VALÈNCIA. Juntos o separados, ‘ciencia’ e ‘innovación’ son, y han sido siempre, un binomio achuchable en política, autóctona y europea, tanto como los apelativos ‘verde’ y ‘sostenible’. Hasta Benidorm, la perla del turismo low cost mediterráneo, se promueve como “sostenible, inclusiva e inteligente”, ni que captaran talento para centros de investigación en vez de garantizar tumbona y aparcamiento como bonificación a consumir en la ciudad. Desde el púlpito parlamentario, la ciencia reverbera como la sustancia de las políticas públicas, la misma que dan el pollo y el conejo a la paella, aunque desde los laboratorios (experimentales y sociales) se sabe, y se sufre, que no deja de ser un mero adorno cual rama de romero. Aquí la gran pregunta, el mayor reto, es si los tiempos de la Covid-19 van a empujar hacia el auténtico cambio, pasar de jarrón chino a bólido en el ecosistema industrial, cuando la única salida a una pandemia ha de pasar necesariamente por la investigación.
De momento, la cosa se queda en el terreno de los discursos y homenajes. Valga uno de los titulares que dejó el Seminari de Govern-Tardor 2020, la reunión del Botànic en Ayora, en las tierras olvidadas y peladas de la Nebraska valenciana, en boca del Molt Honorable, Ximo Puig: “La vía valenciana para combatir la pandemia es la del diálogo y el respeto a la ciencia, a los sanitarios y sanitarias, y a todas las personas que han trabajado en todos los ámbitos para hacer frente al virus”, un reconocimiento que celebra, no sin razón, los números de la pandemia en la Comunitat Valenciana, que la dejan como la autonomía con menor incidencia de la enfermedad y por debajo de Francia, Países Bajos, Bélgica y Reino Unido.
No hay duda, los problemas de calado se solventan con ciencia e innovación. Ya lo decía en mayo Andrés García Reche, vicepresidente ejecutivo de la Agència Valenciana de la Innovació, gran tuitero y mejor profesor, y autor de Qué hacer con el modelo productivo. Guía básica para gobernantes audaces (Tirant Lo Blanch, 2020), un libro altamente recomendable para políticos y civiles locales --ya se sabe, cada ciudadano llevamos un gobernante potencial en nuestro interior: “La sociedad se da cuenta en estos momentos de manera trágica que la ciencia, la innovación y el conocimiento es el valor más importante que tiene una sociedad”.
Lo afirmaba en estas páginas en una entrevista concedida a Estefanía Pastor, recordando que, frente a los países europeos que invierten un 4% de su PIB en I+D, en España solo se dedica el 1,2%. El experto traducía los números en palabras. “A esta sociedad --léase, parlamentarios y empresarios-- jamás le ha interesado la ciencia y la tecnología, aunque en la calle es muy valorada”. Nuestro futuro, decía García Reche y suscribe servidora, depende de eso. Sin tener esa premisa clara, la pretendida trasferencia de conocimiento, eso de que la investigación cale y vertebre el tejido productivo, se queda en agua de cerrajas o borrajas (el mismo resultado da): dedicarnos a embastar componentes de fuera y consumir (pagar) los avances tecnológicos y sanitarios de otros.
Desde el inicio de la crisis del coronavirus, no dejan de ser contradictorias las continuas demandas de auxilio que se reivindican a la ciencia desde sectores que jamás expresaron el mínimo interés por las personas que investigan, y menos por las precarias y maltrechas condiciones en las que lo intentan hacer. Esas voces que reclaman la vacuna y tratamientos anti Covid-19, cuando hablan de científicos, ¿en qué ciencia piensan? ¿En la de Oxford? ¿En la de Harvard? ¿En Alemania? ¿En China? ¿O están mirando al Instituto de Investigación Sanitaria (IIS) La Fe --si es que lo ubican en el mapa? Si es en la ciencia local, entiéndase por valenciana y española, pónganse a temblar. Echen un vistazo a este esquema sobre el trabajo de la investigación que ofrecía la cuenta de Científico en España. Y no porque carezcamos de materia gris. No, el problema no es la falta de capacidad y posibilidad de grandes logros en todos los ámbitos del conocimiento.
Para quienes padecen y quienes seguimos la actualidad de los innumerables recortes presupuestarios en investigación, todavía humea aquel demoledor informe que publicó en 2017 --y que apenas ha perdido vigencia-- la Confederación de Sociedades Científicas de España (COSCE), en el que denunciaba que desde el año 2009 hasta 2017 el sistema nacional de ciencia había perdido 20.000 millones de euros públicos por los recortes practicados por los gobiernos del Partido Popular, bajo la excusa de la(s) crisis. Para cubrir el déficit, los expertos de la COSCE ya apuntaban que no había otra salida que subir un 5% la partida para investigación y ciencia durante los próximos años. ¿La tendencia? Solo basta fijarse en la cifra 2,11% que se propone acariciar, ¡en 2027!, la Estrategia Española de Ciencia, Tecnología e Innovación, presentada a principios de septiembre por el discreto ministro de Ciencia, Pedro Duque, en una de sus pocas apariciones relevantes durante la pandemia. Y la cosa por Europa no pinta mejor.
Pero la sangría en ciencia no conmociona a nuestra sociedad como el azote que ha recibido el turismo. Por eso resulta muy oportuno el debate en redes que ha desencadenado este tuit del bioquímico y divulgador (y gran tuitero también) de Dénia J.M. Mulet esta semana: “Ojalá cada vez que recortan el presupuesto en ciencia y mucha gente se queda en la calle por falta de financiación, tuviéramos tanto eco en los medios como lo ha tenido la hostelería durante esta crisis”. En el mensaje no hay que leer en absoluto un rechazo a la hostelería. Muchos científicos y profesores universitarios como el autor proceden de familias que han vivido, o han estado vinculadas, del turismo de sol y playa para sostener la economía doméstica y dar formación a sus hijos.
La lectura es la denuncia social de una realidad palpable y humillante, la que impide que las personas formadas, y en formación, tengan que seguir haciendo las maletas para encontrar unas condiciones dignas de trabajo --recordemos, importando a otros países el talento de carreras sufragadas aquí--, situación a la que nuestra sociedad persiste autista, por mucho que reclame a la ciencia la vacuna para controlar la propagación del coronavirus. Si la insensibilidad hacia los problemas de los investigadores se debe más a la falta de cultura científica de los políticos o a la falta de cultura política de los científicos, prometo abordarlo en otro capítulo, pero no se pierdan el tuit del ambientólogo Pablo Rodríguez Ros y las contestaciones al mismo. Unos y otros, política y ciencia, tomen nota, por favor.
Con todo, migrar para seguir trabajando no es el peor de los escenarios. No olvidemos a los otros tantos investigadores que tiran la toalla y se reconvierten en lo que el mercado busca. Ya lo dice el chiste: “Un investigador alemán, uno francés, uno inglés y uno español están en un bar. Y va el español y pregunta: ¿qué tomarán los señores?”. Todavía nos queda Benidorm, pero no siempre.