspectiva, junta conciencias y las aviva para iniciar la remontada. Virginia no conoció la creación de la ONU ni la Unión Europea, el desarrollo de la socialdemocracia, el estado de bienestar, la sanidad pública, las pensiones, las conquistas del feminismo; todas las maravillas que trajo a los humanos la casi aniquilación mutua. 

Virginia y Leonard. Una imprenta en el salón. 150 copias. Las grandes historias siempre empiezan por una pequeña historia, lo que me lleva a pensar que todas las pequeñas son grandes historias, y que todas las grandes son, en el fondo, pequeñas, tan pequeñas como un hombre enamorado de su mujer e intentando salvarla. Un Leonard cualquiera usando lo que hay en su bolsillo, en su cabeza, lo que tiene a su alcance. No tuvo a mano un cofre ni una nevera con un corazón de recambio. La  imaginación fecunda de su mujer sin esperanza es lo único que nos ha quedado. 

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