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el joven turco / OPINIÓN

El orden del día

27/01/2025 - 

Estos días mucha gente recomienda leer o ver El Hombre en el Castillo. La llegada a la Casa Blanca por parte de Trump ha vuelto a poner de moda esta ucronía. Una realidad paralela en la que son las potencias del Eje quienes ganan la Segunda Guerra Mundial y se dividen el territorio de Estados Unidos. Y tiene lógica. La tiene, tras el inequívoco saludo nazi de Elon Musk, negado hasta el ridículo por parte de sus seguidores.

La imagen no puede ser más trascendente en un país que, con todas sus sombras, hizo de la derrota del fascismo un elemento fundamental de la construcción de las democracias liberas del S.XX y de su propia identidad. Las películas de Hollywood o los cómics se llenaron de héroes que derrotaban a los nazis y, de esta forma tan soft, se construía una hegemonía que dejaba claro quienes eran los buenos y quienes los malos. El país más poderoso del mundo, aunque era el bastión de un modelo capitalista profundamente injusto y desigual, tenía claro que era demócrata. No del partido, sino defensor de la democracia.

Pero no solo tiene lógica recurrir a la ficción por el gesto del dueño de X o Tesla.

La tiene porque ese Estados Unidos del lado de la democracia pudo no haber existido y tiene mucho que ver con la relación entre poder económico y poder político. De hecho, la primera batalla que perdió el totalitarismo, a lo mejor la más importante, fue la derrota interna en las potencias aliadas.

Porque hubo grandes intereses económicos que simpatizaron con el nazismo dentro de Norteamérica, algunos de ellos tan conocidos como Henry Ford, y de los que muchos historiadores han constatado un apoyo financiero esencial a la causa de Hitler. Pero no consiguieron la penetración en las instituciones democráticas de su propio país, como tampoco lo lograron en las británicas, donde hubo enormes intentos.

Habían desarrollado los anticuerpos necesarios y en ello tuvo mucho que ver que la defensa democrática era algo que ocupaba tanto a progresistas, como a conservadores, pero también la adhesión de muchas élites económicas a los valores liberales. Y, sobre todo, que algunas de esas élites defensoras del totalitarismo no tenían el poder suficiente para imponerse.

Por eso, más que El Hombre en el Castillo yo recomendaría leer en estos días El Orden del Día. El libro en el que Vuillard narra la importancia que tuvieron los grandes magnates en la época para que germinara el poder nazi.

El autor cuenta que, un 20 de febrero, reunidos en el palacio del presidente del Parlamento los grandes apellidos económicos del momento, los Siemens, Bayer, Opel o Telefunken, cayeron rendidos a los pies de un Hitler que ya era Canciller, pero aún no tenía un poder totalitario. El día en el que el futuro dictador les convenció de que todo este lio de la democracia era peor para sus negocios y pasó el cepillo de las donaciones para engrasar su maquinaría electoral y coactiva. Dinero y poder con el objetivo de que fuera la última vez en la que había que votar.

Se lo dieron porque les convenció de que una dictadura era imbatible como régimen eficaz y que la burocracia, las garantías, las normas sometidas a la opinión de la mayoría eran un freno a sus intereses. Piedras en el camino. Obstáculos a remover. Lo del departamento de eficiencia gubernamental o D.O.G.E no es tan original, como no lo es que un americano que fabrica coches simpatice con los totalitarismos.

Foto: EP/CONTACTO/YURI GRIPAS

Y aunque la historia se ha encargado de desmentir esa mentira de que las dictaduras son más eficaces que las democracias, la tentación de que estos argumentos vuelvan a dominar debates reaparece cuando nuestros sistemas no son capaces de generar un nivel de bienestar que las legitime ante muchas capas sociales. No nos ahorremos la autocrítica.

Pero tampoco ocultemos que ocurre porque se cultiva de forma intencionada el resentimiento, la polarización y el señalamiento a un falso enemigo o chivo expiatorio y, junto a ellos, a todas las ideas que sustentan la democracia. El odio ahora se dirige a los migrantes y la crítica feroz va contra la igualdad, atacada en todas sus formas bajo el argumento de que mejorar la vida de quienes sufren discriminación va en contra de quienes no lo padecen.

Como si asegurar un mínimo nivel de vida, haciendo que quienes más tienen contribuyan con impuestos justos, fuera en contra de la mayoría que vive de su salario. Como si garantizar las mismas oportunidades a las mujeres fuera en contra de los hombres. O como si todas las sociedades prosperas no hubieran recibido inmigración. Un hecho que, paradójicamente, siempre había ejemplificado Estados Unidos.

Y, mira que tenemos libros, series y películas que nos alertan, pero esta época se desmorona por donde lo hizo en la primera mitad del siglo XX. Por el poder exacerbado de unos pocos que creen que la democracia es sacrificable. Y que les interesa sacrificarla para poder competir con en un mundo donde se impone un pragmatismo miope sobre las garantías, los derechos y las libertades.

La tecno-oligarquía que aplaudía al nuevo-viejo presidente americano, no es muy diferente a aquellos viejos industriales, al menos en sus deseos. Se parece a quienes un día cruzaron los límites, pese a que después supieran recolocarse con tanta cintura como para que esas corporaciones sigan estando entre nosotros, tantos años después.

En esta nueva foto, en la de los nuevos grandes apellidos económicos, Meta, X o Amazon, también da la sensación de que creen que han podido comprarse un país. El PAÍS, con mayúsculas. Casi el mundo entero. Como sus bisabuelos empresariales lo creyeron antes.

Pero en este caso la preocupación debería ser incluso mayor. No solo porque hayan logrado penetrar donde antes no lo lograron, sino porque en su momento la capacidad para influir venía determinada solo por su enorme riqueza. Qué no es poco.

Pero ahora a sus descomunales fortunas se suma su posibilidad de dominar la conversación pública, porque también son los dueños de los espacios donde se produce. Antes podían comprarse un periódico o influir en un canal de televisión, pero ahora poseen todos los bares y todos los sofás donde se comentan todas las noticias, solo que en este caso esos espacios son digitales. Antes tenían sus cuentas de resultados, pero ahora también dominan el algoritmo. Las leyes que regulan un mundo paralelo, virtual, pero real. En tanto a que produce resultados en las vidas reales.

El Brexit o el fenómeno MAGA no habrían sido posibles solo a golpe de talonario o de comprar espacios publicitarios.

Y una vez más se demuestra que la mayor garantía democrática no es solo poder votar recurrentemente, sino evitar que nadie tenga demasiado poder para que las elecciones libres sean secundarias o se den en un escenario imposible. Para que se produzcan en un campo de juego inclinado. Donde formalmente hay libertad, pero las cartas están marcadas.

De hecho, la democracia solo fue posible por las revoluciones liberales que arrebataron el poder a unas pocas manos, para que no pudieran imponerse sobre la mayoría. Y fue siendo más democracia cuando ese poder pertenecía a cada vez más manos. Cuando en cada una esas manos se depositaba menor cantidad de poder.

Por eso no vivimos un momento más. Sino un momento de revolución o regresión. De decidir entre disminuir el poder que tienen unos pocos o de ver como se reduce el poder de la democracia.

¿A qué esperamos para fragmentar la propiedad de esas grandes empresas tecnológicas? ¿A que sea 20 de febrero y redacten ellos el orden del día?

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