¿Harto de que te acusen de ser demasiado blando, demasiado iluso o demasiado ñoño? ¿Cansada de que cuando defiendes la justicia social te digan que eres una buenista desconectada de la realidad y cuando señalas que algo no te parece adecuado te llamen ofendidita? ¿Te agota que tus aspiraciones de un futuro colectivo un poco menos terrorífico sean tildadas de pensamiento débil y fantasioso? ¡Tenemos la solución para ti! A continuación te presentamos el manual definitivo para cultivar un malismo de primer nivel, un malismo fetén, un malismo de rompe y rasga, un malismo que pontifica con puño de hierro. ¡Abandona esa ternura utópica y entrégate al sadismo, crack, tú puedes!
1- Asume que tú tienes la razón siempre, sobre todos los asuntos que se planteen. A ti nadie te tiene qué decir lo que tienes que hacer ni recomendarte maneras de mejorar tu vida y la de los que te rodean. ¡Tú sabes bien lo que te conviene! ¡Por algo eres un campeón, un máquina, una pantera de las nieves! Aquellos que no opinan como tú están, por definición, equivocados. Y además son una panda de vagos, criminales o de cursis acomplejados empeñados en llevarte la contraria. Los expertos no tienen ni idea o se han dejado comprar, quienes relatan sus propias experiencias mienten, exageran o son un caso aislado. La gente ahora se ofende por cualquier tontería. Solo tú y tus colegas malistas estáis en lo cierto. Precisamente por eso, no quieres conocer otros puntos de vista. Imagínate que te da por desarrollar la empatía o duda de tus posicionamientos… ¡ay, qué disgusto!
2- Cargado siempre con las verdades del barquero, un malista no necesita datos, solo frases hechas y consignas pegadizas; un carnaval de boutades sin fin, un “¡Que te vote Txapote!” generalizado. De hecho, cuanto más enfant terrible te muestres, mucho mejor: más titulares acaparados, más espacio dedicado en las tertulias y más eco en Twitter a cada perogrullada fascistoide que sueltes. ¡Y no te preocupes si sientes que lo que dices no tiene mucho fundamento! Un malista no tiene miedo a la incoherencia o la contradicción, un malista retuerce la realidad tanto como le haga falta para que encaje en su discurso, ¡a un malista le va la marcha!
3- El mundo es un lugar hostil, para sobrevivir y triunfar debes aplicarla la ley del más fuerte (hasta que te salga mal la jugada y clames por una ayudita, pero eso es otra historia). A aprovecharte de los demás lo llamarás ser listo, estar avispado y aplicar “la picaresca española de toda la vida”. A apoyar decisiones que perjudiquen a una parte de la sociedad lo llamarás defender tus intereses y tener mentalidad de tiburón. Y si mirar únicamente por ti y los tuyos implica dinamitar el bienestar ajeno, pues qué le vamos a hacer, así es la vida. Recordemos, tú eres listo y avispado, ¡que los demás se espabilen, que no va a venir nadie a sacarles las castañas del fuego! Para que se lo lleven calentito otros, mejor te lo llevas tú (obviamente, la opción de que nadie se lo lleve calentito no existe; recordemos: la única opción aquí es la de un entorno sanguinario en el que comes o te comen).
4- Un asunto fundamental en el malismo es la construcción de un enemigo débil, vulnerable y, si es posible, que no despierte demasiada simpatía social. Un antagonista fácil de identificar, perseguir y aplastar. El chivo expiatorio ideal ante cualquier crisis o desgracia. De hecho, el malismo suele contar con varios enemigos a la vez para personalizar sus ataques según el tema que deseen combatir: las feministas, el colectivo LGTBI, las personas migrantes… Incluso se puede crear un enemigo inexistente como ese misterioso e invisible ejército okupa que te invade el piso en cuanto sales a por el pan. ¡El único límite en el odio es el cielo! Estos antagonistas serán el blanco perfecto sobre los que verter todas tus frustraciones y angustias, toda la incertidumbre que te rodea, toda la inseguridad, el rencor y la rabia que hayas ido acumulando año tras año. Y todo ese pavor inmenso a perder privilegios, pillín. Para asegurar una mayor eficacia en estas campañas de la animadversión, apúntate a todas las teorías de la conspiración que rimen con tu argumentario. Te recomendamos especialmente las que hablan de un poderoso lobby en la sombra que intenta acabar con la gente de bien, con la gente normal y corriente como tú para imponer su agenda (el contenido de esa agenda lo puedes rellenar a tu gusto).
5- Desarrolla un fervoroso culto a la crueldad y la violencia. Un auténtico malista es, en esencia, un matón de patio de colegio venido a más y orgullosísimo de ello. Insulta sin piedad, desprecia el físico y las ideas ajenas, invalida las emociones de tus contrarios. Hay que ser duro, prepotente e implacable. Hay que desplegar un arsenal de miserias morales en cuanto veas la más mínima posibilidad. Llevar la agresividad por bandera te hará sentir fuerte y respetado. Dientes y garras afilados, siempre al borde de la bronca, siempre a punto para demostrar que tú eres más chulo que nadie. A ti ningún pazguato blandengue te tose, menudo eres tú.
6- ¡Viva la nostalgia reaccionaria! Un malista pata negra siempre evoca una arcadia dorada a la que volver. Un supuesto pasado idílico en el que todo era más sencillo, más fácil, mejor (para sus iguales, claro). Un tiempo pretérito en el que no debías agachar la cabeza ante la dictadura de lo políticamente correcto, en el que tú y tus amigos entendíais lo que ocurría a vuestro alrededor. Un verdadero malista sueña con volver a ese escenario en el que ‘las mujeres eran mujeres’, había orden y tenía libertad para decir la astracanada que se le pasara por la cabeza sin que los aludidos vislumbraran siquiera el derecho a réplica. Ese escenario de concordia asfixiante e impuesta cumple en el discurso malista dos funciones. Por una parte, lo presentan como un enclave mágico al que regresar, la huida perfecta frente a las zozobras del presente. Y, por otra, les permite comparar el paraíso perdido con las innovaciones degeneradas que han arruinado su modelo de vida. Lo de antes siempre era mejor. Incluso (o especialmente) si ese ‘antes’ es un constructo ficticio que jamás tuvo lugar o un espejismo construido sobre sacos de sufrimiento ajeno. Refugiarse en ese pasado inventado cuenta con un efecto secundario: atrofia la capacidad de imaginar futuros distintos, de concebir nuevos modos de hacer o pensar. El ayer o la nada.