VALÈNCIA. El mundo asiste al boom de los storytellers. Y no solo en el cine o la televisión, donde es de justicia poética después de que escritores como Dalton Trumbo o John Fante –por muy distintos motivos– fueran poco más que operarios de Hollywood. La política, los museos y hasta las ONG buscan storytellers. Saber contar una historia, no digamos poseerla y tener una voz propia, es uno oficio con demanda por una sencilla razón: es un talento escaso.
Aaron Sorkin posee un innegable ingenio para contar historias. También para escogerlas y proyectar diálogos, que completan el oficio de guionista. Hasta la fecha había dado cuenta de ello en las canónicas Sports Night, El ala oeste de la Casa Blanca, La red social o Moneyballi. Series y películas cuyos textos rozan el brutalismo en los tiempos de Twitter, porque si algo ha de saber el espectador de Molly's Game es que no hay intervención de sus protagonistas que quepa en un tuit. Y me refiero a los 280 caracteres del último concilio digital.
El espectador también debe saber que se enfrenta al debut en la dirección de Sorkin y que éste ha escogido para ello una biografía de lo más singular: Molly's Game: From Hollywood's Elite to Wall Street's Billionaire Boys Club, My High-Stakes Adventure in the World of Underground Poker. Molly (Jessica Chastain) es una chica de 26 años investigada por el FBI tras manejar durante 10 años una serie de partidas de póker con anónimos famosos. No cualesquiera, sino grandes estrellas –precisamente– de Hollywood, capos de Wall Street, magnates rusos, deportistas de élite y un largo etcétera. Molly posee sus vidas a través de ese secreto. Por su relación como organizadora de las partidas también maneja conversaciones, correos electrónicos y SMS que podrían destrozar sus vidas, pero se obstina a no revelarlos frente a la investigación y, en la encrucijada, se topa con un prestigioso abogado que tratará de librarla de la cárcel (interpretado por Idris Elba).
Lujo textual, efectividad a los mandos
Una vez más, Sorkin acierta primorosamente a la hora de escoger una historia. Una historia a la americana: nombres propios, vidas ocultas, ilegalidades, infidelidades y, sobre todo, poder. El dinero vuelve a girar en torno a sus relatos a base de millones y él como pocos sabe hacer relucir el lado humano de las miserias que se suceden en cuentas bancarias. Sin embargo, la impersonalidad imperante en su dirección es notable. Es un placer que existan películas de semejante extensión y no solo en el metraje, sino en el texto. Pero encajar algo parecido a una novela de 120 páginas en ese tiempo es un reto para cualquier tipo de espectador. Del lenguaje estrictamente visual y el sonoro, a Sorkin solo le puede atribuir efectividad.
Habrán oído alguna vez que las cintas de John Ford o Alfred Hitchcock pueden comprenderse sin necesidad del sonido. Algo que, generacionalmente, sabiendo de dónde viene el cine y de dónde venían ellos, tiene mucho sentido. A menudo se comenta como una virtud, pero en este caso sirve de ejemplo paradigmático para entender que Sorkin, además de la virtud del texto y todo lo que gire en torno a la escritura, tiene el vicio de someter el flujo audiovisual a las letras. Pese a que son conocidas las críticas y chascarrillos que ha suscitado durante su carrera entre los actores, no piense que en su debut como director se ha amilanado. Incluso, uno intuye cierto esfuerzo por encajar semejante lomo de folios en 130 minutos. El sonido de este drama con ánimo de thriller es absolutamente consustancial, pero la imagen, las posiciones de cámara y las decisiones que giran en torno a ello no son arbitrarias de milagro.
A partir de esa realidad, cabe entender el reparto y, de paso, hablar de él. Sorkin no ha elegido a Chastain, Elba o Kevin Costner (padre de Molly) por casualidad. No hay dirección de actores. Sorkin paga a los mejores para que hagan su trabajo. Y hay tantísimo texto que, en intérpretes con tanta altura, es difícil que ellos mismos no encuentren todas las decisiones a tomar, pese a la diarrea de texto que expulsan en cada secuencia. Es algo que podemos entender por las fisuras de unas actuaciones que, seguramente, se destaquen. Chastain es posible que reciba elogios por su trabajo, pero hay importantes fisuras en esa idea composición de una joven inquebrantable. Sobre todo, cuando se queda gélida ante una realidad que la desborda (por cierto, la primera gran protagonista de Sorkin en su extensa carrera) Elba merodea el estaticismo y no hace nada mal –a estas alturas, en él, parece imposible–, pero tampoco les deslumbrará más allá de un airado alegato en el que, una vez más, el texto nos vuelve a parecer impecable.
Más allá de sus protagonistas, no hay interpretaciones a destacar. Tampoco hay aspectos técnicos a destacar, eso sí, sabiendo que el presupuesto ha sido exactamente todo el necesario como para cubrir las necesidades de semejante debut. La película carece de autoría audiovisual y, a su vez, posee una historia y un guión que bien merecen la pena para pagar una entrada de cine. El film llega entumecido a su último plano, que, suponemos, pretendía ser un guiño a ese idioma del que todavía no es un maestro: el de la realización. Para entonces, poco importa, pese a que esa imagen redondee todavía más un texto que podía ser una novela. Es posible que, como decíamos, haya espectadores que no hayan leído tanto en tampoco tiempo desde hace años. El problema o no, según a quién se le pregunte, es que habían ido a ver una película.