El chef Sebastian Bras ha renunciado a sus estrellas Michelin y ha sido noticia por ello. No quería seguir cocinando en una olla a presión, estaba harto de los focos y ha devuelto la distinción, lo que le ha llevado a aparecer en todos los medios del mundo
Al margen de la involuntaria paradoja, parece que las estrellas Michelin no siempre marcan el camino del éxito en el firmamento, a veces también pinchan.
Hay antecedentes: Fredrik Dhooghe no quiso someterse a la dictadura de la expectativa que generaba aparecer en la guía, que si esa arruga en el mantel no es propia de un Michelin (que por otra parte es un neumático gordo y lleno de pliegues, no se nos olvide) que si esa vajilla no tiene el glamour suficiente (recordemos que la guía se creó en 1900 por si pinchabas y tenías que parar a echarle algo al cuerpo). El chef anhelaba, en sus propias palabras, poder servir un pollo asado sin que le dijeran que no es digno de un estrella Michelin.
Ahí me tocó la fibra, porque ¿quién no tiene recuerdos lúbricos (bucalmente hablando) de esos pollos cruelmente ensartados girando lentamente en el infierno, dorándose con una entrega y jugosidad infinitas?
En 2005, Alain Senderens anunció que estaba harto de florituras y guirindolas y se quitaba de esto de las estrellas. Trataron de convencerle sin resultado. Que ni Michelin ni michelón, replicó como una clásica madre cabreada (en traducción libre).
La chef Jo Bussels hizo lo propio al considerar que lo que empezó como una bendición, se había convertido en una maldición. “Este verano, una señora me llamo para pedirme permiso para que su marido viniera en pantalón corto al restaurante porque había sufrido una accidente. No quiero recibir este tipo de llamadas”, suplicaba.
El restaurante Donatella, en un pueblecito del Piamonte, devolvió su estrella para poder volver a dar de comer a su clientela de toda la vida, a la gente de los alrededores, a la que la parafernalia y la subida de precios michelineras había espantado (es como si plantan unas vías del AVE que parten tu pueblo en dos y se te hace difícil ir a ver a la Paca, que vive a solo cien metros).
Pero no hace falta cruzar las fronteras para encontrar a un intrépido renegador de estrellas. Julio Biosca, de Casa Julio en Fontanars dels Aforins, harto de no dormir y de que su público de siempre no aceptara los cambios, “las raciones al centro”, pedían, devolvió la prestigiosa distinción cuatro años después de haberla recibido.
Cuando imagino a un chef devolviendo una estrella, no puedo evitar ver a John Wayne, arrancándose la insignia de sheriff de la camisa de vaquero y depositándola con firmeza sobre la barra, levantando polvo. No pienso matar ni morir más por ella.
La verdad es que siempre me ha fascinado la gente que renuncia a los premios.
Me acuerdo de Sartre que rechazó el Nobel argumentando que un escritor debe competir con sus propios medios, es decir sólo con la palabra escrita. Se negaba a convertirse en una institución. “No es lo mismo firmar Jean Paul Sartre que Jean Paul Sartre, Premio Nobel de literatura”, aseguró. Y creo son palabras muy razonables porque yo cada vez que veo a Vargas Llosa, aunque aparezca vestido con el traje típico peruano y chorreándole el jugo de un anticucho por la barbilla, al lado de la impertérrita Isabel, le veo cara de institución, con una mirada sueca con trasfondo de posteridad. Y un pie de foto que dice: Nobel de literatura haciendo cosas humanas, del pueblo llano.
Antológica fue la renuncia de Marlon Brando a su Oscar, con mensaje reivindicativo incluido. Otros actores simplemente se negaron a recoger la estatuilla porque la gala les pilló en mal momento. Como a Geroges C. Scott, que estaba viendo un partido de hockey, a John Ford que estaba pescando, o a Katherine Hepburn, en plenas vacaciones por Europa. Cuatro veces en plenas vacaciones por Europa. ¿Lunes? ¿Justo el día que quedo con mis colegas para tocar el clarinete?, protestó Woody Allen.
Els Joglars renunciaron al Premio Nacional de teatro en 1994, el abuelito gruñón Marías rechazó el Nacional de Narrativa en 2012, y Colita el de fotografía en 2014.
Está bien aceptar una estrella y está bien devolverla. Está bien aceptar un premio y quedarte con la pasta, está bien aceptarlo y donar el dinero a una buena causa. Está bien rechazarlo. O alargar la respuesta hasta la exasperación como hizo Dylan, como hago yo cuando me encargan algo que no me apetece pero me pagan.
Está bien aceptar un Nobel y no ser complaciente, como Pamuk en su discurso: “Escribo porque puede que así comprenda la razón por la que estoy tan, pero tan enfadado con ustedes, con todos ustedes”.
Está todo bien. En realidad, sólo uno conoce las coordenadas exactas de su propio éxito que probablemente no disten mucho de las del fracaso.