VALÈNCIA.- Algo habrán hecho bien para llevar desde 1982 haciendo cocochas al pilpil. Hablamos del restaurante vasco Leixuri, estamos en el número 80 de Cirilo Amorós, territorio de la ciudad de València en el que por la idiosincrasia de sus habitantes, toda la restauración debería saber lo que se hace. No siempre pasa. Pero este matrimonio y dos de sus tres hijos se repiten todos los días el mantra del respeto por el producto y la clientela. «No hay que dar gato por liebre», dice una y otra vez Mayte Arrieta, la matriarca de la familia en la que se baten las raíces vascas con las manchegas.
Mayte nació en Amorebieta-Echano, a veintitrés kilómetros de Bilbao. Macedonio Sánchez en el seno de una familia relacionada con bienes que ingerimos, en Fuente Álamo (Albacete), donde tenía una bodega de vinos.
Primero fue la abuela de Mayte, que montó el restaurante Gure Etxea en la misma zona de València. «Después de mi abuela, vino mi madre; mi padre estaba navegando. Yo había tenido dos hermanas pequeñas que fallecieron; mi madre quería salir de Bilbao para cambiar de aires. Y así, comenzó en la cocina», cuenta Mayte. Tiempo después, conoció a Macedonio y con veintidós años se casaron. «Esto de la hostelería es de toda la vida. Cuando nací mi familia ya se dedicaba a esto. Los padres de Macedonio se vinieron a València para montar una bodega para vender vino del que elaboraba mi suegro. Enseguida tuvimos tres hijos; cuando tenían seis años o por ahí, decidimos montar nuestro restaurante, porque la familia de mi marido tenía un bar bodega debajo de nuestra casa, pero a mí no me hacía gracia lo de la bodega; me hacía más gracia trabajar en restaurante, que es lo que había tenido mi abuela, el restaurante en Almirante Cadarso que abrió por el año 1960», explica.
Planes de futuro: juntar los conocimientos de ambos por la cocina y la restauración y arriesgarse con un restaurante de tamaño nada desdeñable y propuesta clásica. Mientras tanto, Macedonio trabajaba en Telefónica, empresa donde pidió una excedencia para poder enfocarse a la hostelería, y pasado el lapso de varios años, no le volvió a contratar. «Buscamos local por la zona. Porque nos gustaba y mi abuela vivía por aquí. Encontramos este bajo y nos metimos. El inmueble era de unas monjas; después de estar casi veinte años haciéndoles los ingresos mensualmente, un día hablamos con las hermanas y después de que lo consultaran con su superiora, accedieron a vendernos el local».
Y es así como empezaron: «La verdad es que nos gusta mucho esto, a pesar de que es muy sacrificado, que no tienes vida casi fuera de aquí. Si te dedicas, te dedicas; si no, lo tienes que dejar. Empezamos con treinta años y ahora tenemos setenta»
* Lea el artículo íntegramente en el número 89 (marzo 2022) de la revista Plaza