VALÈNCIA. El cuerpo de un bailarín debe estar siempre en constante movimiento, al igual que las manos -y en según qué casos la boca- de un músico virtuoso. Dicen los propios bailarines que cuando dejan de ensayar notan que su cuerpo se paraliza, se oxida, que necesitan ponerlo en marcha al igual que necesitan respirar. A pesar de poder gozar de vacaciones, como todo el mundo, ellos tienen que encontrar un espacio para practicar frente al espejo, una forma de no parar y seguir entrenando constantemente. En respuesta al parón del verano nace el Campus Internacional Valencia Danza, creado en colaboración con la Asociación de Arte y Danza del Mediterráneo y la Fundación Hortensia Herrero. En este se busca que los bailarines se puedan mantener en activo y “ponerse en forma” durante el mes de agosto, durante dos semanas de trabajo intenso en la que tocan desde las técnicas de danza artísticas hasta las de coreografía, con grandes coreógrafos de renombre internacional y codeándose de bailarines de todos los niveles.
El campus, que ya va por su XIV edición, se celebra del 14 al 25 de agosto en el complejo deportivo de La Petxina, un espacio que se adapta por completo para los jóvenes bailarines. Una melodía de piano resuena a lo largo y ancho del complejo deportivo, y siguiendo las notas musicales como si fueran migas de pan se llega a una sala donde se congrega un grupo hasta de cincuenta bailarines que ensayan con caras de felicidad y algún que otro tropiezo. Gema Casino, directora del Campus, se acerca a las clases para comprobar que todo va bien, que las tarimas no resbalan, que el cableado del piano está en orden y que los bailarines están contentos.
Su trabajo es clave para que este espacio se transforme en el hogar de los bailarines durante el verano, en un entorno cerrado en el que se crea una gran familia de la danza: “Se cruza gente de todos sitios, Madrid, Barcelona, Portugal y de todo tipos de niveles. Ellos durante el año tienen una formación muy marcada y dirigida por sus maestros y en sus escuelas, aquí lo que pueden hacer es aprender nuevas técnicas y aprender de sus compañeros”, explica la directora.
En las clases, cada una guiada por un coreógrafo y pianista diferente, los bailarines tienen la oportunidad de practicar coreografías de los más grandes, como Nacho Duato. Julia Burguera es una de las quince valencianas becadas por la Fundación Hortensia Herrero para formar parte del Campus, este es su primer año y ha entrado en el nivel dos. Ve este campus como la oportunidad para aprender mucho de sí misma como bailarina, lejos de una atención tan personalizada como tendría en sus clases a lo largo del año: “He aprendido mucho de la danza en sí. Aquí me observo mucho a mi misma, no tengo un profesor que me esté corrigiendo los movimientos todo el rato, sino que tengo que observarme individualmente y corregirme”. Aunque confiesa que es un mes “muy cansado” aprende mucho de los coreógrafos especializados y de sus compañeros de todo el mundo, algunos de ellos, como el valenciano Santiago Salles, becados hasta en la Ópera de París.
Casino supervisa las clases desde fuera e identifica todo tipo de perfiles, desde bailarines que acaban de llegar al Campus hasta premios de danza que danzan a lo largo y ancho de todo el mundo. Todos ellos tienen la necesidad de seguir en activo durante todo el año, y en el Campus encuentran un lugar donde hacerlo, sin tener que pausar su formación. Alejandro Rodríguez trabaja en el mismo nivel que Julia, ambos valencianos y becados por la Fundación, este es su tercer año pero confiesa que cada año ve cómo el Campus coge más forma y como mejora él mismo como bailarín. Lo que más le emociona es aprender coreografías nuevas cada vez y contar con pianistas diferentes en cada clase. También le gusta cruzarse con caras conocidas año tras año, no perder el contacto con los “repetidores” del Campus y hacer piña.
Fotos: JESÚS VALLINAS
“Lo bueno es que hay compañeros de muchos conservatorios diferentes, y de muchos sitios del mundo. Aprendo mucho de ellos, tienen estilos y formaciones diferentes a la nuestra y eso se nota”. A lo largo de tres años ha avanzado entre niveles y contempla que la organización ha mejorado muchísimo, hasta el punto de poder acoger cada vez más y más bailarines, y traer cada vez mejores coreógrafos. Que repita es buena señal, no querría parar de bailar en verano y perder su progreso: “Creamos un buen grupo y nos juntamos con otros bailarines de valencia. Tocamos desde baile clásico hasta las más pequeñas técnicas para mejorar, es algo que durante el año igual se pasa de largo y ahora en conjunto trabajamos”.
Julia admite que aprende tanto de la observación de los compañeros como de la suya propia, además de poder trabajar con gente muy diferente dentro de un mismo nivel: “Había hecho otros cursillos, pero no hablábamos mucho entre los bailarines, aquí creamos un grupo en el que entre nosotros nos aconsejamos que hacer con mucho cariño”, explica la joven bailarina. Dentro del campus caben todos los pianistas con sus estilos, diferentes profesoras y técnicas que enriquecen todo y le dan forma. Gema admite que al ser tantos bailarines a la vez obliga a que estos hagan más introspección, algo que les conviene mucho ya que durante el año suelen estar totalmente tutelados: “Se tienen que mirar al espejo y mirar a sus compañeros. Cuando llegan al campus se cruzan con caras nuevas de su edad y vienen con una voluntad directa de aprender”.
Además a la hora de introducirse en este nuevo espacio sienten como si todo fuera nuevo para ellos: “Ellos quieren venir y bailar, todo les parece nuevo y lo viven como una especie de campamento en el que tocan las técnicas y donde se sienten liberados, además de ponerse en forma. Se rodean de gente muy interesante con la que si no fuera por esto no coincidirían”. Una nota de piano marca el final de la clase, los bailarines sudorosos se miran entre ellos buscando gestos de complicidad. El coreógrafo les felicita y no sabe distinguir si el sudor brota por exaltación o por calor, en ambos casos es resultado de un buen trabajo.
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