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Bitácora de un mundo reinventado / OPINIÓN

Los cerebros de ahora y las historias de antes

24/12/2021 - 

Me siento en una banqueta mientras mi hija se deleita maquillándome. Aplica el rímel con buen pulso, se pelea con el perfilador: soy su muñeca, su campo de pruebas. La cosa, me digo, no termina en este gesto. Hace tiempo que me siento su posesión y se me hace difícil entender a los padres que aseguran que los hijos son suyos. Admito que ninguno de los dos extremos parece muy sano. Me revuelvo en la banqueta, parpadeo y me gano una riña blanda por la pequeña catástrofe que he provocado con el eyeliner.

Estos días en que la luz se ha puesto tan cara y el tiempo se ha puesto tan rápido, quizá los jóvenes se hayan puesto idiotas. Me resisto a creerlo, pero hay quien asegura que será la primera generación menos inteligente que sus padres, ¿cuánta culpa tenemos nosotros? Chavales incapacitados para el mundo de lo lento, de lo profundo, del dolor o del arte. Marian Rojas, la psiquiatra autora de Cómo hacer que te pasen cosas buenas, describe en una de sus charlas cómo sus pequeños cerebros, bañados en descargas de dopamina con cada notificación de su móvil, quedan mutilados, infradesarrollados. Sus córtex prefrontales parecen inmaduros, incapaces de activarse por estímulos complejos. Sus córtex sólo atienden a lo que estimula a un bebé: luz, sonido, movimiento.

Para colmo de los malos augurios llega la censura de libros en las aulas. Temáticas LGTB o Caperucita Roja acusada de promover el machismo. Y nada más tentador que acudir corriendo al título prohibido, sobre todo en los años jóvenes. Aquí es donde los idiotas parecemos ser los padres. Quizá ellos sigan siendo inteligentes, me pregunto, quizá hayan corrido a consultar los volúmenes que una jueza en Castellón ha intentado retirar de los institutos hace dos meses. La onda, como tantas veces, llega desde el otro lado del Atlántico, donde la ultraderecha retira sin empacho cualquier contenido que juzgue contaminante, incluso textos científicos. Menos mal que este tipo de prohibiciones son geniales para la promoción: quizá los chavales incluso lean.

Nada tan antiguo como el poder de lo prohibido y nada tan rancio, o “neorancio”, como el moldeado de las mentes a través de la censura. Quizá tendríamos que empezar por censurarnos a nosotros mismos. Somos su peor influencia. Les hemos inoculado la indefensión, un futuro sin salida, y lo hemos hecho con nuestro discurso fatalista y nuestro ánimo abatido, ¿cómo filtramos ahora en su imaginario otro porvenir? Porque, oh sorpresa, la sociedad ha conocido que los chavales sufren hasta querer morirse, ¿entonces los niños también se deprimen? Se deprimen, sí, y se drogan, enloquecen o hasta se matan, claro que sí. No lo dicen tan claro como un adulto, pero hablan con su conducta, sus silencios, sus gritos. Emiten señales para quien quiera leerlas, quien tenga el coraje de leerlas. El mundo llega a nuestros hijos mucho antes de lo que estamos dispuestos a aceptar. Las autolesiones de los menores se han multiplicado desde el estado de alarma y pronto empezará el Plan de Choque en salud mental para población infantil y juvenil. 69 profesionales en activo a partir de enero y después, ¿qué nos quedará por hacer a los padres?

En cuestión de censura, yo sería implacable: vetaría los libros mal escritos. Los que adoctrinan, manipulan o desorientan. Haría lo mismo con las series, las pelis o las redes. Les protegería de la cultura basura. Y de las fantasmadas de algún que otro youtuber. Animaría a más de uno a consultar la iniciativa de Erika Lust por una conversación educativa sobre sexo antes de regalarle al pequeño un smartphone por su primera comunión. No estaría de más admitir que irá corriendo a una página porno igual que nosotros visitábamos de forma clandestina el Interviú. Si, como temen algunos, el acceso a contenidos LGTB les puede condicionar la orientación sexual, ¿qué no inducirá en ellos el porno duro, el que abunda en las redes? Quizá, refractarios como son al exceso de imágenes violentas, no suponga nada pero, ¿cómo explicarle a una niña que el sexo real no es lo que ha visto? ¿Cómo decirle que lo excitante no es sinónimo de aquello que las incomoda o las daña?

Si se trata del amor, ahí las niñas de hoy parecen igual de encalladas que sus madres. La idolatría del amor romántico sigue siendo superventas. Nada como Grease, la peli en que la chica renuncia a su personalidad por el malote del instituto, para torcer su educación sentimental. Afortunadamente, otro tipo de relatos van abriéndose camino. Yo no podía elegir, pero mi hija ya puede: tenemos títulos como La la land, con una magnética Emma Stone apostando por sí misma por encima de su novio obtuso. En casa la devoramos una y otra vez a pesar de su final displicente, hemos memorizado los diálogos, los cruces de miradas, cada detalle. La tensión amorosa no siempre se resuelve, parecen decir sus guionistas, a veces se clava y se lleva encima, como una herida secreta. Llega la noche del sábado y repetimos sesión. Supongo que sólo íbamos a ver los primeros números musicales pero la tragamos entera, como un boquerón con cabeza y espina. La peli duele pero purifica, lo abre todo por dentro, es un caramelo mentolado. Berreamos como histéricas los estribillos y la niña hasta me lo tolera.

Nos basta, no queremos todavía una segunda parte, nos quedamos con ese dolor amor. Cuando terminan los títulos de crédito, Albert y yo bajamos a Noa por las calles desiertas del barrio. Somos el señor del pijama con abrigo y la del anorak viejo al que le asoman las cintas de la bata cruzada. Busco su mano y me siento bien así, a pesar de que el frío me hace cerrar el cuello con la otra y apretar fuerte. El amor duele y no duele, ¿cómo contárselo a una adolescente? Yo no voy a hacerlo, para eso están las buenas historias. Las que lo muestran como un largo juego de equilibrios si uno tiene agallas para no salir corriendo. Un péndulo que puede durar décadas y casas y niños y trabajos. Me guardo estos pensamientos mientras esquivo charcos y calandracas con mis zapatillas de estar por casa, la perra trota por la mediana y mea en el seto con obediencia, no lleva collar ni correa. Es la una. Callamos. La banda sonora de la película nos retumba en la cabeza y no vamos a bailar un vals que nos despegue del suelo, pero no nos hace falta. Noa parece un animal salvaje, un cervatillo, el parque un bosque del que hubiera salido. Vigilo de reojo la verja y siento el misterio de la oscuridad entre los árboles, me imagino a la orilla de un pueblo, a kilómetros del asfalto que estoy pisando.

Mi imaginación se ha excitado y es gracias a una buena historia. En un mundo de finales satinados y productos de fácil digestión, parece un milagro. Y a esta generación, que busca a manotazos un futuro para sí, quizá sólo la salve la imaginación y el asombro servidos en mesa y mantel. No se puede adivinar el futuro, dijo alguien, sólo imaginarlo.

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