Series y televisión

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'The Studio': qué bien lo pasamos cuando Hollywood se ríe de sí mismo

VALÈNCIA. En 1931, el escritor y periodista soviético Ilya Ehrenburg publicó en Berlín un ensayo sobre el mundo del cine titulado La fábrica de sueños, en el que, entre otras cosas, describe, desde un punto de vista socialista y, por lo tanto, crítico, la naciente industria de Hollywood. “Películas adormecedoras de la conciencia que embrutecían a millones de personas”, esto es, el cine como el nuevo opio del pueblo. Lo cierto es que, al margen de esa consideración negativa, el título hizo fortuna. Para esta escribiente, el concepto “fábrica de sueños” es la mejor definición de Hollywood que se ha hecho nunca: esa yuxtaposición de lo meramente funcional, economicista y prosaico, “fábrica”, con todo el inmenso campo semántico y metafórico que implica la palabra “sueños”. Un concepto, “fábrica de sueños” que también implica, quizá no del todo una contradicción, pero sí un conflicto en el que vive el cine desde su origen: entre lo material y lo espiritual, entre la economía y el arte, entre el dinero y el acto creativo, entre la producción y el símbolo. Eso es el cine: industria y arte, negocio y espectáculo. Y conciliar ambas esferas, inextricablemente unidas, es bien difícil. 
 


De esa dificultad y de todas las que surgen de fabricar sueños, para la gran pantalla o para la pequeña, se ha hecho eco la propia producción audiovisual desde siempre, desde Cautivos del mal (The Bad and the Beautiful, Vincente Minnelli, 1952) a Los viajes de Sullivan (Sullivan’s Travels, Preston Sturges, 1941) de Ed Wood (Tim Burton, 1994) a Fellini, ocho y medio (Otto e mezzo, Federico Fellini, 1963), de Barton Fink (Joel y Ethan Coen, 1991) a Competencia oficial (Gastón Duprat, Mariano Cohn, 2021), de Tropic Thunder (Ben Stiller, 2008) a El juego de Hollywood (The player, Robert Altman, 1992). Y las series: Entourage (Doug Ellin, 2004-2011), The comeback (Michael Patrick King y Lisa Kudrow, 2004 y 2014), Episodes (David Crane, Jeffrey Klarik, 2011-2017) o 30 Rock (Tina Fey, 2006-2013). 

Y este año ha llegado The Studio, creada por Seth Rogen, Evan Goldberg, Peter Huyck, Alex Gregory y Frida Perez. Una serie que, a través de las peripecias de Matt Remick (Seth Rogen), recién nombrado director de la productora cinematográfica Continental Studios, y su empeño por a) ser querido y respetado por todo el mundo y b) tener el éxito comercial que le exigen los dueños del estudio haciendo buen cine, hace un retrato ácido y muy divertido del Hollywood actual. Como es una sátira gamberra, veremos a Matt ir de acá para allá, inseguro y aterrado, de metedura de pata en metedura de pata, apagando fuegos ajenos o creándolos, siempre al borde del abismo y aprendiendo que hay cosas que no se pueden conciliar. 

Comienza la serie cuando le encomiendan hacer una película taquillera sobre la mascota de Kool-Aid, un refresco en polvo popular en Estados Unidos, porque si Barbie ha tenido éxito y nominaciones a los Oscar por qué esto no lo va a tener. El chiste funciona como premisa de partida, pero en realidad, es la excusa para hacer un retrato global de Hollywood, mostrando en cada uno de los diez capítulos, bastante autónomos y cerrados, y muy divertidos, una situación concreta: un rodaje, la celebración de los Globos de Oro, las reuniones para decidir el casting (descacharrante episodio), una fiesta en la Cine Com (como la Comic Con pero de cine), etc. 

Ritmo frenético, diálogos rápidos, cámara siempre en movimiento, largos planos secuencia (que no falten, aunque aquí está muy justificado su uso), música jazzística de percusión a veces deliberadamente insoportable, ruido, mucho ruido. Si se trataba de trasmitir la ansiedad, la inestabilidad y la urgencia permanente en la que vive Matt, su equipo y el resto de gente que por allí aparece, misión cumplida. Todo es vertiginoso, porque expresa el vértigo vital del protagonista y de toda una industria cambiante y volátil. 

Cierto que trata muchos temas, quizá clichés, que asociamos a Hollywood: los egos, la batalla por el poder, el arribismo, las envidias, las traiciones y puñaladas traperas, el caos, los excesos de todo tipo, la falta de piedad con el adversario, el poder del dinero, la frivolidad. Y esa imagen de un mundo de gente muy inestable haciendo locuras que, por ejemplo, explotaba brillantemente Babylon (Damien Chazelle, 2022). Pero está todo muy bien jugado para ofrecer tanto una defensa del cine y el entretenimiento en un mundo sin sentido, como una reflexión sobre el presente y el futuro de la propia industria y el papel de la creación artística. La visión más cercana a la serie es la estupenda película de Robert Altman que hemos citado antes, El juego de Hollywood, aunque The Studio es menos despiadada y cínica al mostrar sin tapujos un profundo y auténtico amor al cine. 

Por supuesto, está excelentemente interpretada, con un grupo de grandes actores y actrices, de esos capaces del mayor histrionismo sin perder la verosimilitud ni al personaje. Hablamos de intérpretes superdotados y todoterreno como Catherine O’Hara, Kathryn Hahn o Bryan Craston, impagable como el jefe máximo y artífice de una exhibición de humor físico en los últimos capítulos digno de premio. 

Y los cameos, claro. Porque, ¿qué sería de una sátira sobre Hollywood, hecha en Hollywood, sin los cameos? En realidad, son un arma de doble filo, vistosos, pero inútiles, si solo sirven para que el espectador se sienta feliz cuando reconoce a fulano o mengana pasando por allí y ya está. Afortunadamente, no es el caso. Martin Scorsese, Ron Howard, Adam Scott, Sarah Polley, Olivia Wilde o Zoe Kravitz, entre los muchos famosos que aparecen, tienen buenas y sustanciosas tramas, sea un gag o algo de mayor recorrido: se han unido a la fiesta para reírse de sí mismos y no tienen inconveniente en aparecer como ridículos, egoístas, tontos o cínicos, a la contra de la percepción que de ellos se tiene, en una línea parecida a la de Extras (2005-2007), la soberbia e inolvidable serie de Ricky Gervais. Y es que, aunque haya sátira, crítica y humor negro, también encontramos la autocomplaciencia habitual en este tipo de historias, una especie de declaración: así somos, es lo que hay, estamos locos y somos a veces insoportables, pero mira qué películas y series somos capaces de hacer solo para que tú seas un poco más feliz. Los sueños de la fábrica, en fin.

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