VALÈNCIA. Cuando lo tenían todo, todo tuvo que cambiar. El encaje de la antigua escalera en una vieja alquería requería un tour
de force que acabó descartándose en el mismo instante que descubrieron que la escalera original, esa que venía a conectar con l’andana, era imposible de mantener por su estado calamitoso y había que hacerla nueva con una ubicación algo distinta.
Era la primera advertencia de una tensión continuada que va más allá de un inmueble: el reto de hacer encajar a una familia actual en una estructura de vivienda como la de una alquería valenciana.
Es a lo que se enfrentaron Guillermo
Gorrís y Antonio Orero, que en formato dupla son el estudio de Goor.Studio. Su misión profesional brotó al preguntarse ‘cómo vivimos y cómo nos gustaría vivir’. Una cuestión que les rondaba la cabeza y sobre la cual la arquitectura tiene (algunas) respuestas.
Fue la misma pregunta que llevó a una pareja con dos niños pequeños a decidir cambiar su forma de vida y marcharse desde el centro de una ciudad al medio de l’horta. Fue antes de la pandemia y de que esa dinámica de desplazamiento se convirtiera en un lugar común. Una expresión todavía excepcional que sin embargo hace converger dos mundos, ciudad y campo, que en València se evitan siendo casi la misma cosa.
“Después de buscar varias opciones, un día caímos en casa de la tía Lola, la propietaria original de la vivienda”, recuerdan los arquitectos. Está en una pequeña agrupación de viviendas en Poble Nou. Tiene 235 m2 distribuidos entre la planta baja y el patio. También tiene dos andanas.
Antes de que se abriera a sus nuevos propietarios, el choque entre las eras del tiempo iba a protagonizar el proceso. La vida moderna en un lugar congelado. Una readaptación que paulatinamente se repite en infinidad de enclaves entre bancales. “Lo que antiguamente fue un paso para el carro con unas zonas donde alojar la cosecha y los animales, ahora se han de convertir en amplias zonas de estar. La clave está en alojar dentro de una edificación de estructura agrícola un programa de vivienda manteniendo la esencia constructiva de la edificación original, y al mismo tiempo potenciar la relación del interior con el exterior”, se dicen a sí mismos Orero y Gorrís.
Solucionado el frente con la escalera, su mayor preocupación pasaba por potenciar la relación del hogar con el entorno de huerta, estirar al máximo esa conexión. Lo hicieron aprovechando el porche que la casa ya tenía, con una gran parra que generaba ese mismo efecto bisagra. Porque una casa son también sus circunstancias, y por tanto el propio aspecto del hogar se transforma en parte con la evolución del campo a lo largo del año.
A pesar de ser una rehabilitación integral, apenas ha habido postizos. La carpintería de madera, tal y como era. Los portones del paso del carro, restaurados y emplazados. Los ladrillos originales de los muros, a la vista allá donde las condiciones lo permitían. “Se trata de sinceridad constructiva -siguen-, con materiales a la vista y al tacto, que responde de la función y del lugar, y esto es sinónimo de huerta”.
La casa puede verse desde fuera como si se tomara un catalejo que fuera haciéndonos llegar desde los huertos hasta el patio interior, en una especie de camuflaje que expresa la relación intrínseca entre la manera de cultivar y la manera de habitar.
“Creemos -explican sus autores- que es importante que la historia del lugar pase de unos a otros, en el patrimonio arquitectónico esto solamente se puede conseguir respetando la preexistencia (…) Es posible que convivan perfectamente las funciones residenciales con las propias agrícolas, con planteamientos respetuosos se pueden poner en valor ambas cosas y que convivan en armonía”.
La mezcolanza entre vidas urbanas en casa viejas en mitad de l’horta no hace sino intensificarse. Ellos mismos trabajan ahora en un proyecto bajo las mismas coordenadas, aunque de obra nueva. Sigue tratándose de la misma doble pregunta: cómo vivimos y cómo nos gustaría vivir. A veces las respuestas están cerca.