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la nave de los locos / OPINIÓN

Nos haremos anarquistas

En la pandemia el Estado se ha demostrado tan eficaz para limitar derechos como torpe para salvar vidas. La desconfianza hacia ese Estado, que ha dejado morir a miles de compatriotas, nos aboca a algunos simpatizar con el anarquismo en su versión pacífica

7/09/2020 - 

En una entrevista publicada en agosto, Rafa Nadal afirmaba: “Nos están radicalizando”. El tenista, al que le llovieron cascotes en el encierro por preferir la vieja a la nueva normalidad, no aclaraba quién nos radicalizaba. Como es prudente, prefiere no señalar. Yo, que soy todo lo contrario, temerario por naturaleza, sí apunto al Gobierno y a sus aliados, responsables de abonar el campo de la confrontación. Favorecidos por la peste china, no han dejado de cavar trincheras desde que alcanzaron el poder, y ahí siguen empeñados en resucitar las momias del pasado. 

Cuanto más hablan de moderación, más crispados estamos; cuanto más apelan a la unidad, más divididos salimos. Divides y vencerás, viaja máxima latina; divide a la oposición y te garantizarás una larga permanencia en el poder. 

Cuando un Gobierno te ignora, te miente, se ríe de ti y de los muertos; cuando ese Gobierno ha ocupado el Estado por la puerta trasera y se lo reparte como un botín; cuando la propaganda lo pudre todo, el ciudadano se siente inerme en este país del ‘sálvese quien pueda’. Su afán diario se limita a sobrevivir y defenderse de los golpes  de los de arriba. A veces esto conduce a una radicalidad ideológica en épocas terribles como la presente. 

Volver a los felices años treinta

Lleva razón Rafa Nadal cuando asegura que nos están radicalizando. Quien era de centro ahora es de derechas y quien era de derechas puede ser hoy un ultra. Lo mismo sucede en el campo de la izquierda. Así avanzamos, poco a poco, al clima prebélico de los felices años treinta. 

No soy ajeno a ese proceso de radicalización, más visible en las redes fecales que en la calle, donde parece que la gente es menos anormal. El motivo de mi radicalidad proviene de la amarga y reciente constatación de que el Estado contemporáneo es un enemigo con un poder formidable gracias a la tecnología. Esto no es exclusivo de España sino de todos los países occidentales. Pero aquí reviste tintes más sombríos. 

Bajo una apariencia democrática, el Estado español es como un padrastro autoritario que nos prohíbe salir de casa e incumple sus obligaciones mínimas. Como se vio en el encierro, es tan eficaz pisando los derechos individuales como torpe en la prestación de servicios básicos como la sanidad.  

¿Qué Estado del bienestar? 

A plena luz del día buscas con una linterna dónde está ese Estado del bienestar del que presumen los políticos, y no lo encuentras por ninguna parte. Si tienes dudas, llama a la Seguridad Social. Por el contrario, hallas numerosas pruebas de un Estado cleptómano que te cruje a impuestos para sostener sus costosas estructuras políticas. Trabajamos cuatro o cinco meses gratis para un Leviatán que no deja de engordar, en manos de una partida de filibusteros que sólo velan por sus intereses. 

El Estado restringe libertades, esquilma a sus súbditos, invade la vida privada e intenta moldear las mentes de las futuras generaciones

Este Estado restringe libertades, esquilma a sus súbditos, espía la vida privada e intenta moldear las mentes de las futuras generaciones a través de una enseñanza que ha renunciado a la transmisión de los conocimientos y que está al servicio de un proyecto de ingeniería social.  

Y cuando llegan mal dadas este Estado se despreocupa de tu suerte y te deja morir como un perro. 

Cuando por fin te has dado cuenta de esto, de que el Estado es tu enemigo, empiezas a sentir simpatía por un cierto tipo de anarquismo, aquel que lo combate sin arrojar bombas sobre un Borbón ni quema iglesias una tarde de agosto del 36. Uno ha leído vagamente sobre personajes como Mateo Morral, Buenaventura Durruti, Ángel Pestaña y la arpía de Federica Montseny. Por ahí tengo algún libro de Koprotkin, cubierto de polvo y olvido. Los anarquistas siempre me resultaron más simpáticos que los comunistas. El anarquismo ha prendido en los pueblos mediterráneos; el comunismo es una cosa siniestra, entre judía y asiática. 

Un anarquismo pacífico y cristiano 

Mi anarquismo, en una fase todavía adolescente, se acerca al espiritual del conde Tolstói, pacífico y cristiano, conocedor de sus límites porque no puede derribar al estado (así, con minúscula inicial) pero sí a darle patadas en las espinillas. Es un anarquismo que practica la resistencia pasiva y combate las mentiras oficiales con un cinismo escurridizo. Un anarquismo dentro un orden, con freno de mano, tratándose de mí, que era un conservador sin entrañas. 

Periodistas como yo fueron anarquistas. Azorín y Julio Camba no son malos modelos para imitar, ciertamente. Ellos hicieron el camino inverso al mío: de sus ideas juveniles incendiarias pasaron a defender un conservadurismo acomodaticio en el franquismo. 

Cada uno escoge su camino, empujado por su circunstancia. Ahora estoy haciendo mis pinitos como anarquista. Quién lo iba a decir. ¡A la vejez viruelas! Es lo que tiene cumplir años, que no sabemos por dónde nos llevará la vida.

Foto: EDUARDO MANZANA

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