Alejados del boato editorial de Madrid, apostando por las reediciones y por mantener vivo el catálogo al margen de las novedades, Vicente Ferrer y Begoña Lobo son una leyenda en el mundo editorial. Y los niños como ellos, los más beneficiados
VALÈNCIA.-En la página web de la editorial Media Vaca, hay un dibujo de un dedo señalando un punto al que acompaña la advertencia de no apretar al botón bajo ningún concepto. La recompensa a contradecir el aviso es un aplauso al niño temerario que todos, más o menos disimuladamente, escondemos dentro: «¡Enhorabuena! ¡Es usted curioso/a y desprecia el peligro! Dos características necesarias para quien desea asomarse a los libros».
Hace veintidós años que la pareja formada por Vicente Ferrer y Begoña Lobo invita con sus publicaciones a maravillarse con la lectura y la recreación en el dibujo. Más de dos décadas, en suma, en las que se han especializado en libros ilustrados para niños contra viento y marea mercantiles, esfuerzo en popa e ilusión en vela.
Trabajan con ideas propias, con propuestas de autores y con la recuperación de obras que juzgan que deberían estar en circulación. Y lo hacen con exquisitez y con mimo, tapa dura y sobrecubierta.
Apenas hay librerías que tengan sus obras, porque la mayoría trabaja con un sistema de depósito, donde la editorial manda gratis sus trabajos. En su momento sí entraron en esa dinámica. Si los ejemplares se vendían, les abonaban su parte. Si no, se devolvían. Con el perjuicio que el tiempo de exposición y manejo de los potenciales compradores ocasionaba. «Es una práctica que nos parece perversa en el caso de nuestros libros, porque cuando vuelven lo hacen abiertos, rozados», lamenta Ferrer.
Pronto repudiaron esa opción por el mentado deslustre, el farragoso cometido añadido de revisar albaranes y porque, en la mayoría de ocasiones, los únicos beneficiados eran los transportistas que llevaban y devolvían los tomos, intactos en su partida y deteriorados al término de su periplo.
La veteranía es un grado que en su caso se traduce en libreros prendados de sus proyectos que solicitan uno o dos ejemplares sin retorno. O que directamente cuentan con clientes prestos a encargarlos, con lo que no llegan a estar a disposición de desconocidos.
En sus inicios se apoyaron en una distribuidora, pero también han decidido asumir la tarea ellos mismos. Así que dedican las tardes a hacer paquetitos y enviarlos por mensajería y por correo.
Llega la pregunta del millón, ¿por qué hacen libros para niños? Ferrer responde: «Según mi opinión, si tiene algún sentido hacer libros, tiene sentido sobre todo hacerlos para los niños. Porque el mundo (y a veces nos olvidamos) es de los niños. Los mejores libros deben ser para los niños, las mejores historias, los mejores dibujos, el mejor papel, las primeras estanterías. Nada de repartir las sobras y condenar a los niños al rincón más apartado de las librerías; nada de dedicarles textos poco exigentes y dibujos que no son sino una caricatura triste de lo que hacen los mismos niños. Eso no está bien, no es bonito».
De niño, Vicente leía cualquier cosa. Tebeos de Mortadelo y Filemón, pero también libros que no eran de su edad. Begoña devoraba con los ojos hasta los prospectos de los medicamentos. Recuerda una enciclopedia infantil de doce tomos que sus padres compraron al casarse, con antologías de cuentos y poemas de diferentes países ilustrados por muchos autores. Pero si hay un libro al que le tiene un especial apego es a El hombre que calculaba, del escritor y profesor de matemáticas brasileño Malba Tahan. Quisieron editarlo, pero les fue imposible.
«Hay otras culturas del libro donde es típico que cuando entrevisten a un presidente le pregunten por sus libros de infancia, así que hay clásicos que siguen publicándose eternamente y todo el mundo conoce. Aquí no tenemos esa tradición», lamenta la editora. «En este país falta una cultura del libro», secunda su compañero. Bajo su parecer, en España se conocen los autores, los temas y los títulos, pero pocos se toman la molestia de saber cuál fue la primera edición de determinado título o averiguar cómo se hizo.
«Muchos editores no están interesados en el tema porque su día a día es vender. La producción y la distribución son lo que consume la mayor parte del tiempo de una editorial, no el trabajo de documentación o de reflexión sobre cómo deberían ser las cosas», reprocha Ferrer.
«València no es un buen sitio donde vivir si quieres dedicarte a la publicación, porque no te relacionas con el mundo editorial»
No pocas veces se han sentido una rara avis, sometidos a la presión de que iban a durar un telediario, objetos de la broma manida de que les falta un cencerro. El editor y autor lo contradice, de cencerro no carecen. Y es que no es un ding dong el que recibe al visitante a su llegada al número 48 de la calle Salamanca de València, sino el tolón tolón de una de esas campanas que acompañan a las reses. Su hogar y estudio es un vergel de plantas, dinosaurios de papel pintado, figuras de vacas de todo tamaño y cromatismo y promontorios de libros. Los que se hallan a la vista son más ajenos que propios, ya que el almacén de sus tesoros se encuentra en el piso de abajo, conectado al superior por una escalera que desciende pegada a un muro que abarca ambas viviendas y está tapizado por completo de, cómo no, libros.
El tándem tomó la decisión de operar desde una ciudad que los distancia del oficio por hallarse en el extrarradio de la cultura. «València no es un buen sitio donde vivir si quieres dedicarte a la publicación, porque no te relacionas con el mundo editorial. No hay fiestas de editores ni presentaciones glamurosas», señala Ferrer. De hecho, entre su grupo de amigos cercanos no hay compañeros del gremio y sí ilustradores. «Pero de qué estamos hablando, de gente que hace libros. No hay una forma de hacerlos. No hay cosas en común entre nosotros, solo los libros. Es un negocio muy raro, que más bien no une, separa», advierte la mitad de Media Vaca.
El ostracismo se compensa con la visita a ferias. Desde el principio han asistido a las de Bolonia, Frankfurt y Guadalajara (México). «Es muy importante si quieres dar visibilidad a la gente a la que publicas y en ese entorno internacional sí tenemos un espacio», apunta Lobo.
En México son muy conocidos. Han formado parte de un proyecto titulado Bibliotecas de aula, por el que las escuelas públicas ponen a disposición de los niños una selección de títulos en clase. Un grupo de expertos selecciona cada año los mejores libros de todos los publicados en español y hacen ediciones especiales con tiradas de cien mil unidades. De Media Vaca han elegido dieciocho títulos. En el caso de Érase veintiuna veces Caperucita Roja, donde veintiuna ilustradoras japonesas recrean el cuento clásico de Perrault, se imprimieron 120.000 ejemplares. «Hay obras que nunca hubiéramos imaginado que se incluyeran, como Reflejos y sombras y Cartas a Aldo Buzzi, ambos de Saul Steinberg. Es un programa que nos ha dado de comer en el momento más complicado en torno a la crisis de 2008», revela Lobo.
Media Vaca no pertenece al mundo de la venta de derechos de los grandes nombres de autores cotizados ni tampoco, en el caso de los libros infantiles, al sistema estándar de las coediciones, que pasa por buscar socios en otros países y acordar la producción del mismo libro en distintas lenguas para así intercambiar los recursos de la promoción y beneficiarse del trabajo de grupo. El resultado es un tipo de producto muy concreto llamado libro-álbum que es de pocas páginas, tiene imágenes llamativas y se vende con profusión. «Los nuestros son a menudo muy gordos, no se venden mucho y nos cuestan de hacer a veces hasta trece años. Nosotros trabajamos en todo lo que es anticomercial», explica Ferrer.
Su compañera observa que lo suyo no es vocación por llevar la contraria, sino que hay unas reglas que la editorial ha seguido desde siempre: «Si tienes claro el proyecto y quién lo tiene que hacer, ese ilustrador va a requerir la dedicación necesaria para hacerlo como es debido, y eso no sabes qué lapso puede ser. Así que la forma de trabajar es poner en marcha a la vez muchos libros, pero dejar que cada uno se tome su tiempo». La media está en compatibilizar entre quince y veinte, en muy diferentes fases de evolución y desarrollo. Siempre ilustrados a dos tintas.
Esa querencia tiene un componente tanto estético como ideológico. La práctica era común durante los años treinta en España, pero el fin de la II República acabó con esta tradición gráfica. «En esa época aparecieron editores con un interés especial por la educación en un sentido amplio, no solo de los niños, sino de la sociedad en su conjunto. Buscaban dar buenos productos a los lectores, que en el caso de los libros ilustrados implicaba cuidar el dibujo. De forma que lo hacían a conciencia, encargando el trabajo para niños a los mejores ilustradores. Tras la guerra hubo una pérdida de industria y de conocimiento. Hay cosas que se hicieron muy bien entonces y ahora las reinventamos porque no las conocemos. Hay que recuperar nuestro patrimonio, porque estamos llegando a las mismas conclusiones después de ochenta años», expone Ferrer.
«NO TRABAJAMOS NOVEDADES. ESE CONCEPTO ES ANTITÉTICO DE NUESTRA MANERA DE TRABAJAR, PORQUE PENSAMOS QUE CUESTA MUCHO HACER UN LIBRO»
En la actualidad su catálogo se compone de sesenta y ocho títulos repartidos en seis colecciones y responde «más que a criterios comerciales y de novedad, al gusto personal y caprichoso de los editores». Sus tres primeras entregas fueron la carta de presentación de Media Vaca en 1998. La primera fue No tinc Paraules e inauguró la colección Libros para niños. Su título no engaña: este libro ilustrado por Arnal Ballester no tiene texto e invita a los lectores a dar un sentido a sus dibujos. Fue seleccionado entre los Mejores Libros para Niños por el Banco del Libro de Caracas en el año 2000 y por la Biblioteca Internacional de la Juventud de Múnich en su listado anual de Mirlos Blancos, distinción de referencia en el panorama internacional de la literatura infantil.
Le siguió Narices, buhitos, volcanes y otros poemas ilustrados, en el que Carlos Ortín acompaña con sus dibujos los versos de Quevedo, Gloria Fuertes, Vicent Andrés Estellés, Cecilia, Heinrich Heine, Joan Brossa, Carmen Santonja, Oliverio Girondo, Alberti y otro puñado de exquisitos rimadores. El autor ganó el segundo Premio Nacional a las Mejores Ilustraciones de libros Infantiles y Juveniles 1999, concedido por el Ministerio de Cultura.
La cosecha de ese año se completó con Pelo de Zanahoria, que también se colgó galones: el Premio del Ministerio de Cultura al libro mejor editado en 1998. Los Media Vaca pusieron en manos de Gabriela Rubio la obra más conocida del escritor francés Jules Renard, donde se recrea su infancia dura y llena de humillaciones. Su último trabajo no ha sido de nuevo cuño, sino una segunda edición, la de El señor Korbes y otros cuentos de Grimm, publicado en 2002. La editorial valenciana vuelve a ponerla en circulación con las ilustraciones de Oliveiro Dumas y las traducciones de Pedro Gálvez.
«Nuestra premisa de publicar tres libros al año tiene que ver con nuestra capacidad económica, pero la voluntad es que el catálogo esté siempre vivo. No trabajamos en absoluto novedades. Ese concepto es antitético de nuestra manera de trabajar, porque pensamos que cuesta mucho hacer un libro, tanto al autor como a nosotros. De modo que si lo hacemos no es para que esté disponible tres meses y que luego desaparezca. De ahí que reeditemos, porque pensamos que es parte de la responsabilidad con nuestro trabajo. La intención es que vuelvan a estar disponibles. No es más barato, cuesta lo mismo que hacer un libro nuevo y a los autores se les paga igual», argumenta Lobo.
La pandemia fue el parón necesario para que Ferrer se volcara en la reedición. Durante el confinamiento se ha dedicado a montar ocho libros desde cero. Por suerte, ninguno de sus allegados se ha visto afectado por la enfermedad, así que este tiempo suspendido les ha permitido poner de nuevo en el mercado libros que estaban agotados porque los archivos con los que se hicieron quedaron obsoletos.
Trabajan mucho antes de publicar. Tienen un afán de rigor que les acerca a las pesquisas de los detectives privados. Verbigracia, en diciembre del año pasado, Vicente Ferrer viajó a Boston tras la pista de Edith Helman, artífice de Trasmundo de Goya, cuya primera edición es de 1963. En su obra expuso las fuentes literarias de los Caprichos de Goya y presentó al pintor zaragozano como difusor de las ideas de los ilustrados, especialmente de Jovellanos y Moratín. Desde 1993, el libro está descatalogado. Hace años que Media Vaca trata de localizar a los herederos de la autora. En su visita a EEUU estudiaron los fondos existentes en el archivo de la Universidad Simmons y siguieron tirando del hilo.
«Se disfruta mucho investigando. Es un trabajo casero. El trabajo de documentación es muy importante. Muchos de los textos que editamos ya estaban publicados, así que lo primero que hacemos es localizar las ediciones anteriores, revisarlas y, si es posible, comprar y comparar diferentes traducciones. Las librerías de viejo tienen joyas baratísimas», aconseja Lobo.
No importa que sumen más de dos décadas de trayectoria; los obstáculos siguen siendo los mismos, tan estimulantes como imprevisibles. «La dificultad es exactamente la misma, porque el nombre Media Vaca suena a chifla, así que casi siempre tienes que explicar todo desde el principio», aclara la editora y abogada.
Vicente nos enseña un cuadernito mínimo titulado Los 10 perritos, del año 1943. Está hecho migas. Su escritor es José Mallorquí, creador del personaje El Coyote, y las ilustraciones son obra de Rafael de Penagos, exponente de la ilustración art déco en España y dibujante de revistas de principios del siglo pasado, como Nuevo Mundo y Blanco y Negro. Los editores necesitan localizar a los herederos para reeditar aquella obra conjunta.
Begoña y Vicente extraen libros de las estanterías, nos muestran sus contenidos, nos cuentan sus tribulaciones y sus logros. Cómo, por ejemplo, dieron con la carta original que Azaña le envió a su abogado, Ángel Osorio, en sus indagaciones para desarrollar Adiós al porvenir. O el rastreo minucioso de ilustraciones hasta que seleccionaron las que acompañarían su libro dedicado al 60º aniversario de la Declaración de Derechos. Por no hablar de la visita a la República Checa con las mochilas cargadas de libros para los ilustradores del país eslavo que habían participado en Mis primeras 80.000 palabras. También los bocadillos con nombres de insectos comidos durante la preparación de La guerra ha terminado: Alicante, 1939.
En el entusiasmo contagioso, en el brillo de la anécdota reside la singularidad genial de esta editorial independiente. Vicente lo resume en una frase: «Hacer los libros es más divertido que venderlos».
* Este artículo se publicó originalmente en en el número 72 (octubre 2020) de la revista Plaza