La comedia negra recupera el drama de las personas con discapacidad y malformaciones que fueron exhibidas como monstruos de circo en el siglo XIX
VALÈNCIA. La primera vez que la mezzosoprano mexicana Julia Pastrana fue objeto de un gesto humanitario fue más de 160 años después de su muerte. En 2005, cientos de personas, muchas de ellas artistas de circo, llevaron flores a una misa en su memoria en una capilla noruega. Aquella ceremonia fue organizada por una de sus compatriotas, la artista multidisciplinaria Laura Anderson Barbata, volcada una década en las gestiones para la repatriación de su cuerpo, que formaba parte de la colección de restos óseos humanos arqueológicos de la Universidad de Oslo. La cantante, nacida en 1834, había alcanzado fama en Canadá y Estados Unidos, pero no por sus dotes al entonar habaneras, por su habilidad para bailar, tocar la guitarra y la armónica, sino por su aspecto físico. Pastrana sufría un trastorno genético llamado hipertricosis, por el que su rostro y su cuerpo aparecían cubiertos de pelo, y un sobrecrecimiento de la encía, que daba a su boca un aspecto simiesco. Durante años fue exhibida como una curiosidad bajo sobrenombres tan ofensivos como los de la indescriptible, la hirsuta, la mujer oso y la dama babuino.
Tras fallecer como consecuencia de las complicaciones en el parto de su único hijo, fue embalsamada y su cadáver empezó a dar tumbos. Fue vendida a un museo en Moscú, después, a otro en Viena, para, finalmente, acabar en la Cámara de los Horrores de un parque de diversiones en la capital noruega, donde su cuerpo fue maltratado en varias ocasiones. En 2013, al fin se le dio sepultura en Sinaloa. Los mexicanos, animados por Anderson Barbata a través de una campaña de internet, enviaron más de 30.000 gladiolos y alhelíes blancos.
Su trágica, vergonzante historia, ha servido de inspiración a Manuel Valls para la obra de teatro La mujer más fea del mundo, que sube a las tablas de la Sala Russafa del 12 al 19 de enero.
La pieza arranca como una comedia. Durante los 15 primeros minutos, la audiencia asiste a los tejemanejes de un par de timadores que por momentos pueden recordar a los pícaros de la película El golpe (George Roy Hill, 1973). Este par de “simpáticos” granujas son PT Barnum, que ha pasado a la historia como el inventor del circo moderno, y su discípulo en la mercantilización de seres humanos, Theodore Lent. Los actores que les dan vida son Juan Carlos Garés y el mismo Valls.
La trama está articulada a partir de hechos reales y licencias tomadas del contexto histórico del siglo XIX. En realidad, de hecho, los protagonistas masculinos no se conocieron, pero el dramaturgo ha querido ligarlos para subrayar “el blanqueo salvaje” del que fue objeto Barnum en la película El gran showman (Michael Gracey, 2017). Como Valls destaca, “el empresario circense se lucraba con la desgracia de otras personas. Denigraba a los diferentes para su propio beneficio”.
Los actos execrables de Lent son contados en primera persona con un ritmo de vodevil. Cuando aparece en escena Lucía Aibar en la piel de Pastrana, al público se le tuerce la sonrisa. Barnum la despojó de su autoestima y se casó con ella para seguir mostrándola de manera dantesca incluso después de su muerte.
Para inspirarse, Valls ha tomado como referencia al personaje interpretado por Ugo Tognazzi en la película de Marco Ferreri con guion de Rafael Azcona Se acabó el negocio (1964), sobre un canalla que exhibe a una mujer velluda como si fuera una simia que encontró en la selva africana. Lucía también se ha fijado en el personaje femenino del largometraje para emular su timidez y su manera de bajar la mirada.
“Hay un momento en que piensas que no la trata como un déspota, porque no le pega, pero como en nuestra obra, existe una violencia psicológica, a veces sutil y a veces descarnada. Por momentos provoca risa, pero sobre todo, interpela al espectador con preguntas”.
Poco a poco, el relato se vuelve cada vez más truculento, “hasta terminar con un puñetazo en el estómago”, expone el autor.
La actriz no aparece caracterizada con exceso de vello en el montaje. Sus explotadores la describen como un monstruo, pero la audiencia va a ver aflorar su belleza interior. La producción de La Penúltima y Dacsa Produccions se apoya en un abundante soporte audiovisual que consta de instantáneas reales de los protagonistas, así como fotos y grabaciones de otras personas a las que explotaron.
La mujer más fea del mundo es la segunda parte de un tríptico de Valls sobre las ferias de monstruos. Su primera entrega fue Las hijas de Siam, contextualizada en un circo español en plena Guerra Civil y protagonizada por un payaso triste, una mujer barbuda y sus dos hijas siamesas, unidas por la cintura. Durante el proceso de documentación para esta pieza, el dramaturgo, actor y director se sintió impactado al conocer la humillación a la que fue sometida Julia Pastrana.
En la obra con la que culminará el proyecto pretende poner un espejo frente al espectador “para que contemple de qué manera trivializamos situaciones que dentro de unos años se considerarán animaladas”.
Como ejemplo reciente pone el del Negre de Banyoles, un guerrero bosquimano disecado y exhibido como un animal en el Museu Darder de la capital de la ciudad gerundense. Cuando en vísperas de las Olimpiadas de Barcelona se decidió la retirada del hombre disecado de su vitrina, los ciudadanos salieron a la calle al grito de “El negro es nuestro”.
“El ser humano va evolucionando pero sigue cometiendo atrocidades que hielan la sangre”, lamenta el director de escena.