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Ruta de la Seda

València y Samarcanda: un hilo de seda entre dos mundos

La Ruta de la Seda conectó a ciudades que formaban parte de una red de intercambio de bienes, ideas y tecnologías que terminó siendo un puente cultural entre Asia y Europa. Es el caso de València y Samarcanda dos ciudades bien distintas que estuvieron unidas por la seda, símbolo de prosperidad, conocimiento y encuentro entre culturas.

  • Una mujer vestida de la época en conjunto arquitectónico de Registán, en Samarcanda
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València y Samarcanda son dos ciudades ubicadas en continentes diferentes, separadas por desiertos, mares y siglos de historia. A primera vista pueden pertenecer a mundos distintos, pero si se observa con detenimiento, entre ambas corrió, durante siglos, un mismo hilo: el de la seda. Una unión que se fraguó gracias a la Ruta de la Seda, que más allá del comercio de mercancías fue un puente cultural y un canal de comunicación entre diferentes civilizaciones. En ese entramado de caminos que unieron a Oriente y Occidente, Samarcanda (Uzbekistán) fue uno de los centros urbanos más importantes de la ruta comercial y desde sus bazares partían especias, telas y saberes que, con el tiempo, llegarían a València, ubicada al otro extremo de ese mundo interconectado, que florecía como ciudad mercantil. Han pasado algunos siglos de ese intercambio, pero las calles de ambas urbes comparten un alma tejida con los hilos de la seda.

El conocimiento técnico y comercio de la seda se expandió por la Ruta de la Seda, una red de rutas comerciales que surgieron en China en el s. II a. C, extendiéndose por el continente asiático hasta llegar al Mediterráneo. A València llegó gracias a los musulmanes, pero no se conformó con recibirla, aprendió a producirla. Fue en el actual barrio de El Pilar —antiguamente denominado Velluters, significa artesanos de la seda—, que durante el siglo XV se erigió como el centro neurálgico de la sericicultura valenciana. En sus estrechas calles el sonido seco del batán era constante, el olor a tintes naturales el perfume del barrio y el color impregnaba telas y viviendas de quienes se dedicaban a ese oficio.

  • Museo y Colegio del Arte Mayor de la Seda. -

València, volcada en el arte de la seda

La vida giraba entorno a la tela, el terciopelo y los brocados. La seda era símbolo de riqueza, poder y elegancia. Tal fue la importancia de la industria sedera que en 1760 el número de telares alcanzaba los cinco mil y más de veinticinco mil personas trabajaban alrededor de la seda, ya fuera como agricultores, tintoreros, bordadores o comerciantes. Incluso las casas se adaptaron como espacio de vida y trabajo de muchas familias. En el patio interior, hilos teñidos colgaban al sol y los gusanos crecían en canastillas; en la planta baja el telar manual ocupaba gran parte de la estancia, y en el piso superior se ubicaban las estancias donde la familia hacía vida. La seda era un modo de vida que pasaba de generación en generación.

Ese legado se advierte en las tiendas dedicadas a la fabricación de trajes de fallera, zaragüell, torrentí u otros complementos. Un arte que durante las Fallas llena las calles de València y de su provincia, haciendo aún más presente su rica historia. Además, museos y casas hoy abren las puertas a aquel periodo de esplendor. Es el caso de la casa-taller de José Luis March, el único taller de la ciudad que ha mantenido en su esencia todas las características de un obrador de tradición artesanal familiar y gremial. También en el Palau Tamarit, la antigua fábrica de terciopelo donde residió una de las dinastías más importantes de maestros sederos y empresarios del siglo XVIII, que exportaban seda a las colonias españolas. Un legado que no se entendería sin la visita al Colegio del Arte Mayor de la Seda —alberga el Museo de la Seda—, un edificio de estilo barroco que albergó a la institución que regulaba el oficio y producción de tejidos en València y que hoy en día custodia el archivo gremial más antiguo y amplio de Europa.

  • Indumentaria fallera. -

En el barrio de Velluters se hacía arte con la seda y en la Lonja de los Mercaderes, bajo ese techo abovedado sostenido por columnas helicoidales, se comercializaba seda en rama (cruda, sin hilar), seda hilada y terciopelos, tafetanes, damascos, rasos, brocados… Con un apretón de manos en aquella Sala de Contratación se vendía la seda valenciana al Mediterráneo entero. En aquella época València era un próspero puerto en el que llegaban especias, tejidos, azúcar y cerámicas. Y entre todo aquello, llegaba esa seda que provenía de Asia y que gracias al arte de los sederos más tarde vestía a nobles y burgueses.

Samarcanda, el punto de encuentro

Una seda que llevaba los ecos de Samarcanda, una ciudad que fue un cruce de caminos por el cual pasaban las caravanas de camellos, cargadas con fardos de seda y otras mercancías, que atravesaban vastas distancias, cruzando montañas y desiertos. Al principio compraban los rollos de seda fina que venían de China, pero pronto adoptó la sericultura y los artesanos locales desarrollaron técnicas propias de hilado y bordado. Así, los tejidos de seda de Samarcanda fueron valorados por el uso de tintes naturales (índigo, granada, azafrán, nuez), el uso de colores intensos y brillantes y sus diseños florales, geométricos e islámicos. Desde allí, las mercancías viajaban hacia Persia, Anatolia y el mundo árabe, y, a través de intermediarios, alcanzaban Europa.

  • Puestos de ropa ubicados a pie de calle. -

Samarcanda, al igual que Bujará y Jiva, era una parada esencial en la Ruta de la Seda. Sus calles, hoy repletas de puestos callejeros, llevan hasta aquel trasiego de caravanas que existió, al igual que la delicadeza de las telas expuestas, el brillo de los trabajos de orfebrería, los aromas a especias y el bullicio incesante. Es imposible no quedarse eclipsado por edificios que hacían las funciones de faro, además de las puramente religiosas. Es el caso de Registán, la plaza principal, que deslumbra gracias a sus tres madrasas (escuelas islámicas) y sus cúpulas azules. Sin lugar a dudas, su arquitectura ha quedado impregnada de la riqueza de aquella ruta que también intercambió mercancías ideas, religiones, estilos artísticos y conocimientos científicos.

Hoy las calles de Samarcanda respiran los mismos aires de grandeza que tuvo en el pasado y en el bazar de Siab, el más grande de toda Asia Central —tiene cinco hectáreas—, se advierte la ciudad de intercambio que fue. De hecho, este mercado formó parte de la Ruta de la Seda y hoy sigue siendo un auténtico tapiz de historia, cultura y comercio. En sus puestos abundan los productos agrícolas, frutos secos, dulces y panes, pero también los de artesanía. El bullicio es constante y el regateo también. No es difícil imaginar que esos productos seguirán viajando a otros continentes, incluso a València. Aunque esta vez lo harán por medios aéreos en vez de terrestres o marítimos.

  • Plaza de Registán, el centro neurálgico de Samarcanda. -

Así, Samarcanda representaba el centro oriental de producción e intercambio de bienes de lujo mientras que València actuaba como nodo receptor y transformador en el extremo occidental. No hubo una línea directa entre ambas, pero los hilos de la seda hicieron que dos civilizaciones coincidieran y que hoy sigan estrechando lazos. Hoy la Ruta de la Seda permite deshacer el camino para descubrir un pasado donde el comercio no se hacía a golpe de clic y permitía el intercambio de saberes.

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