Pienso si un hombre piensa lo mismo cuando hace la maleta. Porque la maleta hay que pensarla. Viaje de placer: unos jeans y poco más. Viaje de trabajo: trajes, chaquetas y algo más. Pienso si un hombre piensa la maleta igual que una mujer. Y sé que no. Un hombre no se plantea si su vestimenta será adecuada para el país a donde viaja. Un hombre no teme que le señalen, que le acosen, que le humillen… Ya sea por la calle, al coger un taxi o, simplemente, que ni siquiera le dejen salir del aeropuerto sin una sábana encima, como en Arabia Saudita. Y ello, no por haber cometido ningún delito. No porque haya una orden internacional de busca y captura. No, simplemente porque no viste de acuerdo a la norma, a la norma impuesta por una ley que trata a la mujer como a un menor de edad y que sólo a ella le afecta. O por la tradición, o por la costumbre o por la moral o por la religión…
Por eso, cuando viajo al sur, me pienso la maleta. Y pienso si la falda será demasiado corta. Como pensaba el juez de la Audiencia Provincial de Lleida, el de la sentencia de la minifalda, que en 1989 absolvió a un empresario que abusó sexualmente de una menor de 17 años, porque "pudo provocarle, si acaso inocentemente, por su vestimenta”. Y el Supremo la confirmó. Aún queda en el imaginario colectivo esta reminiscencia machista y patriarcal que comienza por considerar a la mujer como objeto sin opinión propia y al alcance de todos, a su disposición, y termina por resistirse a cederle espacios de poder, también en el norte occidental.
Tal vez en el norte no se traduzca en lapidación o ablación, pero sí en violación y en asesinato. Aquí, claro, penado por la ley y condenado por la sociedad. Como es el caso de la violación de una joven de 18 años en los sanfermines, por parte del cinco amigos autodenominados La Manada, y cuya única defensa se basa en afirmar que la joven consintió en tener relaciones sexuales con los cinco a la vez en el portal de una finca y a ser grabada. Iba sola de noche, por la calle, provocando… A su alcance, a su disposición. En 2016. En Pamplona, España, Unión Europea. Como la joven marroquí discapacitada, “casi” violada por seis jóvenes en un autobús público de Casablanca ante la pasividad del conductor y del resto de pasajeros. Este verano.
Son esos micromachismos diarios, cotidianos que llevan al género masculino a actuar de forma prepotente y avasalladora. Actitud masculina, la llamo yo. Como el profesor de la universidad que entra al ascensor y pregunta: ¿Baja? Le digo: No, subo. Y le da al botón para bajar. Ha llegado después, pero lo suyo es más importante. Lo de ellos es lo importante. Y por eso se ponen por encima, por delante, atropellando, humillando, vejando. Como la sonrisa de medio lado del conductor cuando ve a una mujer al volante.
Como los salarios en las empresas o los despidos, que se ceban en las mujeres porque, claro, como tiene marido…, la puede mantener. Es el famoso techo de cristal. No es una leyenda urbana, no. Aún sigue esta mentalidad, que va dejando atrás a las mujeres de los puestos de alta responsabilidad, en todos los sectores de la sociedad. ¿Con qué autoridad moral podemos acusar a los países del sur y del este de discriminar a la mujer? Bueno, al menos con la de la ley. Como demuestra el estudio presentado por el Parlamento Europeo Violence against women and the EU accession to the Istanbul Convention, en el que queda claro que los 28 miembros de la Unión Europea tienen un marco legal que castiga especialmente la violencia machista. Por lo menos.
Sin embargo, aunque los tengamos identificados, calificados, codificados, enumerados, contabilizados, tipificados y castigados, son esos micromachismos cotidianos y normalizados los que forman todos juntitos un universo masculino que muta en su versión más cruel en un macromachismo llamado violencia de género. Y que también tiene su Día Internacional, declarado por Naciones Unidas para este sábado, 25 de noviembre. Fue en honor de tres hermanas dominicanas, que se opusieron políticamente al dictador Rafael Leónidas Trujillo y fueron asesinadas en 1960. La ONU tiene esas cosas, mientras sus soldados violan a mujeres y niñas en África… Como diría mi amiga Fani Grande, me coso el hígado.