Más allá de las consideraciones que la Justicia pueda adoptar en torno a los afectados o presuntamente implicados en el caso de la compra venta del legado del escultor Gerardo Rueda al Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM), que estos días se revisa en los tribunales, hay aspectos que considero más interesantes. No es que debamos renunciar a las faltas o no de los mediadores, sino que el tema en sí desborda una serie de límites en torno al mundo del arte que ahora los tribunales deberán poner en su sitio, o lo que es lo mismo, fijar otro paradigma en torno a la autenticidad o no de reproducciones post mortem de un artista, la capacidad de la dirección de un organismo público y la potestad de sus responsables para adoptar decisiones de carácter económico y artístico.
Hasta ahora, tras lo visto y leído, el análisis se está centrando en dilucidar si todo fue legal entre quiénes pudieron incurrir en un supuesto delito o si la negociación y valoración económica fueron oportunas. Eso lo decidirá el tribunal, según la legislación vigente. Pondrá sanciones o no en cuanto a praxis, gestión o responsabilidad al respecto, pero poco hemos atendido a lo que esto podrá llegar a significar en un mercado, el del arte, cuyo espacio ha estado acotado hasta ahora en una valoración técnico subjetiva -“arte es lo que yo digo que es arte”, sentenció en su día Duchamp frente a su urinario del que autorizo 100 réplicas y había más de 12.000 al morir- y el valor de una obra de arte que lo determina el propietario, en este caso el artista y sus herederos, y el comprador de la misma. Aunque ese es otro debate tras unas décadas en las que la especulación ha condicionado un mundo en el que el valor estético, gusto, capricho o estimación personal y formal han pasado de manos privadas a públicas, y viceversa, sin que existiera “catálogo” o criterio de valoración objetivo del que fiarse, salvo el que marca el mundo de las subastas o los especuladores.
A un incauto servidor lo que le interesa de este juicio/espectáculo -las penas por presunta malversación es otro asunto que no nos competente ahora porque tenemos normas que nos vigilan, así como el posible uso de las instituciones públicas en beneficio privado-, es saber de qué forma va a alterar el mundo del arte y el de los museos lo que dictamine el tribunal. Esto es, el antes y después de lo que se puede considerar una réplica, una tirada, lo que se conoce como múltiples, y qué es o no auténtico dentro de límites de reproducción. Y eso sí traerá cola. Una sentencia condenatoria de gestión afectará a los individuos y a su conciencia, pero un dictamen judicial, a museos, artistas y sociedad.
Hasta ahora, siempre se había hablado de que seis, nueve y hasta doce reproducciones escultóricas de una misma obra a su tamaño y desde su molde, según las diferentes teorías, podían o pueden ser consideradas obras originales. Ahí está la “Ronda del amor”, de la Diputación, firmada por Benlliure de la que existe réplica en el Prado, o la “Santa Teresa” de Ribera que exhibe el Museo San Pío V y de la que existen varias reproducciones de taller repartidas y nadie se aclara con la original, por ejemplo.
Lo que está en juego es saber si ya no sólo hablamos de números sino más bien de tamaños, y sí, legalmente, se pueden alterar per se y, por tanto, son o dejan de ser consideradas obras de autor o prueba de autor una vez vueltas a fundir cuando no exista manual o directriz y así decida un espacio museístico o unos herederos. Y, también, la capacidad de estos en decidir.
Otro aspecto importante es poder considerar dónde están o quedan los límites de la originalidad; de qué forma va a alterar el precio y la validez de las obras de arte en sí, una vez un museo reciba la donación de un legado y el uso que pueda efectuar del mismo. Para mí, lo importante ya no es el futuro de esta colección y la depreciación que pueda suponer un conjunto o una obra en el mercado sino la forma en que una decisión judicial también puede alterar el rumbo de un mercado sin lindes.
Pero existe otro aspecto no por ello menos importante como es, por ejemplo, de quién nos podremos fiar en el futuro cuando un museo/coleccionista/heredero ponga precio a una colección u obra de arte que no deba pagar una figura privada sino un centro museístico en este país. Ahí está la molla, al margen de supuestas vendetas o no, espectáculos o sainetes. Hablo de arte como podría hacerlo de libros, facsímiles o colecciones de cromos de fútbol tan deseadas en los EE UU.
Y luego está la imagen. Somos una comunidad que ha llevado demasiados aspectos de gestión cultural a los tribunales, desde la reconstrucción/rehabilitación del teatro romano de Sagunto, la gestión del Palau de Les Arts, otras rehabilitaciones del patrimonio histórico artístico afectadas por supuestos pago de comisiones o intervenciones alejadas de normas con las que nos hemos dotado a través de leyes que habitualmente se incumplen.
En el aspecto personal será la historia y los tribunales quienes sentencien una gestión más o menos acertada en todos los sentidos o con muchos claroscuros y arrogancia, pero lo que nos dejará este caso es una serie de límites en torno al arte, las herencias y la compra venta privada-pública que marcará un antes y un después.
Duchamp no estaba equivocado en su momento surrealista. Arte puede ser lo que un artista considere arte, pero quizás no todo el arte valga lo mismo, según quién, cómo y por qué y en qué momento lo decida influido o no por cuestiones mediáticas o políticas. Y en este caso las hay por doquier.
Espero la sentencia. Lamento que nuestra sociedad haya estado tanto tiempo alejada de la realidad. Ahora la Justicia nos marcará un nuevo rumbo de mercado cuando hemos sido incapaces de ponernos de acuerdo en aspectos tan casuales como la simple estética envuelta o sometida a un mundo de ambición y especulación del que ya no nos fiamos y ha terminado con la confianza en futuras generaciones de creadores. Al menos, yo. Por no hablar de maestros románicos, talleres góticos, renacentistas, decimonónicos y escuelas de asistentes pop. ¡Pura fiesta!, que hubiera dicho el crítico Robert Hughes.
¡Menudo mercado!, ¡Qué poco de fiar!, ¡Cuánto “experto” suelto por el lodazal!, añado.