La enfermedad nos humaniza a veces. Es cura de humildad para nuestra soberbia. Perder la salud frena las prisas por llegar a ninguna parte. Y ata en corto la vanidad de cualquiera. Tuve la suerte de vivir esto al pasar por quirófano este mes
Pertenezco al 20% de funcionarios civiles que eligen la sanidad pública en lugar de la privada. Cuando he estado enfermo me he puesto en manos de lo que sigo llamando la Seguridad Social. Muchos compañeros, grandes defensores de lo público y a veces de lo púbico, optan por Adeslas o Asisa, entre otras compañías privadas, lo que es muy lícito pero ciertamente contradictorio. Las palabras y los hechos circulan por caminos distintos, como sucede muchas veces.
Estoy muy agradecido a algunos médicos. En esta profesión, como en todas, hay buenos, malos y mediopensionistas. He tenido la suerte de dar con doctores muy puestos en lo suyo. Recuerdo a Juan López Abril, médico de cabecera de mis padres y que se ha jubilado este año; a Javier Manzanares, a quien conocí en el hospital de Villajoyosa, y a la doctora Teresa Bas, que me operó de urgencia, hace ocho años, por el riesgo de una semiparaplejia. Fue en la Fe, donde estuve ingresado diez días. Luego inicié la rehabilitación en su gimnasio durante cuatro meses. Recibí un trato excelente del personal.
Durante el cruel e inútil encierro que nos impuso el Gobierno, no salí ni un solo día a aplaudir a los trabajadores sanitarios. Me negué a hacerlo porque pronto me di cuenta de que esos aplausos serían utilizados por el filósofo Illa y el experto en cejas en beneficio de su siniestro jefe. La cita cansina de las ocho de la tarde tenía algo de perfomance estúpida, de diversión consentida por los grises de Marlaska, mientras el país amontonaba, a escondidas, a miles de muertos.
En febrero, poco antes de que mi casa se convirtiese en un picassent, recibí una carta de la secretaria autonómica de Salud Pública, Isaura Navarro, en la que me informaba de un plan de reducción de las listas de espera para quienes estábamos pendientes de una operación quirúrgica. La señora Navarro me ofrecía ser intervenido en la sanidad privada, a lo que me negué. No tengo nada en contra de esta última, pero sigo creyendo en la pública, aunque mi confianza se haya resentido en los últimos meses por cómo se ha deteriorado la atención primaria. Es inadmisible que la mayoría de las consultas se hagan por teléfono. Si esto va a ser definitivo, haré lo que otra gente que conozco: contratar un seguro privado. Espero no verme obligado a dar este paso. Sería una mala señal.
"Sigo creyendo en la sanidad pública, aunque mi confianza se haya resentido en los últimos meses por cómo se ha deteriorado la atención primaria"
En vísperas del puente me operaron en el hospital General de València. Dos días antes unas jóvenes enfermeras, vestidas como extras en la película Apolo 13, me hicieron la PCR. Conste que soy un blando, como casi todos los hombres en estas circunstancias, pero no imaginaba que los dos bastoncitos doliesen tanto en la nariz. Me dio la sensación de que me tocaron el cerebelo. No tenía el bicho.
Llegué al hospital a las ocho y media de la mañana, acompañado por mi hermano. Tuve que cambiar la mascarilla por una del centro. La recepcionista nos advirtió de que tuviéramos paciencia porque había muchos pacientes por delante para entrar en el quirófano. En la sala de espera debíamos de ser unas cuarenta personas, entre enfermos y acompañantes. Oí hablar en distintas lenguas. Me fijé en dos niños. Uno se llamaba Mohamed y el otro era suramericano. Pasaron de los primeros al quirófano.
Me llamaron a las diez menos cuarto. Pensaba que la espera iba a ser más larga. Desde que entré para dar mis datos y hasta que salí por la puerta principal del edificio quirúrgico, todo funcionó como un plan ejecutado a la perfección. Justo es reconocerlo. Estuve en manos de buenos y educados profesionales. Silvia, mi enfermera, me tomó la vía sin hacerme daño. Me tocó el quirófano tres. Dentro había cinco o seis personas, la mayoría mujeres. Bromearon conmigo para rebajar la tensión. Es curioso, pero no tenía miedo. Les oí hacer chanzas sobre política, creo que de Vox y Podemos, aunque no estoy seguro porque enseguida me dormí por la sedación.
Desperté aturdido en la unidad de reanimación. Pasaron unos minutos hasta que me ofrecieron un zumo de piña. No me gusta la piña, no me gusta casi ninguna fruta, pero me lo bebí hasta la última gota. A mi lado había dos hombres operados de cataratas. En una hora me marché. Di las gracias a las enfermeras. Todo había salido bien gracias a la profesionalidad de los trabajadores que me atendieron, desde la recepcionista hasta el celador que me llevó al quirófano.
Mi hermano me esperaba fuera con el coche. De camino a casa oímos la radio. Dos periodistas convenientemente pagados por partidos rivales se enzarzaban a cuenta del estado de alarma en Madrid que aún no se había decretado. Todo resultaba muy previsible y aburrido.
Los días de convalecencia los pasé al cuidado de Victoria. Días de dolor mitigado por el paracetamol y el nolotil, de curas con cristalmina; días de estreñimiento que hicieron necesario el laxante duphalac, de mirarme las nueve grapas con morbo, de asistir a la polémica teatral entre Jorge Javier y las Campos; de estar tumbado en la cama mirando el techo o leyendo La trilogía de Nueva York de Paul Auster.
En la cama, vigilado por Victoria, me sentía a salvo del mundo y sus peligros y trampas. Encamado soy siempre feliz, como mi admirado Onetti. En la cama no tengo que disimular, ni mentir, ni traicionar. Durante meses estaría escondido bajo las sábanas, limitándome a leer y escribir, de espaldas al trajín de la vida. No conozco lugar más seguro y placentero que una cama.
Sirvan estas palabras de agradecimiento a los hombres y las mujeres que hicieron exitosa mi operación en el hospital General una mañana cálida de octubre de 2020, I Año de la Peste China.