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Mónica Ojeda: "El baile y la música son un lugar de antipoder"

12/03/2024 - 

VALÈNCIA. El discurso hegemónico nos presenta la música como un lugar de evasión. Un escape, que no un refugio. Desde el lugar de urgencia, de la vulnerabilidad de cada cuerpo que se pone al servicio de la música y el baile, el potencial político de estos se puede ver de manera más o menos clara.

Mónica Ojeda exprime de manera bella y profunda ese potencial. Lo hace en Chamanes eléctricos en la fiesta del sol (Random House, 2024), una novela que habla de la violencia en Ecuador a través de un coro de personajes que llegan heridos a un festival de música a los pies de un volcán. En el éxtasis, lo esencial se hace visible a los ojos. Y por tanto, el lenguaje ayuda al lector, sin estar allí, a asistir a la elevación y la profundidad a la que llega el cuerpo que baila y siente la música.

La autora, que estuvo hace unas semanas presentando la novela en València, atiende las preguntas de Culturplaza.

- Los personajes de esta novela reflexionan sobre el baile, el canto, o la noche. ¿Son pensamientos propios tuyos o salían de los personajes a través de ti? 

- Salen de los personajes a través de mí y a veces son míos, esa sinergia extraña que se da en la escritura pero que es fascinante, que es que de repente entran también tus ideas, tus sensibilidades, pero también entran otras cosas que no sabes de dónde vienen. Hay algo misterioso ahí. Tiene que ver con la creación de personajes: quieres crear personajes que estén vivos; es decir, que tengan contradicciones, que tengan lugares que a lo mejor no provienen de ti, pero en los que tú estás interesado explorar a través de ellos.

- Precisamente la creación de personajes es muy importante en este libro porque genera la continuidad de la historia desde puntos de vista diferentes desde los que avanza poco a poco la historia. Háblame de la manera en la que querías estructurarlo.

- Me enamoraba la idea de empezar la novela con un macrofestival en las faldas de un volcán. Entonces, cuando decidí que la novela iba a empezar ahí y que luego se iba asentando más bien la idea de por qué estos personajes están allá arriba tratando de eludir la violencia de sus ciudades natales y buscando una especie de imaginación futura posible, entonces ahí me di cuenta de que lo que quería hacer era trabajar con una estructura polifónica. Los festivales lo que son, sin duda alguna, es un montón de ruido, pero no solamente ruido musical, sino la cantidad de voces que hablan y que funcionan como catalizadores de una especie de macro voz, que es la voz colectiva, que es la voz del concierto, la voz del festival.

Entonces, sabía que iba a tener varios personajes hablando, cada uno con su rollo, pero a la vez conectados. Aunque son individuos y tienen sus propias historias, intereses y maneras de mirar la música y la poesía, están confluyendo en un mismo espacio, y ese espacio los cohesiona y los hace de repente contagiarse de un lenguaje particular. 

Foto: JAIRO VARGAS

- Cuando la novela empieza, todos llegan con objetivos y contextos similares, pero en cuanto acaba el festival, todo eso desaparece y la voz de Nicole es la de no estar a gusto ahí. ¿Cuál es el punto de inflexión?

- Es lo que pasa cuando se acaba la fiesta. Ojalá no se acabara nunca la fiesta. El festival iba a ser como una especie de goce y derrumbe también, porque allí los personajes viven a la vez lo onírico y también lo pesadillesco, se mezclan las dos cosas.

La música te permite una introspección. No solamente es un lugar de evasión y de disfrute, además es un lugar erótico y pasional. Y pasional con todo el sentido de que se padece también. Entonces, cuando se acaba la fiesta es cuando empieza otro tipo de fiesta, que es la fiesta de la trama novelesca, el conflicto.

La fiesta no puede durar para siempre. El cuerpo tiene que buscar otro tipo de respuesta a cómo armar esta colectividad, si es que es posible que esta colectividad exista en medio de la violencia. No puede ser únicamente en la fiesta, tiene que permanecer después. Y entonces allí los personajes es cuando tienen que enfrentarse a la idea de “¿conecto o no conecto con el otro?”. Y hay algunos personajes que conectan con otros y otros que se quedan muy solos porque no son capaces de hablar la lengua del colectivo.

Eso también es como una cosa que  tienes que experimentar después de la fiesta. El hecho de que, cuando se acaba el baile, necesitas conectarte de otras maneras. No únicamente a través del movimiento corporal.

- La herida del padre está muy presente y todos los personajes hablan de ella, de alguna forma u otra.  ¿Esa herida es solo una de las tramas o el pilar sobre el que gira toda la narración?

- Sí, es un tema central, sin duda. Cuando uno está huyendo de la violencia, está buscando un refugio. ¿Y dónde buscas normalmente el refugio? En el lugar de origen. Ese lugar puede ser precisamente el padre, o la madre, o la casa. Y la cuestión es que, como dice Marosa Di Giorgio en uno de sus poemas, “Está en llamas el jardín natal”. El jardín natal siempre está ardiendo; la casa donde creciste nunca es como era cuando creciste. La infancia es un territorio al que no puedes volver. Entonces, el refugio se convierte en un lugar emocional más que en un lugar físico. Y estos personajes están desamparados porque sus casas están en llamas.

Se van a este macrofestival a tratar de gozar y de recordar que son jóvenes, pero la realidad de sus vidas es que están bailando en medio de las balas, que hay militares en las calles, que los volcanes erupcionan y los terremotos son pan de cada día. Pero ellos quieren ser jóvenes. Ser jóvenes es querer reclamar un futuro. Y a veces vuelves a un lugar de origen (paterno, materno, o de la casa) en busca de respuestas de cuál va a ser el futuro. 

Noa quiere ir a buscar al padre que la abandonó porque piensa que ahí va a encontrar una especie de presagio o algún anuncio sobre el futuro. Busca una respuesta, pero todos los otros personajes también buscan eso. Tal vez no en el padre, pero lo buscan de otra manera. Están buscando “cómo hago yo un futuro si no miro al pasado”. 

- Tus protagonistas creen que están escapando de la violencia, pero parece que es algo que les inunda tanto que la arrastran y hablan y actúan con una cierta violencia también, con mucha rotundidad. 

- Sí. Hay un lenguaje desesperado en ellos. Están desesperados y heridos. Y tratan de gozar, pero son cuerpos adoloridos y dañados. El cuerpo se está rindiendo al goce en ese festival. Todos son jóvenes; algunos son más conscientes que otros del daño que cargan en sí, otros ni siquiera saben cómo palabrarlo. 

Lo que sí saben es que están, de repente, viviendo muy profundamente el presente: “Aquí puedo habitar bailando, escuchando música. No puedo habitar allá donde caen los muertos. Necesito hacer algo con los muertos que no sea mirarlos a la cara”. Así, la música se convierte para ellos en una experiencia, en un espacio donde pueden resucitar a los muertos. Como la música se hace con toda la historia de la música, como los cantos con todos los cantores que estuvieron antes: es una analogía simbólica de la muerte y la resurrección dentro del arte también.

- Que actúen desde una violencia de la que escapen, ¿le quita carga política? ¿Lo justifica? 

- No. Yo creo que lo más terrible que hace la violencia es que, además de herirte, a veces te convierte también en agresor. Ahí hay un peligro muy fuerte, y yo creo que estos personajes, cuando están tratando de entregarse a la música y a la poesía y al baile, están en el fondo tratando de reformular esa posibilidad. 

Mario, por ejemplo, es un personaje iracundo, que incluso en algún momento agredió a una de sus compañeras. En el presente de la novela, él tiene claro que bailar le hace hacer otra cosa con su cuerpo, que no es ni empujar, ni estar rabioso, ni tener ataques de ira. Le hace hacer otra cosa con el cuerpo que no es útil ni instrumentalizable. Y por lo tanto, el baile se convierte en una cosa sumamente política.

Por supuesto que lo que produce la violencia es político, pero a mí lo que más me interesaba era cómo esos personajes están tratando, no sé si con éxito o no, buscar otro tipo de lenguaje que no sea ese del que vienen. 

Aunque, claro, ese lenguaje todo el tiempo se está colando en ellos, porque no es que suban a la montaña y dejan el territorio del mal. De hecho, creo que al final los personajes se dan cuenta de que eso es algo que llevan consigo, que no puedes huir del daño. El daño va contigo.

- Mario habla del error. Defiende el baile como el lugar donde ocurren infinitas cosas si te dejas llevar por esa posibilidad del error. 

- Me gusta mucho la idea de Mario de que el error es un lugar creativo porque el error produce la crisis. Cuando te equivocas, cuando hay algo que se sale del marco de la perfección, hay un momento de crisis. Y lo que pasa con la crisis es que, de repente, es un lugar fértil para la creatividad.

Siempre la crisis es el lugar fértil de la creatividad. Por eso las novelas tienen crisis siempre dentro; porque no hay narrativa sin conflicto, digamos. El lugar del error, de lo falible, el lugar en donde no cabe la perfección porque solo cabe lo humano es el lugar en donde, de repente, tenemos contacto con nuestra propia fragilidad y vulnerabilidad y con nuestros propios miedos. Y por lo tanto, es el lugar de la belleza.

- En tu literatura está muy presente la asunción y normalización de lo mágico como un elemento que se da por supuesto, y que por tanto no requiere de una explicación racional. Simplemente, los personajes viven y les suceden cosas sobrenaturales. Eso te permite, a ti y a muchas autoras latinoamericanas, una mayor libertad narrativa y la posibilidad de generar un universo mucho más allá de lo que estamos acostumbrados a leer en la literatura occidental. Háblame de ello.

- A mí no me interesa el logos de la escritura como algo desprovisto del mito o de la voz. Aristóteles decía, “los animales tienen voz, los humanos tenemos palabra”, como si fueran dos cosas que van por separado y fueran distintas. Precisamente cómo no hay mitos sin logos y no hay logos sin mitos, en la escritura existe una tensión entre la explicación de lo sobrenatural y la explicación de lo real tangible. Si tú estiras esa tensión, la escritura puede vivir allí, donde hay mitos y logos. 

Hay una razón, pero la razón es poética. Hay un sentido y hay un tejido. Lo que pasa es que no lo puedes poner con los argumentos de la razón cientificista. Lo escribes con otro tipo de perspectiva. Y en esa tensión, mientras más la alargas, más vive la razón poética. 

Me interesa cómo en determinados libros con propuestas atmosféricas se puede llevar el pensamiento de un territorio a otro, no únicamente quedarse en el territorio de las lógicas de lo cotidiano, que a veces son lógicas que están enajenadas y no te permiten pensar por fuera de la caja.

¿Cómo haces para pensar por fuera de la caja? Pues cuando le metes poesía. Y la poesía justamente es ese espacio de la tensión entre el mito y el logos, entre lo sobrenatural y lo natural, entre el lenguaje que hace sentido y hace significado y el lenguaje que parece ser que solamente es una voz, un gemido, un aullido que no tiene significado, sino otras cosas como sensorialidad. 

Y, sobre todo, porque precisamente tienes elementos culturales que ya tienen significado y tradición y que, de alguna manera, con ese significado creado no partes desde cero. Hay tradiciones que trabajan sobre la idea del conocimiento a través de la poesía, de la música, y del baile también. Un conocimiento que es una forma de entender la vida desde otro lugar, de pensar la actitud humana y colectiva desde otro lugar. Entonces, la idea es tomar toda esa serie de tradiciones pensarlas en lo contemporáneo, en cómo lo vivimos hoy en día.

Por ejemplo, la novela está ambientada en los Andes, en un macrofestival a las faldas de un volcán. Pero ese festival podría ser, yo qué sé, el Mad Cool. Las experiencias que estos personajes viven con el baile y la música, con el pensamiento otro de estar en un espacio bailando con otros, se pueden trasladar a muchos otros sitios. 

A veces en una discoteca un día cualquiera tienes la conciencia suprema de que estás viviendo una rotura en el espacio-tiempo y en el sentido de tu corporalidad. Y se queda de repente grabado como una imagen poética en tu cabeza. Me interesa mucho qué es lo que pasa con esos momentos que se graban en nuestra memoria y en nuestro cuerpo y cómo afectan a nuestra manera de pensar.

Foto: Lisbeth Salas

- La novela está contextualizada, como dices, en ese festival y en una travesía posterior, pero realmente está contextualizada en todo de lo que están escapando, que es esa radiografía que haces de la violencia en Ecuador. Aunque la novela no esté sucediendo en las calles, lo que ocurre en ellas es como el monstruo del libro. 

- Es un monstruo que de repente enseña una pata, o enseña un cuerno a lo largo de la novela, pero no se lo ve completo siempre, sino que se lo atisba. Y eso también era importante: que se atisbara de una manera muy terrorífica en determinados momentos, con historias que entran dentro de la novela y que nos hacen ver que el lugar en donde ellas viven, las situaciones que han tenido que vivir, son tremendas.

Pero me interesaba no hacer un retrato de la violencia social de Ecuador porque creo que es irretratable, sobre todo cuando es un narcoestado, como es ahora Ecuador. No puedo mostrar este monstruo de cabo a rabo, porque a mí me desborda, pero sí puedo mostrar lo que significa poder ver partes de este monstruo.

Jugar con la intuición, con lo que no se muestra del todo, me parece que es importante cuando se trabajan problemáticas que son tan grandes.

- Háblame de los Cuadernos del Bosque Alto. En esta novela de voz hiperpolifónica, la voz poética del padre complementa al resto, pero desde un lugar totalmente diferente. ¿Cómo te planteaste separar esta trama del resto? 

- Quería que el padre de Noa, el origen del abandono o el abandonador, hablara. Que pudiera también expresar su lugar en el mundo, porque a su vez este abandonador también vive en el abandono. Es un personaje que también ha vivido la violencia, que no sabe qué hacer consigo mismo y no sabe cómo cuidar a otros. 

Se abre la posibilidad de conocer cómo es para él la experiencia de la violencia lejos de la música, porque es un personaje que no le gusta (incluso teme) la música, que prefiere vivir aislado en vez de en comunidad. No hay colectivo en el padre. 

Hay un contraste, entonces, entre los cuadernos del Bosque Alto, que son la parte del padre que no es capaz de conectar con nadie (a duras penas con sus animales, y de aquella manera), y la del festival, que son todos estos amigos que buscan hacer colectivo.

- ¿Por qué era importante despojar a Noa de voz? 

Pues mira, me inspiré bastante en eso, en El ruido y la furia de Faulkner. Es un libro polifónico también, en donde muchos personajes hablan de la protagonista, Cady, pero nunca ella. Eso es algo que he trabajado, de una u otra manera, en algunos de mis libros: la idea de que hay un personaje que a veces no es necesario escuchar, sino solo a través de los otros. Eso permite conocerlos pero a la vez tener una distancia. 

Si te acercas demasiado al misterio, lo rompes y de repente habría que dar una explicación. En cambio, si mantienes la distancia de los ojos del testigo, de quien mira a ese personaje, hay mucha más riqueza porque habita la posibilidad, queda viva siempre.

Foto: JAIRO VARGAS

- Hay dos grandes reinos del misterio en la novela. Uno podría ser el baile, la música, la poesía, la palabra. Otra es la propia naturaleza, la oscuridad, el lodo. ¿Son misterios complementarios? ¿Son misterios iguales?

- Yo creo que están conectados, sí. De hecho, hay mucho de la historia de la música dentro de la novela: cómo los instrumentos vienen de cuerpos de animales o cuerpos humanos. Y los cuerpos, lo orgánico, todo viene de la tierra, viene del territorio. Hay una especie de mixtura entre territorialidad y posibilidad musical que a mí me parece interesante.

Incluso creo que históricamente hay mucho de pensar la música a través de la tierra e incluso de los planetas. Como Kepler con la armonía de las esferas, cuando le ponía a cada planeta una nota musical según su distancia con respecto a la tierra. Ahí hay una sinergia entre la música y todo lo telúrico. Y creo que se conectan, no solamente por el hecho de que el sonido nos habla de algo invisible que no entendemos, de algo que parece que está lejano y cercano a la vez, sino también porque creo que está conectado con la idea del origen.

En muchas culturas, en muchas religiones, tienen la manera de pensar el origen de la tierra como un sonido. En el judio-cristianismo es el verbo, pero en otras es de verdad un sonido. El sonido de un tambor o el grito de alguien que origina el universo. Eso nos conecta también, a su vez, con la idea de Nietzsche del oído como el órgano del miedo. Uno le tiene miedo al lugar donde nació precisamente porque es un lugar inhóspito, que está en llamas (otra vez, Marosa Di Giorgio).

Si llegas allá, parece que vas a ver a Dios, y hasta en la Biblia no puedes ver a Dios del espanto que te produce. Hay algo de espantoso de ver el lugar de donde vienes, algo abisal. La música te lleva a territorios también justamente abisales, que tienen que ver con el nacimiento, la creación, la vida, la muerte. Y todo eso es muy también de la tierra.

Cuando hablábamos de la resurrección y de la muerte, la música justamente trabaja mucho con la idea de la muerte y la resurrección. Y a la vez toda la idea de la muerte y la resurrección viene de la tierra, de las cosechas. Creo que hay una conexión muy orgánica y lo único que hice fue tomar esa tradición, poner una historia y trabajarla. Mientras, leía a muchos autores además que hablaban de esto, como a Pascal Quignard o Ramón Andrés.

- Decías antes que los momentos extáticos (donde nada de lo que ocurre es banal) en Ruido Solar podrían suceder en otro festival o una discoteca. Sin embargo, en Europa estamos encontrando continuamente señales de estar caminando a una mayor banalización de la experiencia musical, especialmente en los festivales. No sé si sirve un poco de contrapeso el poder abrir o verbalizar esas posibilidades extáticas.

- Sí, yo creo, sobre todo cuando un cuerpo está en estado de urgencia, es cuando se dinamita la necesidad de pensar desde otro lugar. Y creo que sí, la música y el baile tiene ese lugar de elevación, sin duda alguna. No es que se la quiera yo amputar. Pero luego creo que también tiene otro espacio, que es el que a mí más me interesa, que es el espacio de refundar el cuerpo, de renombrarlo en medio de un contexto en el que el poder lo que quiere es que tu cuerpo esté silente, al servicio del trabajo, al servicio de la utilidad y la instrumentalización de tu cuerpo. 

En cambio, en la discoteca, en el festival, en el lugar del baile y de la música, estás haciendo algo que no es (a priori) útil para el capital ni para el poder. Por lo tanto es un lugar de antipoder. Y eso tiene un potencial político tremendo. Luego puede no usarse para nada, claro, pero no por ello deja de tenerlo.

Los personajes de la novela están en una situación de urgencia en todo lo que piensan; y aunque no estén armando la revolución, sí está surgiendo una insurrección. Cuando uno no está en urgencia, es cuando vives el arte desde la evasión. La urgencia permite no vivir únicamente el arte desde ese ese lugar, sino casi desde una perspectiva religiosa —en el sentido de “aquí tengo que encontrar algo, una solución, porque me estoy muriendo. Aquí debe haber un pensamiento que me permita moverme a otro sitio”. 

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