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Miqui Otero ilumina la memoria reciente de Barcelona con 'Rayos'

Un grupo de amigos con dificultades para enfrentarse al presente y una ciudad donde todo pasa muy deprisa o muy despacio son los protagonistas de esta novela sobre la amistad y el recuerdo

28/03/2016 - 

VALENCIA.  Fidel escribe para La Verdad. Para vivir dispone solo de un sueldo precario y de un amplio repertorio de miedos. Porque vivir da miedo, pero sobre todo da miedo crecer. Afortunadamente Fidel Centella cuenta con un equipo de apoyo, una familia de esas que se escogen y a las que uno o una les permite casi cualquier cosa. Fidel tiene un grupo de amigos, con él suman cuatro, y se hacen llamar los Rayos.

Tal vez la vida sería otra cosa si Fidel fuese tan enigmático, misterioso y espectacular como el extraño e infrecuente fenómeno eléctrico que el buen Capitán Haddock empleaba para maldecir y que le sirve de apellido. Pero no es así. Fidel es más rayo que centella, es un tipo común que habita una enorme ciudad que siempre parece tener un pie puesto en el futuro más inmediato y otro en la tradición. Una ciudad que se puede dividir en otras ciudades, como la parte alta de los ricos -los ricos siempre parecen preferir las zonas elevadas- o el crisol de historias humildes que es el Raval de los Rayos, quienes tomaron su nombre del abanico lumínico que cada noche rasga el cielo sobre Montjuïc y un poco más allá.

Barcelona. La ciudad más europea de España, se suele decir. Un hogar cosmopolita. En Barcelona, Fidel, hijo de emigrantes gallegos, evoca el pasado y se forja una identidad; su madre salió de la aldea siendo bien joven, con diecinueve años ya era mucho más madura de lo que lo es él ahora, que sobrepasa tranquilamente la veintena, por no decir que apura los últimos meses antes de firmar el cuarto de siglo. Fidel tiene serios problemas para orientarse, se pierde constantemente y es objeto de burlas por parte de sus compañeros, quienes aceptan entre risas su incapacidad para determinar si este camino es el correcto, o era el otro. Escoger caminos no es sencillo. Como no lo es tampoco deshacerse de esas prendas que pese a haberse quedado pequeñas, conservan todavía el aroma de un tiempo pasado que reconforta. Porque Fidel, cuando necesita sentirse arropado, se pone esas camisetas que le ciñen la edad en exceso.

“[...] ahora sé que irte de casa de tus padres no es como hacerte la primera paja en el lavabo de esa misma casa: como otras decisiones que vendrán, no sé si es el momento o no. Porque una de las consecuencias de estar siempre desorientado y de perderse siempre es la impuntualidad. Y yo ahora no sé si ya tengo veinticuatro años o solo tengo veinticuatro años”. ¿Ya los tengo o solo los tengo? Todo depende de la exigencia de uno mismo o de aquella que le imponga el milenio. Para los nacidos en los ochenta, todo es más laxo. Uno puede escudarse todavía en la falta de oportunidades, y eso que todavía no ha irrumpido la crisis, ese mal que definirá los años venideros y que marcará a toda una generación. Fidel es hijo -como tantos otros- de una época de verdadera transición. Una década, la de los ochenta, en la cual se desarrollaron los vástagos de padres que conocieron un país muy distinto.

Y es que Miqui Otero (Barcelona,1980), podría ser Fidel, pese a no serlo. El autor de la celebrada Hilo musical, recorre esta vez la memoria de unos años en los que la amistad adopta la forma de un salvavidas al que uno se agarra para sobrevivir a los cambios inherentes al inevitable viaje hacia la madurez; unos años en los que se abandona el hogar para encontrar uno nuevo. “El mundo es un lugar enorme y lleno de estímulos. Al principio, nos estampamos contra pequeñas decepciones: son golpes poco aparatosos, y la vida es tan grande, tan nueva, tan por estrenar y tan llena de puertas secretas y de grutas subterráneas y de lagos sorpresa donde zambullirse, que pensamos que cada trompazo es solo la excepción. Porque nos lo dicen, porque nos ahorran pensar en otras opciones, pero también porque hay tanto por descubrir que incluso a los miedos se les llama misterios. Esos años de vida son la infancia”.

Si la infancia es una época de despreocupación y aventuras, la adolescencia es el momento en que construimos nuestro auténtico yo. “Qué será, será”, que canta la madre de Fidel. Como se dice en la historia, con la caída del primer diente, se comienza a transitar una senda en la que todo es pérdida y senectud. ¿Todo? Bueno, tal vez esta afirmación sea demasiado trágica. Porque si bien la caída del primer diente supone un hito imposible de soslayar, también es cierto que esta mutación desencadena toda una serie de progresos en los que se pueden encontrar deleites nunca antes experimentados. Así, Fidel, junto al discreto Justo, Iu el remilgado y Brais el precoz, conocerá a la cleptómana Bárbara, la eterna amistad platónica del otro sexo por la que siempre se siente algo más; o a Diana, la vecina admirada, la luz del mundo.

Otero es un gran observador de los impasses cotidianos, un perfecto analista de la transformación que despliega todo su poder literario en la crónica de lo más pequeño. Con él logramos recrear el rigor del desarraigo con unas provisiones que se acaban tras una larga mudanza; con él entendemos la forma de ver la vida de cada uno de los Rayos a partir de su manera de atacar un plato de arroz con frijoles y huevos. Detallista hasta la extenuación, el autor de esta novela llamada Rayos (Blackie Books, 2016) tiene la habilidad necesaria para que cualquier lector desempolve sus recuerdos a medida que pasan las páginas, y da igual que estos se ubiquen en Barcelona, en Valencia, en Sevilla o en Madrid, porque de lo que al fin y al cabo escribe Otero es de la memoria y la vida, del paso de la ingenuidad a la certidumbre. De los amigos y amigas. De nuestro amor por ellos. Estén donde estén.

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