VALÈNCIA. Miguel Ángel nació en Pamplona, se enganchó a la heroína y acabó en la cárcel. Al salir, se vino a València y se casó. Ana, su mujer, murió y ahora vive en la calle para no renunciar a Luna, su perra.
Miguel Ángel arranca la monda de una naranja con las manos. Luego la va desgajando y se la come con una parsimonia que llama la atención. Despacito. Ahora medio gajo, luego otro medio. Como si quisiera que le cundiese. Y cuando habla, no come. Por educación. Está sentado en el suelo con las piernas replegadas y las rodillas altas. De su cuerpo, un pellejo que se intuye bajo una camiseta azul de Ponche Caballero, nace, como una quinta extremidad, una correa que llega hasta el ancho cuello de Luna, una perra de aspecto fiero que, sin embargo, descansa tumbada en la acera como un bebé. Las máquinas, de vez en cuando, causan un ruido molesto que durará lo que dure la peatonalización de la Plaza del Ayuntamiento. Pero el bullicio es la vida para Miguel Ángel, que ha penado durante semanas en su rincón de la plaza solitaria, un poco antes de llegar a la calle San Vicente, porque no había un alma por la calle. Y sin gente, no caen las monedas en el vaso que coloca delante de un carro de la compra naranja y un cartón donde ha escrito con trazo grueso su plegaria: "Por favor necesitamos su ayuda para comer y dormir bajo techo. Muchas gracias".
Miguel Ángel pasa allí todas las mañanas sentado pacientemente entre una oficina de la Agencia Tributaria y una pared repleta de carteles que anuncian festejos para las Fallas 2020. Pero en la plaza no hubo Fallas ni festejos y ahora, por las tardes, solo pasan padres acompañados de niños que corretean subidos en pequeños patinetes mientras miran a este hombre y su perra. Los padres, de reojo; los niños, de frente. Miguel Ángel solo va por las tardes si por la mañana no ha recaudado lo suficiente. Apenas diez o quince euros. Algunos días veinte. Si reúne ese dinero por la mañana, ya no vuelve por la tarde y, entonces, coge a Luna y se la lleva a correr y a jugar al río. Al final del día se marchan tranquilamente hacia la plaza Vicente Iborra, en el cogollo del Carmen, para pasar un rato con los amigos. Están un rato de cháchara hasta que llega el momento de recogerse y meterse en un portal del barrio chino donde los vecinos le permiten colarse cada noche para que, en un rinconcito, junto a los contadores de la luz y el agua, él y Luna puedan dormir a cubierto.
Y así todos los días. Todos los santos días. Puede parecer pura rutina, pero no lo es. "Cada día tengo el reto de sobrevivir", lanza sin querer dejarte sin habla. Pero te deja. Salvo que, de repente, una mañana, una buena racha de monedas o un billete deslizado sutilmente por un conocido en su mano le permita darse el mayor lujo que se permite: dormir en un hostal o en una pensión. "Esta es mi vida, no me puedo quejar", afirma Miguel Ángel, quien se conforma con lo mínimo, que ya no le pide a la vida nada más que la compañía de su perra, no pasar más hambre del que ha asumido, un techo y un rato de risas y rock and roll con los colegas mientras los chuchos se olfatean en la plaza.
Eso y no volver a recaer.
Porque este es el final de una historia de 52 años, pero detrás hay mucho sufrimiento, mucha miseria y mucha soledad. Y todo, o casi todo, por culpa de la heroína.
Miguel Ángel en realidad es de Pamplona. Es el tercer hijo de un camarero y la dependienta de una pastelería. Unos padres a los que apenas cató porque a él lo criaron los abuelos, primero, y después la calle, a la que entregó su vida cuando se dejó arrastrar por un hermano yonqui. El 'jaco' tomó las riendas y del mismo modo que ahora pasa el día en la calle para conseguir lo suficiente para vivir, entonces pasaba el día en la calle para conseguir dinero con el que llenar la otra cuchara... Esta vida gris se fue enredando de tal forma que Miguel Ángel acabó dando palos en las cajas de ahorro. Atracos en Pamplona, en Basauri, en Vitoria. Hasta que le echaron el guante. Entonces pasó de meterse heroína en la calle a meterse heroína en el trullo.
La mayor parte del tiempo estuvo recluido en la prisión de Nanclares de la Oca, en Álava, pero también pasó algún periodo en Basauri y en Pamplona. "Allí pasé buenos ratos y otros no tan buenos. Haces amistades y les coges cariño, pero la droga es algo muy malo allí dentro". Después de trece años, la libertad. Que está bien pero hay que adaptarse. “Porque cuando sales de allí todo ha cambiado. Lo que más me extrañó fueron los coches. Claro, yo llevaba trece años andando por el patio de la cárcel sin preocuparme por nada más, y el primer día iba yo a lo mío y no me atropelló un coche de milagro. Me pegó un pitido y me dio un susto... Y luego también me costó el trato con la gente. Allí dentro todo es desconfianza, recelos y al salir has perdido la costumbre de confiar en la gente, de que te traten sin ningún interés".
Estando en Nanclares, murieron sus padres. Su hermano se perdió. Y su hermana pasó de él. "No la culpo, aunque es egoísta", dice después de pensárselo. Así que estaba libre pero solo. Entonces una trabajadora social le habló del Casal de la Pau, lo subió a su coche y se lo llevó a València. "Se hicieron cargo de mí y empecé a vivir". Allí conoció a Ana, que también venía de la cárcel. "Por robar y por líos de drogas, lo de siempre", explica de carrerilla. Se enamoraron y decidieron casarse. No hubo banquetes ni invitados. Luna de miel ni puñados de arroz. Entraron al juzgado y lo formalizaron. "Fue solo por el gusto de casarnos". Sus pequeños lujos, como el tiempo que pudo tener una habitación en la pensión Alborada, en la plaza Correo Viejo, por cien euros al mes. "Me dejaban estar con la perrica y todo, pero la cerraron y con Luna no te dejan entrar en los albergues ni en ningún sitio, así que me vi en la calle. No me gusta pedir pero no quería volver a robar. Eso no".
Miguel Ángel se aferra a su boxer porque es lo único que le queda. Ana ya murió. "Tuvo un edema pulmonar. Era asmática y fumaba mucho...". Le queda el recuerdo de los diez felices años que pasaron juntos y un tatuaje, el único que tiene a la vista, en la cara interna del antebrazo. ANI. "La echo mucho de menos, la verdad. Lo pasamos muy bien juntos. Fueron los mejores años de mi vida". Así que no piensa renunciar a la perra por una cama. Un amigo se la llevó a la pensión cuando tenía un mes porque no tenía tiempo para cuidar de ella. "Entonces se llamaba Nuna, en italiano, creo, pero no sé qué significa y prefería llamarla Luna, que no cambia mucho pero que al menos yo lo entiendo". Luna tiene un año y ocho meses, todos los papeles en regla y no da problemas. Salvo que alguien amenace a su compañero. Entonces se pone brava. Él, a cambio, lleva todo el día su colchón para dormir dentro del carro que va siempre con él. Y cuida de ella.
Ya lleva dos años en su sitio fijo en la plaza. Aunque el tiempo, difuminado entre tantos días iguales, se vuelva algo confuso. "¿Estamos en 2020?", pregunta a mitad conversación. Los vecinos les conocen y ayudan en lo que pueden. Hoy le han sacado agua a Luna y un brik de leche para él. También le han llevado una sudadera. Y la naranja que sigue comiéndose media hora después. Cuando los días duros del confinamiento, cuando el vaso siempre estaba vacío, hubo una vecina que cada mañana le bajaba un café con leche y unas galletas. Una señora pasó otro día y le dejó un sobre con cien euros dentro. "La gente es buena", exclama sin vacilación. Lo mismo piensa de la policía. "Dos o tres me hicieron levantarme e irme de aquí, pero la mayoría sabe que no doy problemas y que no podía estar todo el día metido en un portal al lado de los contadores, y me dejaban estar".
Hoy ha comido un bocadillo de jamón de york y la naranja que estira y estira. "A la noche ya veremos. Hoy, mal vamos. Pero, bueno, ahí nos reunimos los amigos y el día que no tiene uno, tiene el otro. Sin comer no te quedas".
Miguel Ángel habla y mira fijamente con unos ojos verdes que han visto de todo. Lleva una mascarilla negra colgando por debajo de la boca y la cabeza rapada deja a la vista algunas cicatrices. "Son de la perrica, que le gusta jugar y como tiene las uñas largas pues me araña".
Da la sensación de que las peores cicatrices son las que no se ven.
Su sitio es su sitio. Pero hay gente tan miserable que codicia lo del que no tiene. Entonces se sacude la bondad y saca los colmillos. "Alguna bronca he tenido. Si se llevan mi móvil, no tiene ni cámara de fotos, pero me dejan incomunicado. Y si me quitan estas zapatillas, me quedo descalzo. Es muy triste robarle al que nada tiene. Aunque el problema viene cuando alguien te quiere tirar de donde estás o ponerse al lado para aprovecharse de que la gente te conoce y te da. Entonces, el más chulo, campeón. O te pones borde o te pisan".
El navarro no se busca más complicaciones. Superar cada día, conseguir algo de comer para él y para Luna, y de vuelta a los contadores. Y mañana, más. "No pienso más lejos. No creo que vayan a llegar días más fáciles que estos. Igual mejora algo, pero no creo que me cambie mucho la suerte. En julio cumpliré 53 y no creo que vayan a ser ni mejores ni peores que los 52. Yo ya firmo con seguir así porque estoy tranquilo, no le debo nada a nadie ni tengo problemas con la justicia. No pido más. ¿Para qué? Ademas, no me gusta hacerme ilusiones porque luego te llevas un chasco. Yo voy viviendo los días y no tengo ilusión por nada más". No se la puede permitir. Se conforma con cobrar la pensión, "395 euros que se lleva el banco nada más llegar", recaudar unas monedas cada mañana, soltar a Luna en el río por la tarde y acabar el día con los amigos en la plaza Vicente Iborra. Allí le pide a su colega el punky que bajé un poco el pistón y ponga rock and roll auténtico. "Porque a mí, como buen navarro, me gusta el rock. Y yo creo que nos ven allí, cantando y bailando, y hasta hay gente que nos tiene envidia al vernos felices y tranquilos. Hay lo que hay y no hay más".
Cuenta esto, sonríe feliz y se le estira el cuello. De ahí cuelga una cadena con una pequeña placa plateada donde pone que es diabético. Y al lado, un colgantito, un elefante con la trompa levantada.
-¿Y eso, Miguel Ángel?
-No sé, dicen que da suerte.