VALÈNCIA. La falla de la Plaza del Ayuntamiento de València pocas veces es una expresión gratuita. Por su ubicación, su representatividad, su relación (directa) con el poder del momento, es siempre la manifestación de un clima, un posicionamiento. Incluso cuando la voluntad es la de no posicionar, la de no manifestar. Especialmente en esos momentos. La que ardió este pasado miércoles, Fauna fallera, prometía “volver al origen de la esencia de las fallas”. En el subtexto, la necesidad por tanto de volver a lo perdido, de regresar a un tiempo auténtico que había sido sustraído.
A pesar de no parecerlo, a pesar de estar atrincherada detrás de entrañables escenas animales, la falla del 2025 ha contenido una munición política de primer orden. Porque su mensaje no estaba en lo que se veía, sino en todo aquello que se manifestaba sin verse. Cuando aparecieron las primeras fotografías del cuerpo íntegro de la falla, tal que una ecografía donde el bebé adquiere su forma, múltiples comentarios aquí y allá incidieron en una misma intención: “esto sí es una falla”, “por fin una falla como la de siempre”. Como reflejaba el manifiesto oficial, el regreso “al origen”. Los comentarios recordaban a aquella escena fundacional de Bob Dylan en el festival Newport de música folk (un instante recuperado en la película A Complete Unknown). El 25 de julio de 1965, Dylan volvía por tercera vez a Newport y, como en las otras ocasiones, su público esperaba ‘lo de siempre’. Pero quien apareció fue un Dylan de chupa negra y guitarra eléctrica. Alguien distinto. El rock traicionando la tradición. Ya no solo una guitarra acústica y un clásico. Una parte del público abucheó el concierto, los reproches continuaron durante meses. Muchos de sus seguidores no querían nada nuevo, no querían que aquel joven desgarbado se tomara el derecho a evolucionar. Latía un miedo a la novedad y al cambio. Dylan siguió. Y siguió y siguió. El público terminó por acostumbrarse a que el origen es un punto cardinal, no un lastre en el que permanecer por siempre.

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No hay que renunciar, a partir de las Fallas, a este mismo debate. Ni desdeñarlas por el complejo de creer que es una fiesta popular y por tanto no lo suficientemente sofisticada como para explicar fenómenos sociales. Es ese debate el que forma parte de la tensión inherente al componente artístico de las Fallas: por eso son un instrumento que ayuda a canalizar debates incómodos en el seno de nuestras comunidades. Su amplitud y transversalidad las convierte en un termómetro de primer orden.
En el terreno de lo artístico el debate está tan inflamado que, desde el trumpismo hasta las formas variopintas de derecha alternativa, la reivindicación de ‘lo clásico’ frente ‘a lo nuevo’ se ha convertido en argumentario central. La orden de Trump para que los edificios federales estén consagrados al estilo neoclásico, y no a supuestos estilos modernos, es el signo de un tiempo. Un pensamiento que encaja, como un guante, en la propuesta de la falla municipal de 2025: lo bonito, lo de siempre, lo de antes.

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Sólo hay un problema: es un pensamiento que miente. No hay realismo en que la falla del kilómetro cero de València se ajuste a un preciosismo canónico e inofensivo. Es una fabricación argumental que sirve para reivindicar un pasado inexistente.
El artista Manolo Martín señalaba estos días, en el podcast Triste Content, lo siguiente: “me da bastante pena que ha habido fallas, no solo estos años inmediatamente anteriores, sino en los ochenta y antes, que fueron más adelante de lo que estamos viendo ahora. La (falla) del Ayuntamiento no tiene la competencia de luchar por un premio. És una lástima que entre tantas fallas la falla municipal no pueda aportar otro tipo de fallas…”. Sus palabras tienen en estos momentos cerca de 150.000 visualizaciones.

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Un repaso rápido al historial de las fallas municipales hace viajar desde La Fontana de Trevi (Pallardó Latorre, 1957), a Ahí queda això (Martín López, 1966), de Perquè el foc només siga un espill (Martín López, 1987) a La Llibertat (Luna Cerveró, 1973), por poner solo ejemplos rápidos y remotos en el tiempo, para comprobar que no, no hay un “lo de siempre”, no hay “una vuelta al origen”. Porque el origen y lo de siempre ha estado en ir un poco más allá, no caer en la complacencia, asomarse a otras expresiones e ideas. Y por tanto, también, encontrar monumentos reactivos a ese cambio.
La mirada estética a un mundo anterior que nunca existió es un rentismo simulado. Sirve para proyectar un imaginario asociado a unos cánones inamovibles. Pero la falla, la del Ayuntamiento, es precisamente el reflejo de una ciudad en constante movimiento, con un instinto que le hace saber que solo a partir de ponerse en duda es capaz de adaptarse a cada era. Cuando elige no moverse, apuesta por no evolucionar, por repetirse hasta dejar de significar nada. Una criogenización fruto del miedo. Es una falla, pero es mucho más que eso.

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