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Aquella semana en la que David Foster Wallace se camufló en un crucero de lujo

Es un buen momento para recuperar la ácida y divertidísima crónica que el profesor y escritor norteamericano publicó a mediados de los años noventa contando su experiencia como turista de rebaño

VALÈNCIA. Estamos a bordo de una especie de pastel de boda flotante que se desplaza muy lentamente por el mar, describiendo el mismo circuito una y otra vez (de forma, digámoslo así, algo psicótica). Cuando se aproxima a algún puerto, lo hace con gran pompa y dramatismo escénico. Las dimensiones de este gran buque, que en realidad no va a ninguna parte, son monstruosas e imposibles de eludir para cualquier ser humano, ave o animal acuático.

 

Después de atracar en cada destino, el abdomen del megacrucero se abre en una gigantesca cesárea y vomita centenares de personitas, que descienden a tierra en fila india, con sus pantalones cortos, sus gorritas, sus mochilas y sus zapatillas cómodas para patear sin percances. Se disponen a disfrutar de una excursión express que les proporcionará un conocimiento ligero, pero suficientemente satisfactorio, de la historia, la gastronomía y la artesanía local de una ciudad que sustituirán por otra en cuestión de horas. Una vez estén suficientemente barnizados de cultura, regresarán sin demora al barco con tiempo suficiente para ducharse, ponerse guapos y proseguir con la verdadera experiencia del viaje, que consiste en consumir. El concepto en si da mucho que pensar…

 

En 1995, mucho antes de que las palabras “huella de carbono” o “calentamiento global” entraran en el torrente sanguíneo de nuestro vocabulario, y mucho antes también de que los efectos negativos del turismo de masas en el medioambiente y en la vida de los habitantes de las ciudades se sometiera al escrutinio público que hoy conocemos, David Foster Wallace (1962-2008) se embarcó en uno crucero de lujo de siete noches por el Caribe a bordo del Nadir, un barco de 47.255 toneladas con capacidad para más de 4.000 personas. Camuflado entre el pasaje como turista soltero, su misión consistía en sumergirse en el ambiente y escribir una crónica con sus impresiones. Se trataba de un encargo de la revista Harper’s, que fue publicado originalmente en 1996 y convertido posteriormente en un pequeño libro que en España se puede encontrar en la colección de bolsillo de Penguin Random House bajo el título de Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer.

 

Siguiendo los pasos de otro gran escritor, Mark Twain, que relató en Guía para viajeros inocentes (Ediciones del viento, 2009) su experiencia navegando durante un año en el Quaker City desde Nueva York a Tierra Santa en 1867, en el que fue uno de los primeros viajes organizados de la historia, Foster Wallace también aplicó su irónica narrativa observacional al género de los cuadernos de bitácora. Lo hizo con la mirada nueva de quien nunca antes ha pisado un barco, ni ha bailado la conga, ni está acostumbrado a compartir mesa y mantel con matrimonios de avanzada edad o niños consentidos. Escribe también desde el desconcierto y el sentimiento de culpabilidad que le provoca verse agasajado de forma constante y casi marcial por camareros, personal de limpieza y profesionales de servicio en general.

 

Foster Wallace llega al Nadir con el recuerdo de "Vacaciones en el mar (Love Boat). Esta popular serie televisiva, emitida en Estados Unidos entre 1977 y 1986, era una comedia familiar cuyos protagonistas eran los tripulantes de un crucero de lujo. En su crónica, el escritor estadounidense también se interesa especialmente por los trabajadores del barco, un contingente de más de mil recepcionistas, camareros, chefs y mayordomos cuyas “sonrisas profesionales” se encienden “como un interruptor” cuando se cruzan con un pasajero por el pasillo, para retomar su semblante inexpresivo y hastiado en cuanto se cree a salvo de miradas ajenas.

 

Los transatlánticos como el Titanic o el Normandie eran igualmente opulentos y elitistas, nos dice en una de sus notas al pie, pero al menos sus desplazamientos entre Europa y América tenían algún otro propósito, como transportar mercancías o permitir la emigración antes del auge de la aviación comercial.

 

Vacío existencial

 

 

Cabe la posibilidad de que durante esta vivencia naútica el autor norteamericano estuviese todavía revisando las galeradas de su gran obra maestra, La broma infinita, publicada al año siguiente y considerada como una de las novelas esenciales para comprender la obsesión de la sociedad contemporánea con el entretenimiento y la relación de ésta con la adicción y el vacío existencial. Algo de todo esto parece decantarse en las reflexiones que Foster Wallace realiza en esta divertidísima crónica de 153 páginas, que se lee en una patada y es una buenísima opción de lectura estival. “Hay algo insoportablemente triste en los cruceros de lujo masivos. Como la mayoría de las cosas insoportablemente tristes, resulta increíblemente elusivo y complejo en sus causas y simple en sus efectos: a bordo del Nadir -sobre todo de noche, con toda la diversión organizada, la amabilidad y el ruido del jolgorio- me sentí desesperar”.

 

El escritor hace notar el consenso implícito que se da en los megacruceros turísticos modernos: la tripulación fingirá que se siente realizada sirviendo a los pasajeros, y estos a su vez participarán dócilmente y con gran alborozo en la multitud de actividades de entretenimiento organizadas por la naviera para no dejarles ninguna otra opción más que la de divertirse mucho, todo el rato.

 

El relato de Foster Wallace sigue completamente vigente tres décadas después. El programa de actividades supuestamente divertidas en cualquier megacrucero apenas ha cambiado, y deja patente la compleja tarea de diseñar una programación que contente a todos los segmentos del pasaje: tanto a los clientes geriátricos como a los infantes; tanto a los ricos del Yacht Club como al pueblo llano que solo se ha podido permitir un camarote interior en la cubierta menos lustrosa del barco. Nos guste o no, hay que entender que buscar el mínimo común denominador nos obliga siempre a descender a la cota cero, y ese es un lugar en el que los musicales verbeneros de West Side Story se funden sin solución de continuidad con fiestas temáticas flower-power y cenas de gala cuyo principal reclamo es hacerse una foto (pagada) con el capitán.

 

“La opción de la diversión dura promete no tanto trascender el miedo a la muerte como ahogarlo”, observa con brillantez Foster Wallace. El entretenimiento, muchas veces, no es más que una huida hacia adelante.

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