VALÈNCIA. En los últimos veranos ha cobrado fortuna el deseo de convertir el acto de salir ‘a la fresca’ en Patrimonio de la Humanidad. Comenzó, fundamentalmente, en 2021 desde el pueblo gaditano de Algar. “Al fresco, con la UNESCO”, proclamaron, todo un diez en ingenio y gracia, casi al nivel de ‘a tope con la COPE’. Con la llegada de la temporada, cada año se suman nuevas voces que traen el reclamo de patrimonializar un acto, pura superioridad mediterránea, que conecta con lo más atávico de nuestra sociedad, a pie de calle.
Y claro que lo merece. Eso y todos los premios del mundo, dada su función terapéutica que ha permitido, entre sillas, consolidar relaciones, desahogar problemas, confraternizar a la vecindad. También emancipar a tantas mujeres que encontraron, en ese corro, un momento íntimo. Desde los pueblos de Cádiz a las comarcas valencianas hasta llegar a unos cuantos barrios del cogollo de València.
Pero es inevitable pensar que esta alabanza generalizada al hecho cultural de estar a la fresca, no es más que un señuelo. La corteza, la superficialidad. El quedarse con la anécdota. Si tan beneficioso es, si tanto nos define, ¿por qué no ponernos a asegurar su pervivencia?, ¿por qué no hacer posible que las generaciones que no son las de nuestros mayores puedan tener la opción?, ¿por qué no garantizar, en aquellos barrios donde es logísticamente sencillo, que siga ocurriendo en lugar de eliminar cualquier posibilidad de pervivencia en el tiempo?
Estar a la fresca, salir a la fresca, echarse a la fresca, no es una anécdota ni un tipismo que despacharse con unas cuantas chanzas. Es urbanismo, es sociología y, por tanto, es política: una manera de concebir la ocupación del territorio por parte de la población.
Por eso, que el fenómeno se encare desde el deseo de hacer de la práctica un reclamo, recuerda demasiado al uso sobado de otros talismanes: como adquirir al mejor postor el sello de ciudad de los 15 minutos en el mismo momento que una parte relevante de la vecindad debía alejarse por pura presión inmobiliaria, alargando sus tiempos hasta la extenuación. No basta con la publicidad, es política urbana.

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- Foto: PANCH
Si queremos que salir a la fresca sea, en muchos de nuestros barrios y pueblos, un hecho propio, que beneficia en cuanto que aporta calidad de vida real y teje relaciones sólidas entre cercanos, deberemos hacerlo viable. Por el contrario, transformar barrios en áreas especializadas para personas de paso, ahuyenta cualquier capacidad para hacer converger a vecinos formando corrillo. El tránsito puede ser más rentable a corto plazo, pero son los vecinos, la estabilidad, la permanencia, quien crea una mínima red; justo esa idea de ciudad mediterránea que simboliza un verano a la fresca.
No es gratuito que cuando se plantean los alegatos a favor de prácticas que mejoran nuestra manera de estar en la ciudad, se haga desde esa melancolía que crea souvenirs con nuestra propia identidad. Como si estar a la fresca nos definiera pero de una manera tan lateral que no hiciese falta luchar por ello. Como si la permanencia vecinal fuera un rasgo romántico de nuestras viejas urbes mediterráneas, algo que solo sirve para revisitarlo como quien reza al santo una vez al año.
Si el experto en turismo Marco d’Eramo habla de “embalsamar” como la acción que mejor define la conversión de localidades bellas en ciudades Patrimonio de la Humanidad, algo parecido es lo que buscamos al celebrar prácticas muy nuestras mientras, con total indolencia, las dejamos caer. Es la obsesión por crear reclamos identitarios a partir de nuestros diferenciales urbanos y, en paralelo, verlos derribarse. Ya sea vivir en barrios con una extensa red de servicios o ya sea poder tener la capacidad para espontáneamente sacar una sillas a la calle a tomar el fresco.
No es la imagen de ver a unas iaias reunidas a pie de ciudad lo que nos debería fascinar. Es todo lo que hay detrás de esa imagen: un equilibrio inmobiliario que permite que puedan estar ahí; una permanencia en el tiempo que posibilita que se cotidianicen en las relaciones personales; unos principios arquitectónicos que dejan que las calles respiren. La cultura propia del vivir no se garantiza romantizando el color sepia, si no legislando.
En la portada del último disco de Bad Bunny las protagonistas no son las sillas que se ven, sino todo lo que provoca que esas sillas estén vacías. ¿A la fresca patrimonio de la humanidad? El mejor patrimonio es garantizar la humanidad local.
