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Bitácora de un mundo reinventado / OPINIÓN

Masa, aceleración y vida ingrávida

27/11/2020 - 

“¿Qué son, mamá?” Mi hija y yo miramos las motas de polvo que el mediodía inyecta en la alcoba y giran en suspenso. Perdemos deliciosamente el tiempo. Le enseño. Me enseña. Procastinar es una destreza injustamente valorada. “Son almas silenciosas  ─me digo─, habitantes invisibles que velan el sueño” Lo guardo para mí, uno nunca sabe cómo los adolescentes cogerán una licencia poética. “Son trozos de hilo ─contesto─, yo qué sé, pelusas, motas, mierdecillas, cosas que pesan tan poco que tardan mucho en caer, ¿no lo has estudiado en física?, acabarán pegándose a las esquinas y engullidas por la aspiradora…” Callamos un instante. El baile de las motas es reposado, aleatorio, hermoso. Rocío alarga el brazo y atrapa, o cree que atrapa, la más grande de todas. Me invita a contemplarla en la yema de su dedo y se enfada porque yo no la veo. “La voy a devolver con su familia”, decide, y la lanza a la intemperie con una sacudida abrupta. Todo tiene una familia oculta para ella. Todo merece ser salvado.

Pienso en su mirada animista y en su candor el día que me declaro objetora de la Navidad. La Navidad habla de salvar al prójimo, de reunirlo con su familia; de los ojos redondos y crédulos de todos los niños. Pero no de las gambas y el celofán, de los cuñados y el omeprazol, de las colas en la planta de juguetes y de los ticket regalo. Fernando Simón ha dicho que este año no serán peores, sino distintas: qué gran ocasión para que fuera cierto. 

Yo he propuesto cambiar la nochebuena por la nochenueva y cenar una semana antes para escamotear el colapso hospitalario. Mi madre me mira raro. Insisto en un buen picnic al sol en el río y me mira aún más raro. Le hago proclamas buenrollistas acerca de lo esencial que es seguir todos bien y regalarnos salud para el 2021 pero sólo me cobro narices fruncidas y hombros encogidos. Me manda un meme donde varios personajes apiñados sobre un mapa parecen planear un atraco con fuga por la ventana del baño y coche en marcha a la puerta: planean la cena de nochebuena, hay que ser clandestino y chulear al Estado. La navidad es la navidad, escucho, se pueden seis, se pueden diez. Ximo Puig relaja el toque de queda y suspende el cierre perimetral para que nos reunamos todos.

Pero yo soy tan implacable como Margarita del Val, que ha acertado en todos sus pronósticos y ahora vaticina un enero negro si no se mantienen las restricciones. Además, el cansancio me ha metido a majadera y así lo toma toda la familia. Nunca se puede tomar en serio a un psiquiatra porque tarde o temprano los locos contagian sus vapores nocivos. Yo sólo pido cosas exóticas, deduzco, de lo más esnob: llegar a la primavera y seguir bajando al parque con mi padre. Reírme y cabrearme porque olvida el gayato en el baño cada vez que visita el baño en un bar. Y cabrearme de haberme cabreado. Pido regalos inasequibles como un permiso, uno largo que me deje meterme una semana en la cama. O contagiarme, y esto lo pido sólo en los momentos más perros, pillar el bicho de una vez por todas. Detenerme. Activar el freno de emergencia. 

¿Qué valores se celebran en los días navideños? Alguien se acuerda aún de ellos porque en la Comisión Europea se niegan al chantaje de los húngaros con su veto al fondo de recuperación. Los derechos fundamentales que Varsovia y Budapest pretenden puentear afectan a opositores políticos, mujeres, homosexuales y migrantes, ¿estamos para adorar al niño Jesús? Estamos para consumir, alegan los empresarios y hosteleros, o aquí no quedará títere con cabeza.

“El Estado puede hundirse y desaparecer para siempre ─se lamentaba Chaves Nogales desde un París en guerra donde iniciaba un largo exilio─ y el pueblo puede caer en la esclavitud sin que el autobús haya dejado de pasar por la esquina a la hora exacta, sin que se interrumpan los teléfonos, sin que los trenes se retrasen un minuto ni los periódicos dejen de publicar una sola edición. Nunca una catástrofe nacional se ha producido en medio de una mayor inconsciencia colectiva”

Mi hija y yo, echadas en la cama grande, miramos al techo y dejamos correr el momento sea una catástrofe nacional o no lo sea. Están las motas, estamos nosotras, está Chaves Nogales. ¿Enfrentamos la mayor inconsciencia colectiva? Los días siguen, no preguntan, y cuando la niña salva su mota de polvo cree estar hablando de esa hebra ingrávida pero habla de sí misma. Tampoco tiene ni idea. Habla de su pasado, y de este momento que posiblemente olvidaremos pero forma parte ya de su esqueleto afectivo, del impulso con el que meterá cabeza en un mundo de choques y requiebros y piruetas mucho más preñado de fuerza gravitatoria que el que ahora le rodea. Una constelación febril que ella llamará vida adulta y en la que todo lo que vivimos estos días estará enterrado. Listo para ser engullido como el polvo.

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