El bar Montblanc es uno de esos centros de reunión que a la hora del almuerzo está en plena ebullición. Da la sensación de que es un lugar que vive a salvo de turistas ocasionales. Los parroquianos vienen de Canyamelar, del Cabanyal, del Grao… Gente de Poblats Marítims que sabe que el Montblanc es lo que es y que allí pueden estar a salvo de ‘foodies’ y modas pasajeras. De esa cocina no salen baos ni canelones de pollo a l’ast con trufa que no es trufa. Amparo María nos ha sentado a una mesa para que su discurso sobre la clótxina no sea solo teórico. La última clotxinera de València quiere que nos manchemos los dedos con un buen plato de los moluscos que ella vende cada fin de semana en la calle José Benlliure.
Amparín, una mujer muy jovial y muy sonriente, llega y pide a los camareros, a quienes llama por su nombre, que le lleven una copa de vino blanco con unas clótxinas, sepia con mayonesa y ensaladilla, los valores seguros del Montblanc. Son las diez y media de la mañana y parece agradecer este parón en su jornada laboral. Aunque no pasan ni diez minutos antes de que se escuchen unas gaviotas graznar dentro de su bolso. Es la melodía de su teléfono móvil. Un empleado del vivero donde cría las clótxinas le explica que hay mucha mar y no pueden cargar el producto.

- Foto: KIKE TABERNER
Esta mujer trabaja en la clótxina y como estibadora del puerto. La venta de este producto marinero comienza el 1 de mayo y acaba a principios o mediados de agosto. Los cuatro meses sin erre. El principio siempre coincide. El final depende de la rapidez con que haya despachado una producción que oscila entre las 14 y las 20 toneladas, y la temperatura del agua. “En agosto ya es demasiado alta. El otro día el agua estaba a 28,1º. Mi vivero está en la Chitá, que tiene ese nombre porque el perfil parece una mujer acostada. Antes era una isla donde iban los pescadores. Muchos iban en una golondrina que anunciaba las paradas: la Chitá, el rompeolas… A nosotros nos viene de familia. Mi padre, Paco María, empezó de muy jovencito. Eran tres hermanos y una hermana y trabajaban desde chiquillos para amo. Mi abuelo también era estibador, pero no era como ahora: no se ganaba tanto”.
Después de trabajar para otros, su padre y sus tíos compraron los suyos. “Al final mis hermanos dejaron el que llevaban, el 23, y ahora ya solo nos queda el 2, el original que teníamos nosotros. Ese se volvió a hacer en 1995 pero la escritura del vivero data de 1896. Yo he llegado a trabajar en ese vivero original. Era muy cuco, muy pequeñito. Era una barcaza de las que iban desde los barcos hasta el muelle para descargar. Cuando dejaron de usarse, las cogíamos y las convertíamos en un vivero. Cuando lo desguazamos era el vivero más antiguo de València”.

- Foto: KIKE TABERNER
Los María son tres hermanos, pero solo Amparín sigue dedicándose a la clótxina. “Es lo que he hecho siempre. Yo no entiendo mi vida sin hacer esto. Mi abuela Asunción ya vendía clótxinas en la escalerita que hay al lado de mi puesto, en el número 60 de José Benlliure. Mi abuela estaba arriba y tiraba los sacos con las clótxinas por una rampa hasta un mostrador donde estaban las pesas de una balanza que yo aún he llegado a utilizar. Allí, cuando no había espacio, se sacaba una silla a la calle. La gente empezó a relacionar la silla con que había clótxina. Mucha gente dice que va a ‘Germans Maria’, pero también hay mucha otra que dice “Vaig a la cadireta”.
Amparín empezó a trabajar en las pescaderías de la familia con 14 años. A ella le gustaba estudiar y, de los tres hermanos, era la que mejor se le daba. Su madre, Amparo, cogió el testigo de la iaia Asunción con su hija y hoy, con 88 años, le gusta estar en la trastienda viendo quién entra y quién sale. “Lo controla todo. A mi padre lo perdí cuando tenía 58 años por una cáncer derivado de la estiba”. Ella es feliz con su trabajo. “A mí me gusta el mostrador. Me ha gustado desde niña”. Su madre nació en el Cabanyal, su padre en Canyamelar y ella en el Grao. Aunque Amparín es ‘canyamelera’ de adopción.
Su vida transcurre también en el puerto, donde trabaja como estibadora desde 2007, a cargo de una grúa, y con la cría de la clótxina, que se planta en octubre, en cuanto bajan las temperaturas, y empieza a recogerse en mayo. Cuando llega la Semana Santa se viste de samaritana en la Hermandad del Santo Sepulcro. “Mi hermano Fernando y yo somos los que bajamos al Cristo después del entierro en la plaza del Rosario. En el mundo laboral somos conocidos como María, pero en la Semana Santa, como Casaus, el apellido de mi madre”.

- Foto: KIKE TABERNER
Amparín solo abre el puesto de las clótxinas sábados, domingos y festivos. Como hacía su abuela. Antes levantaban la persiana a las ocho, pero en la pandemia la gente empezó a ir más temprano y la costumbre se quedó. Ahora, si se le han pegado las sábanas y han dado las siete sin abrir, los clientes le gritan desde la puerta: “Amparín, estic ací baix!”. “Es que me conoce todo el mundo. Tengo clientes de fuera porque el boca a boca funciona muy bien, pero la mayoría son del barrio. Atiendo a muchos que son los nietos de antiguos clientes. A mí, tanto aquí como en la estiba, me conocen como Amparín, la clotxinera”. El puesto no cierra hasta las tres, aunque si se acaba el género antes, pues cierra más pronto. La clientela sabe que allí solo se despacha producto fresco. La clótxina se recoge la víspera, se lleva a la depuradora y se vende al día siguiente. Ahora ya empieza a calcular hasta cuándo. Todo dependerá del tiempo, de si suben más aún las temperaturas y se echa a perder la clótxina que le queda. “En junio, en cuestión de días, subió de 22º a 26º. El año pasado llegamos a 30º y 31º. Eso te hace polvo”.
Además del puesto de la calle José Benlliure, Amparín le vende mucho género a bares y restaurantes de toda València. “Desde Montblanc y bares de toda la vida, a gente importante en la restauración como Casa Montaña, La Sastrería, Llisa Negra, La Ferrera…”. Amparín baja un poco el tono para contar que en muchos bares “hacen trampas” y recurre a una expresión para explicar que no todos venden clótxina de València: “Es negre? Botifarra”. La frase parece ambigua, pero para ella es definitoria. “Hay gente que sabe diferenciar el sabor y gente que no”.
El tamaño te lo dice todo. Este año son especialmente pequeñas, pero tienen mucha molla y mucho sabor. La forma también te da pistas porque es más ovaladita. El sabor a mar tan intenso. La de fuera no tiene este sabor. Yo lo noto mucho, pero, claro, yo me dedico a esto”.

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Esta temporada ha sido excelente. La clótxina tiene mucho sabor. Al menos el plato que ya está vacío en el Montblanc lo tenía. Un sabor potente que deja un gran regusto en la boca. A Amparín solo le gusta este molusco de València y se declara detractora del mejillón. “No sabe igual. No sabe a mar porque se cría en la ría, entre agua dulce y salada. A mí no me gusta”. Su palabra tiene valor. Amparín es, junto a un chico que vende clótxinas en una parada del Mercado del Cabanyal, la única que se dedica a la cría y a la venta. “Los demás revenden lo que producimos otros. En total, son 22 viveros”.
Lo único que le borra la sonrisa a Amparín es el futuro del oficio. “Detrás de mí no hay nadie. Yo no tengo hijos”. La clotxinera lamenta que no haya nadie que siga sacando la silla a la acera cada sábado y cada domingo de mayo a agosto. Aunque ella no se rinde, como el Coyote que lleva en la camiseta y que no se cansa de perseguir a Correcaminos. “Es bonito, pero es un oficio pesado. La gente tiene que entender que esto son cosechas. Como los melones y las sandías. Y un año salen mejores y otros, peores”.

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Amparín se limpia las manos con unas servilletas de papel. Muchos clientes han acabado de almorzar y han vuelto a sus trabajos. Tiene cara de satisfacción porque han gustado mucho sus clótxinas. Ella insiste que este producto con tanto sabor a mar no necesita demasiado adornos: ajo, limón y aceite de oliva. “Aquí le han puesto pimienta. Yo no le pongo. No me hace falta”. Con pimienta o sin, las clótixnas eran especiales. Ha sido un buen año. De repente, suenan de nuevo las gaviotas del teléfono. Antes de contestar se despide: “Me tengo que ir. Ya sabes dónde encontrarme”. Y entonces se levanta y se va.