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No éramos dioses. Diario de una pandemia #36

Mi primera vez

4/05/2020 - 

VALÈNCIA. Esta entrega del diario será mejor que las de días anteriores. He comenzado a leer a Iñaki Uriarte. De él se aprende a escribir con menos palabras, a fumigar la grandilocuencia (ese pecado en el que incurro a veces) y a quitarse importancia.

Si el estilo y el tono de sus diarios van a ser como hasta la página 28, no cabe duda de que se trata de una obra excepcional.

Este fin de semana hemos tenido un adelanto del verano. Han reaparecido el calor y los mosquitos. Mi cocina se ha llenado de ellos. No hace mucho escribí un panegírico sobre esos insectos pero creo que me excedí en los elogios. Son desagradables y molestos, así que me he visto obligado a cerrar todas las ventanas. Espero que el ayuntamiento, tan dado a la propaganda repartiendo mascarillas, haga algo por solucionar este problema, a ser posible antes de que me cargue la contribución.

He hablado con dos viejos amigos. A José Ángel lo conocí cursando el BUP. No sabía nada de él desde que lo felicité por su cumpleaños. Me ha alegrado su llamada y saber que todos están bien. Su madre, enferma de alzhéimer, vive en una residencia de ancianos donde han muerto 21 personas. No les está permitido el acceso a los familiares, lo que parece razonable, pero tampoco informan sobre el estado de salud de los internos, lo que es, además de ilegal, inhumano. Si fuera él, me presentaba con un notario para levantar acta de lo sucedido, pero cada uno es como es.

El otro amigo es Jose. Fuimos compañeros en la delegación de un diario madrileño. Acaban de despedir a su plantilla (lo poco que quedaba de ella). Sólo han dejado a uno o dos corresponsales. Es una mala noticia. La prensa de papel, que apenas vendía antes de la pandemia, se encamina a su desaparición, con algunas excepciones.

Pasar al paro el Día del Trabajo

Mis antiguos compañeros de periódico han estrenado la condición de parados el Día del Trabajo. Cruel ironía. Los carcamales de los sindicatos han insistido en su letanía para indigentes mentales. Como cuando yo acudía sus ruedas de prensa en 2008, siguen con la cantinela de que es necesario cambiar el modelo productivo de la economía española. Casi nadie presta atención a sus palabras. Carecen de autoridad moral: con una mano piden mejoras para los trabajadores y con la otra echan mano de la reforma laboral para despedir a los suyos, como UGT en Cataluña.  

Un ciclista circula por un polígono a última hora de la tarde.  Foto: JC

La palabra "rescate" ha vuelto a ponerse de moda. La echábamos de menos. Hay vocablos que duran tanto como una chaqueta de pana. "Rescate" es uno de ellos. Hace un mes, la vicepresidenta Calviño, hija de otro Calviño que dirigió RTVE, negaba la posibilidad del rescate, razón de más para pensar lo contrario. Hoy no es una posibilidad; es una evidencia. Sólo falta conocer el cuándo y el cómo. El cuándo podría ser antes del verano si no hay para pagar las nóminas y las pensiones. El cómo es lo más importante: los recortes (¡sí, los recortes!) que el Gobierno calamidad aplicará para recibir el préstamo de los ricos del Norte europeo. Cuando ese rescate sea realidad, nunca reconocerá haberlo pedido. Omitirá esa palabra y la sustituirá, gran aficionado como es a los neologismos, por expresiones como "mecanismo europeo de solidaridad financiera". O algo parecido.

He felicitado a mi madre este domingo. Hay años en que me olvido. No soy como mi hermano, que es un detallista para estas cosas. Es fácil que no me acuerde del cumpleaños o el santo de un allegado. Como me conocen, no me lo tienen en cuenta.

El sábado me lancé a la calle como mucha gente. Tenía la ilusión del principiante, la alegría del niño que estrena zapatos, el ansia del preso que pisa el patio después de una larga temporada en la celda. Me recordó a la prima cita con mi primera novia. Estaba igual de nervioso. Me puse lo mejor que encontré en el armario. Salí a las 19:57 horas, tres minutos antes de lo permitido, para no coincidir con ningún vecino.

Me gusta caminar por los polígonos

Al igual que a Baroja le gustaba caminar por los extrarradios de Madrid, yo siento debilidad por la soledad de los polígonos. Me gusta perderme por sus calles desiertas, entre almacenes, chatarrerías, gimnasios y restaurantes cerrados.

El polígono más cercano a mi casa está a cinco minutos andando. Pensé que estaría solo en el paseo, pero me he equivocado. Gente sana, esbelta y joven (ellos son el porvenir de este mundo siniestro que nace) corre o circula en bicicleta o patinete. Yo prefiero el tempo lento de mis pasos. Andar me limpia por dentro, es un lavado de cabeza.

Mientras me entretengo haciendo fotos a naves cerradas, pienso en un relato que no sé si llegaré a escribir. Los polígonos —que están tan solos como nosotros— son un material literario formidable, de primer orden. Son lo más parecido que tenemos los solitarios al desierto de Zaratustra.

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