Los que pudieron habernos representado pero no quisieron hacerlo espurrean hoy los micrófonos con el apremio de que la nación “se ponga en marcha”. Los que fueron votados pero no se dieron por entendidos mascan a dos carrillos el tabaco negro del cinismo y nos hacen escupidera de lo que anega sus fauces. Los que llenaron las listas electorales con sus candidaturas de pega nos animan a pasar otra vez, mientras digerimos el pasmo, por donde pusieron el cepo. Quieren receptividad, fervor y participación; quieren la inocencia y el empuje del primer día, y para ello van a endilgarnos la misma cháchara, el mismo buzoneo y el mismo cobro revertido que nos endilgaron en abril.
La clase política vuelve a empezar —sin rubor ninguno, sin sentimiento de culpa, sin la más mínima vergüenza— el baile macabro, el cancán delirante con el que suelen estremecernos antes de la farsa electoraloide. Piensan, en un acceso de contumacia, que después de la humillación primaveral que nos infligieron les queda todavía un resquicio para la sugestión, una oportunidad para inocularnos el horror a votar fragmentado. Imaginan, además, que nos tragaremos la pildoraza de que hacen falta para que arranque la patria; que nos clavarán de nuevo la banderilla de la procedimentira; que nos encandilarán con el zoótropo de las encuestas a pie de urna, de los análisis al por menor, de los vaticinios, de los escrutinios y de los gráficos en porciones. Proyectan, sobre todo, endiñarnos el rejonazo de que merecen un papel en este birlibirloque.
No se han percatado, sumidos en su descomunal melopea plebiscitaria, de que ya estamos al cabo de la calle; de que ya sabemos, precisamente por sus prolongadas ausencias, que la nación funciona perfectamente sin ellos; de que somos aquel niño que descubrió los pies de su padre bajo el disfraz del rey Baltasar pero siguió cantando para no romper la magia.
Es cosa probada que los comercios abren aunque no haya gobierno; igual que los bancos, las universidades y las verdulerías. Los bares palilleros, como las oficinas del paro, siguen estando repletos; los okupas campan a sus anchas; los jueces fallan; los policías titubean; los camellos distribuyen; la sociedad se abisma en el ocio; los agricultores perecen; la juventud se pervierte; la violencia crece; la televisión idiotiza; el vecindario se atiborra de ansiolíticos; los colegios naufragan en el bajío de la indisciplina; todo, en fin, sigue su curso habitual sin los políticos.
Incluso a pesar de los políticos, que aún tiene más mérito. No cuela, por tanto, la pantomima del sufragio, y mucho menos la de la urgencia. No nos vengan ahora con prisas ni con responsabilidades. A otro perro con ese hueso. Hemos pasado nuestra buena temporada sin los gestores electos, y los engranajes del país han seguido rodando a las mil maravillas. Nos merecemos, pues, un descanso; un período, por corto que sea, libres de su dialéctica estrafalaria; un paréntesis en sus perogrulladas, un intermedio en sus despropósitos y una tregua en sus embustes.
Así nos ahorraríamos la estampa lamentable que ofrecerán, encima de los tablados, cuando se figuren que las risas y los improperios del respetable son otros tantos aplausos y vítores. Así no tendríamos que verlos, como los veremos en los debates, mirándose de reojo con la sonrisa congelada. Así nos daríamos, pagafantas de sus flirteos y destinatarios de sus voracidades, menos lástima.
Quizá en otra ocasión; más adelante, con toda probabilidad; pero no ahora, señores diputados, porque de momento nos vamos arreglando. Subsistimos dignamente sin su maquiavelismo de chicha y nabo, sus entremeses de censura, sus discusiones arrabaleras, sus conciliábulos de investigación, su absentismo parlamentario, sus aullidos ni sus zarandajas. No nos carguen sus mochilas.
Evítennos, por favor, otro espectáculo. Líbrennos —encarecidamente se lo pedimos— de otro bochorno en tan breve intervalo de tiempo. No nos practiquen, por partida doble, la sangría de su degeneración. No nos obliguen a presenciar un bis de su asqueroso cancán. Tengan ustedes piedad: reconozcan que sería excesivo.