Cuando Joe Biden se presentó a las elecciones a la presidencia de Estados Unidos, en 2020, lo hizo con la idea de ser presidente un solo mandato. Biden había sido el vicepresidente de Barack Obama a lo largo de ocho años (2008-2016), pero no fue su sucesor. Ese papel le correspondió a Hillary Clinton, que perdió contra pronóstico en las elecciones de 2016 frente a Donald Trump. Ante el trauma que supuso la victoria de Trump y su presidencia para los demócratas, Biden se postuló como un político experimentado, previsible, pero no tan abiertamente perteneciente a las elites intelectual-políticas de la Costa Este como Clinton. En efecto, Biden podía presentar en su recorrido político como senador una cercanía a las clases trabajadoras y una preocupación por sus problemas mucho más genuinos que en el caso de Clinton.
Biden ganó con un ticket presidencial en el que iba acompañado por una senadora por California, Kamala Harris, cuyo perfil se complementaba perfectamente con él: una mujer más joven y de padres inmigrantes provenientes, respectivamente, de Jamaica e India. Como ya en 2020 era bastante claro que Biden iba a ser un presidente de edad muy avanzada, inicialmente se asentaron dos ideas en la ciudadanía: que el presidente no repetiría mandato y que Kamala Harris era una vicepresidenta que tendría mucho poder, porque quizás muy pronto estaría llamada a ocupar el puesto de Biden o a tratar de sucederle.
Ese era el plan. Pero luego el plan quedó paulatinamente desdibujado. Por un lado, comenzó a verse que Biden le cogía el gusto al puesto y, a pesar de que desde el principio fueron habituales sus lapsus, actitudes extrañas y la sensación, en suma, de que el presidente de EEUU no siempre sabía lo que hacía o decía, el presidente primero dejó en suspenso esa idea de permanecer un solo mandato, y luego se postuló para un segundo. Por otra parte, Kamala Harris perdió fuerza como vicepresidenta y alternativa. En estos cuatro años su papel ha sido menor, ha sido una vicepresidenta sin poder ni iniciativas dignas de mención.
Así que los demócratas decidieron postular a Biden, sin discusión, en un proceso de primarias en las que el presidente arrasó, apoyado por 14 millones de personas, ... para después hacer el ridículo en un debate con Trump celebrado meses antes de las elecciones. Tras ese debate, los lapsus de Biden, las frases contundentes e hirientes de Trump, y sobre todo la sensación de que si Biden seguía la campaña versaría sobre sus errores y las dudas sobre su capacidad para aguantar cuatro años más, sellaron la suerte del candidato y sus aspiraciones a continuar.
Biden se hundía más y más en las encuestas mientras las voces que entre los demócratas pedían una renuncia del presidente arreciaban. En paralelo, Trump era víctima de un intento de asesinato (una pifia del Servicio Secreto de Estados Unidos que ha provocado la dimisión de su directora) que permitió cimentar su imagen presidenciable y de líder fuerte, por contraposición a la debilidad y deriva senil de Biden (que tampoco es que sea mucho más mayor que Trump: 81 años frente a 78).
Quedó claro que con Biden los demócratas se dirigían sin remisión a una derrota en la que no sólo perderían la presidencia, sino también decenas de congresistas y algunos senadores. Así que la presión se incrementó y varios de los referentes del Partido Demócrata que apenas unas semanas o días antes habían certificado su apoyo a Biden, "candidato indiscutible", ahora le pedían que se retirase. Mientras, Biden salía en televisión hablando de su Secretario de Defensa, Lloyd Austin, como "el tipo negro", al haber olvidado su nombre.
A toda prisa, a pocas semanas de la Convención Demócrata, en la que se elige candidato, Biden ha renunciado. Tenía que hacerlo ahora, porque si era nominado candidato en la convención la cosa ya no tenía marcha atrás. Pero ha renunciado no para que haya una convención abierta, sino para que su vicepresidenta ocupara su lugar. Es decir, la vicepresidenta postergada a lo largo del primer mandato de Biden, de la que incluso se llegó a rumorear que tal vez no repetiría como vicepresidenta en el ticket de las elecciones de 2024, ha sido nominada sucesora de Biden por cooptación, porque era demasiado complicado evidenciar que preferían a algún otro candidato, y los demócratas de ninguna manera querían exponerse al show de una convención abierta.
No sé si la cosa les saldrá bien. Es evidente y clamoroso ahora el error de Biden pretendiendo presentarse a la reelección, y del Partido Demócrata al permitírselo. Han perpetrado un fraude ante sus electores, a los que en el último año les han presentado al presidente como candidato indiscutible, les han dicho que no hicieran caso a los rumores malintencionados sobre su capacidad cognitiva y sus lapsus mentales, para después defenestrarlo a toda prisa tras un debate horroroso. Han puesto en su lugar a la vicepresidenta sin presentarla ante los electores como tal y sin debatirlo con nadie, con la esperanza (seguro que fundada) de que los apoyos de Biden en las primarias sencillamente se trasladen a Harris y la vicepresidenta tome el testigo. Tampoco han respondido, por último, a la incómoda e insistente pregunta de los republicanos: ¿cómo es posible que Biden no esté capacitado para presentarse a la reelección, pero sí para ser presidente los próximos seis meses? ¿No debería dimitir ya?
Puede que el rechazo a Trump sea suficiente para darle la victoria a Kamala Harris en las elecciones de noviembre, aunque personalmente lo dudo, porque son demasiadas las costuras de esta operación, demasiado chapucera la forma de mantener a Biden primero contra viento y marea, para después desembarazarse de él a toda prisa y poner en su lugar a la vicepresidenta a la que, durante cuatro años, nadie había hecho el menor caso. Lo que está claro es que Trump se estará arrepintiendo de haber aceptado debatir con tanto tiempo por delante, que al menos permitió evidenciar el grado de deterioro de Biden en un momento en el que aún era factible sustituirle por otra persona.