Comentaba el otro día en su muro Sabina Urraca que una empresa de esas que llevan comida a domicilio mediante esclavos sobre ruedas le había escrito un mail para promocionar una nueva idea de marketing. Decía así:
Te escribo para contarte que, aprovechando la cifra de que casi 5 millones de personas comen o cenan solos habitualmente, la empresa X (no necesita que aquí le hagamos publicidad) ha creado una original y cómoda Playlist que, en lugar de canciones, contiene todo tipo de sonidos: un bebé llorando, gente riendo a carcajadas… Así, el que pida comida a domicilio no se sentirá avergonzado cuando el repartidor llame a su puerta”.
A esto hemos llegado: a que nos vendan la vergüenza de la soledad y a la vez el remedio para ocultarla ante quienes nos la quieren vender.
No sabe una si le dan ganas de llorar como un bebé o de reír a carcajadas por la ocurrencia. Y todo le suena enlatado. Por no hablar del deplorable empleo de los adjetivos ¿original y cómoda una Playlist? Esto debería estar sancionado por ley.
Sabina califica esta idea que a los creativos les habrá resultado “una pasada” y “divertidísima y fresca” como coger una croqueta y rebozarla bien rebozada en mierda.
No sé si se puede explicar mejor.
Vergüenza de la soledad, vergüenza de la pobreza, esta temporada se lleva la vergüenza casual, algo disimulada.
Mientras el relator de la ONU avisa de que ha visto lugares en España que no creeríais, peores que un campo de refugiados, y que más la mitad de la población no llega a fin de mes, nosotros seguimos a lo nuestro, empeñados en maquillar nuestras vergüenzas, en seguir al pie de la letra las delirantes instrucciones del creativo de turno.
No compartimos piso, no porque no nos dé para vivir solos, sino porque hacemos Co-living, no nos quedamos en casa el fin de semana por no tener un clavo sino por hacer Nesting, no somos autónomos mataos, que es que nos gusta el Coworking. No compramos comida a punto de caducar porque no nos llega para otra cosa, es que estamos salvando el planeta.
La pobreza se ha vuelto chic y algunos diseñadores se inspiran ya en los sintecho para crear sus colecciones, en un doble tirabuzón del absurdo: uno es pobre, lo oculta, y a la vez paga por vestir como un pobre pero de marca, por disfrazarse de lo que es para no parecer que en el fondo lo es. O algo así.
Se privatiza la culpa. Pero tú no dejes de comprar.
Vivimos tiempos locuelos, no me lo negarás.
El otro día, Ramón, un alumno del taller, nos contaba que desde que se había jubilado se permitía el lujo de no comprar. Desde que no iba a trabajar se sentía liberado de tener que comprar cosas. Me encantó la idea.
Ese mismo espíritu de indiferencia ante las dementes urgencias de la actualidad es el que he encontrado en los diarios de Iñaki Uriarte, una espuma de los días que leo estas semanas con pasión.
He llegado tarde a estos diarios -hasta a un after llego yo tarde- porque hace años que me venían hablando de ellos. Aunque tarde es un tiempo estupendo para llegar a las cosas, pasada ya la euforia de los fans y el histrionismo de los detractores, uno lee sin más.
Iñaki, entre otras muchas cosas, habla de cosas nimias y trascendentes como el comer:
“Por fin una respuesta adecuada a esa pregunta tan estúpida que hacen algunos en los restaurantes: «¿Es fresca la merluza?». «Sí, no te jode», contestó el camarero”.
He aprendido que la parte más sabrosa del pollo es el ala derecha. Así lo cuenta:
“Recuerdo a Gabino, casero de Ochandiano y compañero de celda, cuando explicó que lo más rico del pollo era el alita derecha. Recuerdo mis carcajadas. Evoqué durante años lo que solo me pareció la excentricidad de un maniático. Hasta que un día, no sé en qué novela, tal vez de Dickens, leí que la parte más sabrosa del pollo es el ala derecha, porque está pegada al hígado”.
He disfrutado de uno de mis temas favoritos, las últimas palabras de la gente antes de morir:
“Ni el «¡Más luz!», de Goethe, ni el «Está bien», de Kant, fueron esa especie de últimos mensajes trascendentales que se ha querido ver en ellos. Lo que pedía Goethe era que corrieran un poco la cortina de la ventana de su habitación. El «Está bien» de Kant fue un simple balbuceo de aprobación ante el caldito que acababan de acercarle a los labios. Así lo contaron los asistentes.
A otros, en cambio, les sorprendió de cualquier manera: «Doctor, ¿no cree que habrá sido el salchichón?» fueron las últimas palabras del poeta Paul Claudel.”
Unas páginas, las de Iñaki, donde resuena algo parecido a la verdad, la más original y cómoda de las Playlist, tan lejos de esas estrategias de marketing para ocultar las miserias.
Y es que uno de los valores de la literatura es poder acceder a la propia vida, yo hasta que no escribo sobre algo, no sé exactamente lo que pienso al respecto. Hasta que no anoto por ejemplo lo que he comido a lo largo del día, no me doy cuenta de la dieta que llevo.
La conclusión es que siempre como más de lo que creo.
La conclusión es que la literatura hace crecer la vida.