VALÈNCIA. Francisco Coll lleva unas semanas muy dulces en su carrera. Está ultimando el estreno de su segunda ópera, compuesta y dirigida por él mismo, Enemigo del pueblo, que estrenará Les Arts el 5, 7 y 9 de noviembre en la Sala Principal. Un hito para su precoz trayectoria que también se siente compartido por la música valenciana, que celebra también uno de sus mayores talentos en el mundo de la música.
Prueba de ello es el Premio Nacional de Música, en la categoría de Composición, que recayó en Coll hace apenas unos días. Y no se sabe muy bien si es reflejo de su ya consolidada trayectoria o es más un empujón para todo lo que está por venir, pero confirma el estado de forma de un músico excepcional que quiere poner la complejidad de la música sinfónica y la ópera contemporánea al servicio del público.
Henrik Ibsen escribió Enemigo de pueblo para relatar las tensiones en un pueblo, cuando parece que tienen que elegir entre la prosperidad económica y el bienestar de la propia población. Coll quiere hablar de un tema tremendamente actual, pero sin olvidar que la ópera siempre aspira a los grandes temas, eternos e universales.
—En Enemigo del pueblo trasladas el contexto de la obra original de Ibsen y presentas como personaje a un leviatán de las finanzas. ¿Quién es ese personaje que actúa como motor de la historia?
—Creo que estoy en conexión con Ibsen cuando decía que no tenía ninguna vinculación con una ideología política, sino más bien una visión humanista del tema. Desde esa perspectiva afronté la escritura de la ópera, con temas universales como la moralidad, la tolerancia o el amor.
El amor, de hecho, atraviesa toda la obra en sus distintas formas —entre padre e hija, entre compañeros de trabajo o entre hermanos.
De hecho, no hay que olvidar que, si Ibsen no hubiera hecho al doctor y al alcalde hermanos, la obra se acabaría enseguida. Es precisamente el amor que los une lo que les impide llegar a un acuerdo. Por eso podría decir que el mensaje final de la ópera es el amor. Es más, la ópera termina con el coro y los dos solistas pronunciando la palabra “amar”.
—Cuando hablamos de las grandes óperas de repertorio, incluso en sus versiones actualizadas, siempre se alude a los “temas universales”. En este caso, aunque Enemigo del pueblo se sitúe en nuestro tiempo y el texto original no tenga ni 150 años, ¿sigues partiendo de esa idea de universalidad por encima del contexto político?
—Es que de política se habla en otros lugares. Durante la hora y media que dura la ópera, el enfrentamiento político o moral —porque en el fondo se trata de un conflicto entre lo socioeconómico y la salud pública— sirve solo como pretexto para hablar de cuestiones más amplias. Son temas universales que permiten profundizar a nivel dramático y también musical.
En mi caso, estaba más preocupado por el aspecto de la belleza, que es mucho más difícil de abordar que el de la política. Quizás lo más cercano que haya a la política en esta ópera sea la representación del desajuste social, que se traduce en un desajuste musical; para expresarlo, parto de algo muy familiar, reconocible, y lo descompongo. Desajustar algo abstracto es complicado, pero si coges un pasodoble que todo el mundo conoce y lo distorsionas, el público percibe ese desequilibrio.
El pasodoble, como música popular, representa al pueblo. En mi ópera simboliza su territorio, mientras que el coro encarna a los individuos. Además, ese pasodoble está muy ligado a la figura del alcalde, que es el representante del pueblo. Funciona como un leitmotiv que atraviesa toda la ópera, con su cara positiva y su cara negativa. En general, me gusta mostrar las dos caras de todo lo que trato: una cosa y su contraria.

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- Foto: DANIEL GARCÍA-SALA
—La ópera aún no se ha estrenado, así que no conocemos el detalle musical. ¿Podrías darme algunas notas sobre su estructura, su tono y la atmósfera que has creado más allá del libreto?
—La ópera está dividida en dos actos, sin pausa. La obertura ya es un pasodoble que nos sitúa en el espacio del pueblo. Pero es un pasodoble al que le faltan piezas, un pasodoble distorsionado que refleja ese desajuste social.
Es una música popular, reconocible y festiva, que a la vez denuncia la sociedad del espectáculo, la civilización del espectáculo. Por otra parte, muestra también su cara B: ese exceso de espectáculo que puede transformarse en una especie de complot anticultural y que quizás sea el verdadero enemigo del pueblo; una sociedad sin cultura es, en realidad, una invitación a la tiranía.
—¿Cómo está siendo el trabajo con el elenco? Muchos de los cantantes con sus diferentes repertorios, y en este caso se enfrentan a una obra nueva, tuya, que además no conocían. ¿Cómo está siendo esa colaboración con quienes van a dar voz a tu música?
—La verdad es que estoy encantado con ellos. Desde el primer día, cuando vine e hicimos el primer ensayo musical, di la entrada y la cosa empezó a funcionar. Fue algo que, para un compositor, es casi utópico: venía con la mentalidad de ir poco a poco, porque esta música llevaba dos años en mi cabeza y no existía realmente hasta que empezamos a ensayar hace apenas tres semanas. Fue una sorpresa para todos que funcionara tan rápido.
Después se unió el coro, luego la orquesta, y todo empezó a cuadrar de una manera que me sorprendió incluso a mí. Mi música no pretende ser compleja por sí misma, pero inevitablemente lo es, porque no puedo darle la espalda al hecho de que vivimos en un mundo muy complejo. Me gusta que la música refleje eso, aunque suponga un esfuerzo añadido.
Como dices, los cantantes vienen de distintos backgrounds y experiencias operísticas, y ahora deben adaptarse a un lenguaje nuevo, porque es la primera vez que interpretan mi música. Pero está saliendo de una manera totalmente natural. Estoy encantado con cómo están entendiendo y asimilando todo.
"La ópera realista es muy aburrida, la ópera es exageración"
—Supongo que en ese proceso surgen preguntas nuevas, no solo sobre los personajes, sino también sobre cómo cantar tu música. Y teniendo al compositor presente, imagino que sienten la necesidad de ajustarse a tus expectativas. ¿Notas diferencia en el proceso de ensayo cuando eres tú quien los acompaña?
—Sí, totalmente. De hecho, ellos me repiten cada día lo contentos que están de que esté vivo —¡y yo también, por supuesto! Para muchos de ellos es la primera vez que trabajan con un compositor vivo. Me hacen muchas preguntas y, en realidad, el proceso de colaboración empezó cuando llevaba ya la mitad de la ópera escrita: entré en contacto con ellos, tomé medidas de sus voces, sus registros, sus colores.
No estamos teniendo ningún problema porque mi música, aunque a veces puede ser extrema —por ejemplo, cuando el doctor y el alcalde empiezan a discutir y la música refleja ese enfado de manera exagerada, ¡pero es que la ópera realista es muy aburrida, la ópera es exageración!—, se entiende muy bien una vez interiorizas el porqué.
Al principio algunos me decían: “Estos saltos son muy difíciles”, refiriéndose a que utilizo, por ejemplo, séptimas o novenas menores. Pero luego comprendieron que en el habla también damos saltos, que la música reproduce esa naturalidad emocional. Ahora lo disfrutan, o al menos eso me dicen.

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- Foto: DANIEL GARCÍA-SALA
—¿Y la obra sigue viva durante los ensayos? ¿Tienes la tentación de seguir modificándola?
—En otras ocasiones sí me ha pasado, pero en este caso no he tenido necesidad de cambiar nada importante. Solo pequeños ajustes: por ejemplo, si las violas tienen mezzo piano, puedo pedirles que toquen piano para que se escuche mejor un cantante. Son cuestiones de balance que se ajustan una vez lleguemos a la sala. Pero a nivel estructural y de fraseo, no he cambiado nada.
—De hecho, es tipo de cambios, como pasar de mezzo piano a piano, son más decisiones de dirección musical que de composición, ¿no?
—Sí, pero como dirijo yo mismo, puedo decir: “Aquí no hagáis caso al compositor, hagamos esto otro”.
—Muchos directores musicales o de escena jóvenes reclaman que la ópera contemporánea y de nueva creación tenga más espacio en las programaciones. A menudo los teatros responden al gusto del público, que puede mostrarse más reticente. ¿Compartes esa preocupación por la falta de espacio para la nueva ópera, especialmente en España?
—Creo que es un tema sin resolver en todo el mundo, no solo en España. Y aquí en Les Arts, que solo tiene 20 años de vida, aquí está esta obra. No soy pesimista ni me victimizo. Si la situación es así, probablemente haya razones. A lo mejor nos lo hemos ganado con ciertas obras que alejaron al público de los teatros. Porque, por ejemplo, John Williams también es contemporáneo y con Star Wars no tiene ningún problema de público. Algo habremos hecho mal para que la gente se aleje.
Creo que las instituciones deben apostar por la música actual, pero siempre desde la calidad. Hay que demostrar al público que no tiene por qué tener miedo. A veces, de hecho, conectan más con una obra contemporánea porque hablamos el mismo idioma: yo tengo un iPhone en el bolsillo igual que ellos, Puccini no.
"La complejidad no es algo que busque, es algo que no puedo evitar"
—Cuando hablas de ese equilibrio entre la contemporaneidad, la exploración y la complejidad, que es algo que reivindicas en tu obra, y al mismo tiempo la cercanía con el público… es un equilibrio muy frágil, ¿no?
—Sí, totalmente. Eso es lo que me gusta hacer, pero no deja de ser complicarme la vida. Lo fácil sería hacer música que nadie entiende pero que es muy cerebral o bien música bonita, improvisada, sin demasiada exigencia artística o creativa.
A mí me motiva el balance entre todas esas cosas. La complejidad no es algo que busque, es algo que no puedo evitar. Evitarla sería no ser honesto conmigo mismo, porque el universo es complejo, no mi música. Si evitara esa complejidad natural, estaría traicionando mi forma de entender la creación. Supongo que, en parte, es inevitable.
—¿Cuánto te importa el público mientras estás componiendo?
—Lo que ocurre es que hay muchos públicos que, al final, el público como tal no existe. Hay tantos tipos de público que pensar en uno concreto sería un error. Lo único que realmente puede hacer un compositor es escribir la música que quiere escuchar.
Desde que empecé, con mi Opus 1, cuando tenía 19 años, decidí escribir una obra que me gustaría escuchar y que no existía. Tan sencillo como eso. En ese momento no tenía expectativas: nadie esperaba nada de esa pieza, ni yo mismo. Tampoco sabía si sería capaz de terminarla. Pero lo hice así: pensé qué tipo de música me gustaría escuchar si fuera al auditorio, al Palau de la Música, por ejemplo. Y desde entonces he seguido ese criterio.

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- Foto: DANIEL GARCÍA-SALA
—Enhorabuena por el Premio Nacional de Música. ¿En qué punto de tu carrera sientes que te llega este reconocimiento?
—No lo sé, no sabría posicionarme. Ese tipo de perspectiva no la tengo conmigo mismo, ni quiero tenerla. A veces me sorprende cómo me ve la gente desde fuera. ¿Para bien o para mal? No lo sé.
—Bueno, sobre todo para bien. Desde el principio de tu carrera ha habido mucho interés por tu música, también fuera de España. Has sido un compositor precoz. ¿De verdad no piensas que, como mínimo, las cosas están saliendo bien?
—Sí, en ese sentido sí. Me siento muy afortunado de poder dedicarme a lo que me gusta. Es cierto que empecé a estrenar bastante joven —aunque en ese momento uno no se percibe como tal. Pero mirando atrás, tuve la suerte de trabajar con orquestas importantes prácticamente a los veinte años.
Eso me ayudó a desarrollarme mejor como artista, porque un compositor necesita una orquesta, no es como un pintor que puede colgar su cuadro en casa.
Me siento muy agradecido por todas las oportunidades y por la gente que confió en mí, especialmente al principio. Recuerdo, por ejemplo, a Thomas Adès o a Faber Music en Londres, con quienes firmé a los 24 años. Apostaron por mí muy pronto, y eso siempre lo llevaré conmigo. He tenido suerte y he sentido el cariño de mucha gente.
Hay tantos tipos de público que pensar en uno concreto sería un error. Lo único que realmente puede hacer un compositor es escribir la música que quiere escuchar
—En estos años, has estrenado obras tanto en el Palau de la Música como aquí en Les Arts. ¿Te sientes profeta en tu tierra?
—No lo sé, pero sí estoy muy agradecido por cómo me está tratando València. Soy valenciano, tengo un fuerte apego y cariño por esta tierra. Vivo fuera, y eso solo ha hecho que aumente mi afecto por ella. Me fui simplemente porque mi mujer es de fuera, no por motivos profesionales. Fue, otra vez, por amor. Por eso, cuando el reconocimiento llega desde casa, la alegría es doble. Que te valoren en cualquier lugar es bonito, pero cuando lo hace tu tierra, tiene un significado especial.
— La parte más importante de tu formación la tuviste en Londres. Supongo que València, o ninguna ciudad española, puede competir con esa plaza en lo que respecta a las oportunidades de aprendizaje y de empezar la carrera que querías. Pero te quería preguntar: ¿qué te hubiera gustado que hubiera tenido València cuando te mudaste a Londres?
— Voy a puntualizar que tengo la sensación de que nací como compositor en Londres, pero cuando llegué allí ya tenía cierto ADN creativo desarrollado, y eso lo desarrollé aquí. Yo no sería el mismo compositor si hubiera nacido en Alemania, por ejemplo. Nacer en València, con esta luz, con estos edificios, con esta arquitectura, con Sorolla pintando como pinta, con los informalistas… Todo eso tuvo una gran influencia en mí de niño y adolescente, que es cuando las cosas que te impactan y las mantienes el resto de tu vida.
Me fui a Londres porque estaba Thomas Adès, pero yo no tuve el complejo de necesitar irme fuera para hacer cosas. De hecho, me resultó difícil marcharme; en parte porque, a nivel económico, mi familia no se lo podía permitir; y, en parte, porque yo era muy casero, muy de estar tranquilo en casa. Me fui a acabar la carrera a Madrid y no me gustó, yo hubiera preferido terminarla aquí. Por lo tanto, lo único que me hizo salir fuera fue Thomas Adès, realmente.

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- Foto: DANIEL GARCÍA-SALA
— ¿Qué significa Enemigo del pueblo dentro de tu propia trayectoria creativa? Es decir, si quitamos el contexto del estreno y lo vemos desde tu evolución personal, ¿la sientes como un paso más en tu carrera o como una obra más dentro de tu catálogo?
— Es interesante la pregunta porque, por una parte, todas las obras que compongo, sea una pieza de tres minutos para piano o una ópera, me resultan realmente útiles. Todas me aportan algo y me hacen ver algo que antes no había visto. Me esfuerzo en que sea así; si no, la obra la desecho.
En el caso de esta ópera, he sentido algo muy similar a Café Kafka pero acrecentado. De algún modo, toda la música que he desarrollado en los últimos diez o quince años ha servido como punto de partida para esta pieza. Por ejemplo, aparece el tema del individuo frente a la masa, que es algo que he ido trabajando en mis conciertos: el violín contra la orquesta, el solista frente al conjunto… Esos aspectos han acabado confluyendo aquí, en esta ópera.
Y, al mismo tiempo —porque la terminé hace un año—, noto que también es un punto de partida para lo que estoy haciendo ahora, que es diferente. La ópera, a nivel personal, me ha ayudado a ser más descarado, en el sentido de atreverme a hacer cosas que quizá no me atrevería si estuviera simplemente escribiendo notas. Cuando hay texto y acción, aunque yo no supiera lo que iba a hacer el director de escena, tenía que imaginarme la escena mientras componía. Eso me obligaba a desarrollar psicológicamente a los personajes, y te lleva más allá del elemento puramente composicional. Es como no pensar como un compositor cuando uno compone. Desde ese punto de vista, ahora que estoy volviendo a escribir música instrumental, noto que es diferente: hay una huella de esa manera de pensar.