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entrevista con su director Albert Pintó

'Malasaña 32': los monstruos de la Transición

El film de Albert Pintó toma como todas las referencias posibles pero sin renunciar a la moralidad de aquella época

16/01/2020 - 

VALÈNCIA. Chicho Ibáñez Serrador, Jaume Balagueró, Alejandro Amenábar o Paco Plaza son las referencias contínuas del cine de terror español. Lo son por mérito propio, porque se han abierto camino con un género que ni mucho menos goza de una tradición afianza entre las productoras, ni puede presumir de tener títulos para la posteridad todos los años. Ramón Campos, de Bambú Producciones (Velvet, Fariña) quería hacer terror, y con un guión escrito a ocho manos, escogieron a Albert Pintó para capitanear la puesta en escena de Malasaña 32, que ayer se presentó en Kinepolis Paterna bajo el paraguas del Festival de Cinema Antonio Ferrandis.

Malasaña 32 cuenta la historia de una familia que emigra de su pueblo a Madrid en 1976. Lo hace en una cosa donde, cuatro años antes, una anciana falleció en la más absoluta soledad. La casa no tardará en ofrecer una importante colección de sustos y disgustos para la familia, que se tendrán que enfrentar a los monstruos de la casa y a los suyos propios también.

El film de Pintó tiene esta doble función: por una parte, es una película de terror casi industrial, que explora todos los botones pulsables para crear una película de terror. A esto le ayuda un diseño de sonido especialmente meticuloso y subrayado en toda la película. Cada objeto, cada crujido, cada mal de cuerpo, se hace notar. "La tensión de la película le debe mucho a la música de Frank Montasell y Lucas Peire y al diseño de sonido de Laia Casanovas, que además son muy noveles. Lo bonito de trabajar con gente que está empezando es que tienen mucha energía con ganas de ser canalizada, y yo les pedí ser poco académicos para hacer algo diferente", comenta el director. Por otra parte, el film no renuncia a hacer una reflexión algo más profunda: Malasaña 32 retrata a una familia desestructurada que huye del pueblo agobiado por los prejuicios y las malas miradas y busca en Madrid una vida nueva. En el Madrid de 1976, que se presuponía un espacio de libertad, los personajes se encuentran a que la moralidad de aquella época se convierte en el verdadero monstruo de la historia. La Transición no fue igual para todos, y los distintos modelos de familia tardarían décadas en entenderse en una sociedad con una profundísima tradición católica.

"No quería hacer una película de terror que fuera solo una consecución de escenas. Quería contar una historia y me interesaba la familia, la identidad, las relaciones materno y paterno filiales", explica a este diario Albert Pintó. La historia acaba siendo todo un manifiesto en favor de la diversidad y de los modelos de familia que se consideraban disfuncionales en aquella época. "El secreto que lleva Amparo (la hija) hace crecer el mal en la casa. La no comunicación, el no abrazar los problemas, hace que los problemas se extiendan, y eso también quería contarlo", añade.

De paso, el film es casi un almanaque del 76, con una colección inacabable de referencias que lo convierte inminentemente en un producto nostálgico. Hay canicas, hay peonzas, hay un globo, dos globos, tres globos, está Raphael, está Julio Iglesias, y está especialmente Concha Velasco, que participa con un personaje relevante... Tampoco renuncia a referencias a otros films o series, y hay mucho a The Conjuring y a las historias de la familia Warren, pero también a Stranger Things o una obra que -inevitablemente, aunque no fuera una referencia explícita para sus creadores- le precede como hermana mayor, Verónica, de Paco Plaza.

Malasaña 32 se dirige así a los amantes del género, que les va a resultar familiar en prácticamente todo (hasta Javier Botet está, aunque no el rol esperado), pero cuya falta de sorpresa en la forma no implica -ni mucho menos- una falta de susto o de tensión, sino todo lo contrario. También se dirige a una generación que quiera recuperar la vida en España en 1976. Este público se llevará, de paso, una útil reflexión sobre la moralidad que se vivió en aquella época y que ahogó a las familias que no vivían según modelos que se esperaban ya superados. 

Pintó no realiza (ni lo pretende) una gran revolución en el género ni una nueva referencia, pero sí consigue armar una película disfrutable, entretenida, con muchas buenas ideas, y que busca llegar más allá que un par de gritos, teniéndolos también bien repartidos a lo largo del metraje.

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