VALÈNCIA. En otra mañana lluviosa regreso al simulacro del teletrabajo. La vida es de los que mejor disimulan. Lo tengo claro. Todo sea para que me paguen una nómina hasta que se agoten los fondos.
La videoconferencia con mis compañeras de trabajo dura una hora y 49 minutos. Veo que están bien de salud, de lo cual me alegro. Lo demás es irrelevante.
A cien metros de la farmacia diviso una larga cola. Me coloco en el último lugar, detrás de un hombre con cara de malas pulgas. Una mujer me avisa a lo lejos: “Yo soy la última”. Se ha situado junto a la puerta. No entiendo por qué está ahí. He venido a comprar guantes porque se me están acabando, y gel desinfectante. No habrá ni de lo uno ni de lo otro. Al final me canso de esperar y me marcho.
El altavoz de un coche pregona el último bando de la alcaldesa nacionalista. Nos recuerda que hay mascarillas para los mayores de 65 años y las personas de riesgo. Se ha de acudir a las farmacias de forma escalonada. Pero no le hacen caso.
En casi mes y medio de arresto domiciliario no he conseguido hacerme con una mascarilla. Casi lo prefiero para que no me suceda como a los muchos sanitarios que les están haciendo test porque pueden haberse contagiado con las mascarillas que les proporcionó la autoridad incompetente.
La gestión del Gobierno pinocho es un desastre sin matices. Una chapuza antológica. También los han timado con una segunda partida de 640.000 test defectuosos, fabricados en China. Ahora el filosofo Illa y su equipo de expertísimos se han puesto farrucos con los asiáticos. Quieren que les devuelvan el dinero. A lo mejor se ponen a hacer pucheros para que los compadezcamos.
No tenemos Estado ni Gobierno que proteja nuestra salud. Si no te proteges tú, ellos no lo harán. El Estado eres tú (Luis XIV).
Los niños deben gozar de toda la protección para que ningún átomo de la realidad pueda corromper su inocencia
La noticia hilarante de hoy (nunca falta una noticia graciosa que las televisiones reservan para sus audiencias anestesiadas) es que el Consejo de Ministros había acordado que los menores de hasta 14 años pudiesen acompañar a sus papás a comprar al supermercado, o a hacer gestiones al banco de Ana Patricia o a cualquier otro. Pero horas después, debido al rechazo social, el mismo Gobierno, en otra de sus muchas rectificaciones, anunciaba que les permitiría salir a pasear.
En decisiones así se ve que nuestros gobernantes —tan injustamente calumniados en las últimas semanas— tienen corazón aunque no siempre acierten.
Los niños deben gozar de toda la protección para que ningún átomo de la realidad pueda corromper su inocencia. Hay que protegerles porque son el porvenir del mundo. Me alegro por esas criaturas; siento una envidia sana por todas ellas. Van a disfrutar de una libertad provisional que a otros súbditos nos está negada. Y, además, ya quisiera tener la intensa vida sexual de muchos de esos niños de 14 años.
Estos angelicos —lo presiento— son la salvación de lo que quede de España cuando alcancen la edad madura.
Conmigo estará de acuerdo la abuelita Celaá, ministra de Educación y Descanso, que quiere lo mejor para los pequeños: mucho juego, torrentes de emociones y nada de sacrificio y estudio. Los conocimientos son una rémora para esta vasca acaudalada y socialista de bien, que se ha mostrado conforme hoy con censurar todos los “mensajes negativos” que se interpreten como una crítica a su Gobierno calamidad.
Por una vez he alcanzado a entender sus palabras pues la señora Celaá se maneja en un lenguaje dadaísta que haría las delicias del difunto Tristan Tzara.
He vuelto a comprar en una tienda de ultramarinos. No me apetecía guardar cola en un supermercado. La dependienta estaba sola. He comprado tomates, mandarinas y tres latas de cerveza. Me olvidé de la lejía. Cerveza y lejía, dicen los entendidos, son los productos más comprados durante la reclusión.
Las televisiones se regodean con la noticia de la salida de los niños a la calle. Todo es color y alegría. No falta el video de un anciano que ha superado la enfermedad. Pero hoy ha vuelto a subir el número de fallecidos.
Después de comer, un conocido me llama para interesarse por mi salud. Lee mi diario y está preocupado. En su empresa, que tiene un carácter social, han pedido donativos a los trabajadores para adquirir comida y repartirla entre las familias necesitadas del barrio. “Hay gente que está pasando hambre”, me dice antes de despedirse.
Después de colgar he de contar hasta diez para no denunciar a mi conocido ante la Guardia Civil por propalar “bulos” contra la gestión del Gobierno. Es inadmisible que alguien se atreva a difundir estas mentiras. No hay hambre sino ganas de comer, o “estrés social” si se quiere, según la neolengua acuñada por el poder.
El hambre es cosa de la posguerra, fruto de la crueldad de Franco y de sus herederos actuales, representados por la terrible y malvada derecha.