Somos una auténtica legión mundial los amantes del deporte. Me refiero a los que nos gustan todos o casi todos y somos fieles a cualquier campeonato del mundo o europeo que se nos ponga por delante, pero sobre todo a las olimpiadas. Es la mejor cita que se puede desear. En primer lugar porque te abstrae del tedio estival, y luego porque descubres de qué forma van evolucionando los deportes y sus normas cada cuatro años y la grandeza, progresión y renovación de los participantes.
Los juegos representan la auténtica cultura del esfuerzo: antes, durante y después. Ganar una medalla, o simplemente participar en una competición de ese nivel, debe ser lo máximo de esta vida para quienes aman el deporte y la superación, lo que conlleva una exigencia máxima.
Uno que ha practicado algunos deportes de cierta competencia y competitividad sabe, a su nivel, lo que es el vestuario de un equipo con objetivos a cumplir y la exigencia de un club que aspira a ganar ya que ha de justificar un presupuesto. También conoce lo que uno ha de dar a lo largo de los meses ya que a las puertas de esos clubes hay una legión de aspirantes que pueden quitarte el puesto. Es la sana competencia y supone un peso físico, pero al mismo tiempo emocional.
En mi caso, tuve la suerte de defender durante años la sección de un club como el Valencia CF cuando disponía de secciones deportivas. Allí coincidí con una veintena de juveniles y seniors a los que no conocía de nada pero con los que formaba equipo. Las exigencias eran notables a ese nivel para aquellos aprendices de élite ya que había que justificar sueldos del staff y la inversión que el club realizaba. La dedicación durante la semana en entrenamientos y los fines de semana en viajes y competición era máxima a nuestro nivel. Cuando subías de categoría para cubrir huecos algún fin de semana el esfuerzo era aún mayor. Jugar con los mayores era para mi generación cumplir un sueño y viajar mimado y arropado.
Así que multipliquen por cien mil o un millón y entenderán lo que debe de ser competir a niveles mundiales con una presión añadida tanto social, como mediática y política que ante todo reclama triunfos.
Pero la verdad es que estos Juegos Olímpicos no me están divirtiendo hasta ahora como esperaba. Y no porque los deportistas no hayan estado a la altura, que la sobrepasan, sino porque los estoy viendo sufrir física y, lo peor, mentalmente.
De hecho, he visto en las retransmisiones a demasiados deportistas llorando por el esfuerzo o el fracaso, abandonar canchas machacados, romperse y “ahogarse” a causa de la extrema exigencia, abandonar por depresión...
Y se me han quedado hasta grabadas la imagen de un ciclista que llegaba a meta después de seis horas de recorrido y sin oxígeno, pero sobre todo la frase de un tenista que se encaró al juez de pista y le reprochó que él seguirá jugando a su pesar, pero si moría (sic) por culpa de las condiciones climatológicas, ellos cargarían con su defunción.
Así que al mirar el teléfono y ver las condiciones del tiempo en Tokio me quedaba de piedra al comprobar que aquel chico -otra tenista había tenido que abandonar la pista en silla de ruedas a causa de un golpe de calor- estaba jugando a sol abierto a 31 grados y con una humedad del 73 por ciento, que se dice pronto.
Está muy bien eso de las olimpiadas desde el sillón, pero jugar con la capacidad humana sin público que compense al menos el esfuerzo individual es de locos. Lo llamaría esclavitud del deporte, dependencia de un negocio en el que se han convertido los deportes, un mero espectáculo en el que ya no importan la competición en sí sino las obligaciones comerciales o crematísticas de unos pocos/muchos que entienden esto del deporte como un simple negocio o un mero espectáculo.
Convertir las grandes citas deportivas en las que la resistencia humana se pone al límite para justificar inversiones, derechos televisivos, grandes inversiones públicas y las ganancias de federaciones supone cruzar una línea roja muy peligrosa. Es como vender mundiales de fútbol o altas competiciones en países donde lo demás está de sobra si tienes cash, aunque las mujeres no puedan entrar en los campos de juego, no entiendan nada de lo que están viendo y sólo se pueda acceder a un coqueto estadio si se disfruta de suficiente dinero para una entrada. Países cuyos estadios o instalaciones han sido levantadas con mano de obra barata traída de lugares subdesarrollados y no siempre con condiciones máximas de seguridad, lo que llamamos salud laboral en el denominado primer mundo.
Esa rifa mundial de competiciones de quijotes que luego convertimos en patriotas o anónimos, según su resultado, debería de estar prohibida por los comités deportivos si las condiciones atmosféricas no son las óptimas para aquellos que pasan años dando su vida y situando al límite su salud por alcanzar un reto.
Convertir el deporte de base en negocio es a lo máximo que podíamos llegar en una sociedad en la que ya sólo importa el dinero y la publicidad, hoy de marcas emergentes o sub marcas de una matriz. O carnet de identidad de sociedades que “unen” a base de medallas.
Espero continuar disfrutando del deporte durante las semanas que aún nos quedan de olimpiadas, pero de momento se han convertido algunos deportes en espectáculos aterradores en los que los que amamos el deporte y la superación estamos sufriendo más que disfrutando. A no ser que uno sea masoquista. Al parecer las grandes corporaciones, cadenas televisivas y federaciones mundiales están llenas de casos de este tipo. Todo sea por la pasta.
¿A eso le llaman patriotismo?