Apenas nadie se acuerda de ellos. Les llaman parados de larga duración. Tienen más de 40 años y son obsoletos para el sistema. Las empresas los consideran trastos viejos. El Gobierno, espléndido en vísperas de elecciones, ha aprobado una paguita para ellos. Busca sus votos. ¿Para cuándo la rebelión de las canas?
Enfermo de electoralismo, el Gobierno que padecemos aprobó este mes otro decreto ley, en este caso para ampliar el subsidio de desempleo a los parados de larga duración que hayan cumplido 52 años.
El Ministerio de Trabajo —tan espléndido— calcula que la medida beneficiará a 114.000 desempleados, con un gasto adicional de cerca de 400 millones de euros. Este dinero saldrá de los de siempre, de los que aún no han acabado en el paro, pero todo se andará. No seré yo quien me oponga a la extensión del subsidio, aunque tenga una clara motivación política: la compra de votos para que el presidente maniquí retenga el poder otros cuatro años. Esta forma de proceder es la adaptación del caciquismo a nuestros días. Romero Robledo no lo hubiera hecho mejor.
Más que la justicia social, lo que mueve a pagar 430 euros a un parado de larga duración es el interés partidista. La concesión de esta ayuda se acompaña de la advertencia, más o menos velada, de que el parado la perderá si las pérfidas derechas lograsen gobernar. El miedo al dóberman sigue ahí, intacto, como en los tiempos de González.
La extensión del subsidio para parados de larga duración prueba, por otra parte, el fracaso de un mercado laboral que es incapaz de ofrecer una oportunidad a quienes pierden su empleo en la madurez. Para el sistema eres viejo a los 40 años. Muchas empresas prefieren contratar a jóvenes inexpertos antes que a adultos con un dilatado currículo. Es fácil de entender. Los jóvenes cobran menos y son más dóciles. Es carne fresca y servicial, dispuesta a trabajar las horas que hagan falta.
Uno sabe de lo que habla porque, cumplidos los cuarenta, se vio en la calle y enseguida se percató de las dificultades de emplearse por su edad. ¿Qué vino después? Lo habitual en estos casos. Muchas palmaditas en la espalda, muchos cafés con conocidos, muchas tarjetas de visita, muchos currículos que acaban en la papelera, alguna entrevista de trabajo y poco más. El teléfono dejó de sonar. Los días, las semanas y los meses transcurrieron muy deprisa, a la misma velocidad que la inquietud por comprobar cómo el paro se iba agotando. Eran dos años de cobertura, pero el tiempo volaba.
Es cuando te ronda el perro de la desesperación y te sientes un trasto viejo, incómodo para todos, incluidos los tuyos. Interiorizas que eres el culpable de la situación. Entretanto, y para tranquilizar tu conciencia, te dedicas a hacer cursos del Servef que no te servirán para nada. Y lo sabes. Haces contactos, intercambias teléfonos, te cagas en lo indecible. Lo normal. Y das de comer a los profesores que imparten los cursos, que no es poco. Algo es algo.
Poco se habla del ‘exilio’ interior de cientos de miles de cuarentones y cincuentones sin esperanza de encontrar un empleo digno. Esta efebocracia no tiene sitio para ellos
Conozco a gente de mi edad en esta delicada situación. Son hombres y mujeres muy cualificados, con una amplia experiencia profesional. Mis conocidos están cansados de llamar a puertas y que ninguna se abra. Ya no buscan de lo suyo; empiezan a conformarse con casi cualquier cosa, con tal de obtener ingresos para pagar las facturas. Algunos se hacen falsos autónomos para ir tirando. En fin.
Así están las cosas en este maravilloso país de mierda, así se desperdicia un capital humano que tanto costó formar. Mucho se ha hablado de los jóvenes que se vieron obligados a emigrar, en los años más duros de la crisis, en busca de un empleo. Pero poco se ha hablado del exilio interior de cientos de miles de cuarentones y cincuentones que han perdido la esperanza de un trabajo digno. Esta efebocracia no tiene sitio para ellos.
Tampoco cabe esperar que este problema sea tenido en cuenta en la campaña electoral. Los hay más importantes, de sobra conocidos, como el peligro que representan los millones de fascistas que habitan en nuestros pueblos y ciudades; el meditado plan de la ministra Celaá para acabar con la enseñanza pública; el coche eléctrico que nuestros nietos conducirán en 2050 y, por supuesto, el incierto destino de la momia de Franco, ese supuesto criminal que tanto pone a los socialistas, los muy morbosos.
No nos extrañaría que la momia fuese invitada a uno de los debates de campaña, siempre que la Junta Electoral Central lo autorizase. El destino de la momia, y no la ausencia de futuro para una parte del país, es lo importante. A tal fin el Gobierno consagra lo mejor de sí mismo, con un empeño y una obstinación encomiables, y puede que el engaño les funcione y sigamos pagándoles la fiesta hasta 2023.