Esta semana hemos visto, por fin, los límites del integrismo estratégico con el que juegan la mayoría de nuestros líderes políticos, y singularmente el presidente del Gobierno y el líder de la oposición. Ambos comparten dos características muy importantes: los dos rehúyen cualquier forma de pacto, por considerarlo un síntoma de debilidad, y los dos tienen querencia a mirar hacia su parte derecha. Todo ello se ha manifestado también en plena crisis de la pandemia provocada por el coronavirus. Terminaba la última prórroga solicitada por Pedro Sánchez para mantener el estado de alarma, y el Gobierno quería extenderlo por quince días más. El gobierno tiene 155 escaños, es decir: le faltan 21 para la mayoría absoluta (todos recordamos lo intrincadas que fueron las negociaciones para conseguir la investidura). Además, el gobierno lleva meses apelando a la unidad y a los pactos.
Por todo ello, cabría pensar que lo normal habría sido negociar con otras fuerzas políticas, singularmente con sus socios de investidura (los apoyos más probables) y con el PP (el apoyo más importante, por numeroso y por su valor simbólico). Pero, como es costumbre desde que comenzó esta crisis, y como es habitual en Pedro Sánchez, la estrategia ha sido la contraria: no hablar con nadie, afirmar que no había nada que negociar, y crear un falso dilema: o se prorroga el estado de alarma, o el caos. No hay plan B.
No hay plan B porque el Gobierno ha decidido que no lo hubiera, y no porque no fuera posible habilitarlo. Como ya decía, no se trata de un rasgo novedoso de la personalidad de Pedro Sánchez. Recordemos que, tras su victoria electoral en abril de 2019, con unos números mucho mejores que ahora (tres diputados más el PSOE, siete más Unidas Podemos, con ERC mucho más dispuesta a dar su apoyo que en diciembre, y con la posibilidad de explorar un pacto alternativo con Ciudadanos), el presidente del Gobierno lo vio todo tan claro... que decidió que no tenía por qué ceder nada para conseguir esos apoyos. Y llevó su apuesta hasta tan lejos que acabó en una repetición electoral absurda y que dejó en peor situación a su partido y a sus socios, mientras resucitaba al PP, provocaba un temible ascenso de Vox y además se quedaba sin su posible socio alternativo, Ciudadanos, que se hundía hasta los diez escaños.
Ahora, Sánchez ha intentado hacer lo mismo. Lleva haciéndolo, de hecho, desde el principio. El Gobierno comunica mucho, pero no pacta ni acuerda nada. El "truco" de la situación de crisis le ha servido para que sus socios, y también parte de la oposición, le apoye a cambio de nada durante meses, aunque fuera a costa de críticas y desavenencias crecientes.
Pablo Casado ha mantenido una actitud similar. Casado está obsesionado por recuperar, a toda costa, el espacio electoral que le ha quitado la aparición de Vox. Sin unión, el centro derecha difícilmente volverá a gobernar. El problema de este planteamiento es que si el "centro derecha" se compone de la unión, la lógica electoral y discursiva, y el programa, de este PP y de Vox, también lo tienen muy difícil para gobernar, como siempre que el PP ahuyenta al centro y moviliza a la izquierda. En abril, Casado siguió la estrategia alentada desde el aznarismo y con ello hundió a su partido a cifras nunca vistas desde 1979. Tras la debacle, se dejó barba, se moderó, se miró en el tibio espejo del rajoyismo, e intentó centrar su mensaje y su manera de comportarse. Resultado: 23 diputados más y la hegemonía en la derecha.
Pues bien: todo ello no ha servido para abandonar los cantos de sirena del aznarismo. Casado vuelve a ellos siempre que tiene ocasión, porque es de donde él proviene también y porque evitar que Vox se consolide como alternativa es su principal prioridad. Y no importa que la situación sea dramática, con decenas de miles de muertos y la población confinada: lo primero, dar un espectáculo de crispación e integrismo. Los réditos, por ahora, son contradictorios. El PP sube en las encuestas, pero Casado se hunde (más aún) en valoración.
No puede decirse, en todo caso, que la errática postura del PP en la prórroga del estado de alarma le vaya a dar réditos políticos. Al final, tras anunciar la llegada de las nueve plagas del sanchismo, el PP se abstuvo. Ni voto en contra (la opción "dura" de Vox), ni voto a favor (la opción constructiva de Ciudadanos). Una abstención, además, innecesaria, porque el Gobierno ya se había garantizado la aprobación de la prórroga gracias a su pacto con Ciudadanos y PNV. Estos dos últimos partidos obtienen diversas ventajas con su voto afirmativo. En el caso de Ciudadanos, sobre todo, respetabilidad y capacidad para reubicarse tras la debacle de noviembre. Ciudadanos intenta huir del abrazo del PP, que es un abrazo que busca apropiarse de los pocos votos que por ahora le han quedado al partido. Si quiere sobrevivir, aunque no hay opción buena, explorar posibles pactos a su izquierda y su derecha, al menos, le dota de unas capacidades y un espacio diferentes a los de PSOE y PP... aunque este espacio quizás sea muy pequeño.
El gobierno ha logrado una victoria esta semana, pero es una victoria pírrica. Cada prórroga del estado de alarma se ha logrado con más esfuerzo y menos votos. Y esto no se debe solamente a las deficiencias de la oposición, sino (sobre todo) a las del propio Gobierno. No tanto en la gestión de la crisis en sí, cuanto en su incapacidad para integrar, verdaderamente y no sólo de cara a la galería, a otras fuerzas políticas en las decisiones que se adoptan y, por tanto, en la responsabilidad de las mismas. Esperemos que aprenda de sus errores, y no porque si no lo hacen es poco verosímil que haya más prórrogas. Sino porque, se ponga como se ponga el Gobierno, sus apoyos son los mismos que tenía antes de la crisis: 155 escaños. Y con esto no basta. Para una crisis como esta, de hecho, no debería bastar tampoco con 176.
Declara inconstitucional tanto esa prórroga como el nombramiento de autoridades competentes delegadas