VALÈNCIA. Yo tuve conciencia de la muerte de Franco viendo a Arias Navarro anunciándolo en televisión. Tenía doce años. Nadie me había explicado exactamente la situación política en la que vivíamos hasta entonces. Hay quien dice, en un alarde de fantasía, que la gente salió a celebrarlo a la calle con botellas de champán. Yo lo único que recuerdo es el miedo a mi alrededor por lo que pudiera venir a continuación. Un miedo que, ahora lo sé, era un pariente invisible que se sentaba en el comedor con muchas familias. Solamente empecé a comprender lo que nos habíamos quitado de encima hojeando las revistas que mi padre traía a casa. Hermano Lobo, Gaceta Ilustrada, Cambio 16 y, unos meses más tarde, los primeros ejemplares de El País. La palabra democracia se introdujo repentinamente en las conversaciones cotidianas. Tuve que aprender lo que significaba por mi cuenta, en el colegio donde estudiaba no estaban por la labor de explicar esas cosas. Como me gustaba el cine, mi padre empezó a comprarme Fotogramas. Leyéndola me informaba de rodajes y estrenos, a la vez que me iba impregnando de la mirada moderna y cosmopolita de Barcelona, puesto que se editaba allí, lo mismo que las revistas musicales a la que poco después me aficionaría. Así fue como tomé conciencia de otra palabra que también resonaba cada vez con persistencia, censura. Fui precoz pero seguía siendo inocente, así que no entendía cómo unos pocos podían decidir qué era lo que los demás podían ver, leer, decir o pensar.
Si en 1976 existió una película que me moría de ganas de ver, esa era Tommy, la adaptación cinematográfica de la ópera rock de The Who. Fue Ken Russell quien construyó el puente que me llevó del cine al rock. La banda sonora me volvía loco, y con ella tuve que conformarme porque la película había recibido la clasificación de “tolerada para mayores de 18 años”. La proyectaban en el cine Oeste de València -ahora ese espacio lo ocupa un Consum- y, a pesar de que estuvo meses en cartelera, no conseguí que ningún adulto me llevara. Pude verla finalmente en el cine de verano de Pobla de Farnals, puede que en 1977. La película había sufrido varios cortes a manos de la censura. Uno de ellos afectó a la escena en la que un sacerdote –interpretado por Eric Clapton- hacía comulgar a los feligreses con whisky y anfetaminas. Un compañero de clase tenía un hermano mayor que grababa casetes con discos de rock. Algunos de ellos eran ediciones extranjeras que aquí habían salido con menos canciones por hablar de temas inapropiados (daba igual que las letras estuvieran en inglés, eran inapropiados). La censura pasó a ser el gran subtexto en mi vida. Más que cualquier otra cuestión, recuerdo cómo, una a una, poco a poco, las prohibiciones fueron cayendo. Una cadena de acontecimientos que siempre identifiqué con la llegada de una libertad que, al ser un crío, no me había planteado que no existiera.

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Mi despertar a la vida coincidió con la muerte del dictador que tuvo cautivo a este país durante cuarenta años. Había muchos otros púberes y adolescentes que se encontraron en esta misma situación y por eso pasó lo que pasó después de que el indeseable fuera enterrado. El punk no tenía nada que ver con la muerte de Franco, o tal vez sí, pero la combinación de ambos factores alimentó un cambio inicialmente subterráneo. A través de las páginas de Popular 1, Vibraciones y Disco Expres, vimos el aspecto que tenían los punks y quisimos escuchar lo que hacían. No íbamos a sacudirnos fácilmente el miedo y los traumas heredados, pero al menos podíamos soñar con ser Johnny Rotten o Patti Smith. Por encima de todo, en 1977 yo estaba hipnotizado por Lou Reed. Me sedujo su figura escuálida antes de haber podido escuchar su música. Supe entonces que, en marzo de 1975, Lou Reed actuó por primera vez en España y que la guardia civil le vigiló desde los flancos del escenario para que no cantara la que aquí era su canción fatídica. “Heroin” había sido sistemáticamente eliminada de la edición española de los álbumes donde aparecía, incluido un recopilatorio de The Velvet Underground, el único disco del grupo que había logrado ver la luz aquí. Los álbumes de los Velvet permanecieron inéditos en nuestro territorio hasta finales de 1977. Esa aura de peligrosidad supuso un aliciente más para adorar a Lou Reed. El fenómeno cultural y social llamado movida, que sobre todo capitalizó Madrid pero que también se vivió en otras ciudades de España, tiene sus raíces hundidas en todo eso. El alboroto de la adolescencia colisionando con el final de un periodo siniestro.
El mundo a mi alrededor fue cambiando durante esos dos o tres años que van desde el 20 de noviembre de 1975 hasta algún momento concreto de 1978, quizá el día del referéndum para votar el Proyecto de Constitución. Entre medias, Rock & Roll Animal apareció en las cubetas de las tiendas de discos con una leyenda que decía: “Versión original íntegra: Incluyendo el tema “Heroin””. En el verano eléctrico de 1978 vi la primera entrevista con Alaska, que tenía exactamente mi edad, pero estaba haciendo lo que yo no me atrevía a hacer. Recuerdo el impacto al leer la letra de “La tentación”, impresa junto a la entrevista que Jesús Ordovás publicó en Disco Expres. Yo no tuve que luchar para conquistar libertades, pero desde el primer momento entendí lo valiosas que eran, aunque me hubiesen venido dadas. Por eso, al igual que tantísimos otros españoles, en 23 de febrero de 1981 me angustió el temor de que la historia pudiera volver a cambiar para mal. Vi los tanques dejar su marca en el asfalto que había debajo de mi casa, en la Avenida del Cid. Sentí un miedo profundo. Miedo a volver a algo que no había conocido y que, sin embargo, ya sabía identificar. Llegué a pensar que, si el intento de golpe triunfaba, la vida de la que había podido disfrutar durante los últimos seis años no habría sido más que un pobre paréntesis, un espejismo.

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Nunca he olvidado el miedo de aquella tarde. Desde hace un tiempo, ya no solamente pienso en él, vuelvo a sentirlo. Es un malestar distinto porque el mundo ha cambiado mucho en todos estos años y yo ya no soy un chaval, soy un hombre que se acerca a la vejez. Esta vez no se trata de tanques ni disparos al aire. Este es un pavor silencioso que no da punzadas pero que cada tanto ahoga. Es el miedo a que lo inaceptable sea aceptado. El miedo a que la ignorancia y la manipulación sigan aliándose y escriban una versión de la historia deforme y falsa. Me siento así al ver que cada vez existe más gente a la cual no le importaría volver a ese pasado. Inevitablemente, pienso en el final de El señor Norris cambia de tren, de Christopher Isherwood: “Ha empezado a adaptarse al nuevo régimen, lo mismo que siempre se adaptará a cualquier otro. Esta mañana incluso la oí hablar respetuosamente del Führer con la portera. Si alguien le recordase que en las elecciones de noviembre votó comunista lo negaría furiosa, y con perfecta buena fe. Sumisa a una ley natural, como el animal que pelecha en invierno, fraülein Schroeder se aclimata. Miles de personas como fraülein Schroeder están aclimatándose. Al fin y al cabo, gobierne quien gobierne, están condenados a vivir en esta ciudad”. Me da miedo que, secuestrados como estamos por las alucinaciones que proyectan las redes sociales –la variante actual del opio del pueblo-, también nos estemos aclimatando, bajando la guardia, olvidando, diciendo que no, pero actuando para que sea que sí, y que cada foto, cada opinión, cada meme nos acerque un poco más a aquello que jamás debió ocurrir, ni aquí ni en ninguna parte.