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tribuna libre / OPINIÓN

¡Paren esta locura!

Foto: EFE/Mohammed Saber
17/05/2021 - 

Y, de nuevo, el conflicto palestino-israelí, nunca acabado desde hace más de 70 años, ha estallado con una virulencia y extensión inusual. Inusual, porque ya no se extiende sólo a Gaza y los territorios ocupados de Jerusalén y Cisjordania, sino que afecta también al interior de Israel, fundamentalmente a las zonas con mayor presencia de ciudadanos de origen palestino, donde no sólo se han quemado propiedades de ciudadanos judíos y palestinos, sinagogas y mezquitas, sino que han llegado a producirse linchamientos de ciudadanos palestinos y judíos. Nunca se había visto una oleada de violencia tan grave y tan generalizada.

Y claro, los que disfrutan del odio y parecen estar encantados con la violencia y la muerte, de uno y otro bando, no han perdido ni un solo segundo en verter su basura antisemita e islamofóbica en las redes sociales, tertulias y algunos medios de comunicación. Sin embargo, no es eso lo que necesitamos, no es eso lo que necesitan ni los palestinos que viven bajo la ocupación de Israel y que sufren de manera cotidiana la represión y la discriminación, ni los ciudadanos de Israel, judíos o no, que tampoco apoyan ni la ocupación, ni la violencia y la discriminación que sufre la población palestina, ni desde luego, la ceguera populista y ultrancionalista del actual Gobierno del señor Netanyahu. También ellos padecen de manera cotidiana la acción terrorista, ya de perfil bajo, como los acuchillamientos en las calles, ya de alto nivel, como los más de mil cohetes que han caído sobre Israel en los últimos días, lanzados desde Gaza.

El problema es ya demasiado viejo y ha causado demasiadas muertes, y ha producido en los últimos años una sensación de frustración y de resentimiento que se ha extendido entre la población, tanto de los territorios ocupados, como del mismo Israel. Sólo se necesitaba una pequeña chispa para que toda esa pólvora de odio y de insatisfacción saltase por los aires. Y esa chispa ha surgido, y ya no importa cómo.

Foto: EFE/EPA/MOHAMMED SABER

El Gobierno del Benajmin Netanyahu ha gozado del respaldo sin fisuras del presidente de los EE.UU., Donad Trump, durante sus cuatro años de mandato. Trump no sólo no ha frenado las ansias expansionistas de Netanyahu y el crecimiento exponencial de los asentamientos israelíes en los territorios ocupados que ha tenido lugar en los últimos años –con la creación de nuevos asentamientos y ampliación de los existentes–, sino que llegó a formular un “plan de paz” para resolver el conflicto –Trump lo denominó Deal of the Century, el 'Acuerdo del Siglo'– que venía a suponer la anexión por Israel de los altos del Golán y de todos los asentamientos existentes hasta ese momento, incluida la ciudad de Jerusalén, y la creación de un Estado palestino en el resto de los territorios ocupados. Estado al que, si bien se le privaba de gran parte de su territorio en Cisjordania, se le atribuían nuevos territorios en el sur, contiguos con Gaza. El acuerdo, claramente discriminatorio, beneficiaba a Israel e incrementaba su territorio, pero exigía también a Netanyahu la congelación de los asentamientos en la situación en la que se encontraban en aquel momento. Pero Netanyahu no hizo caso.

A pesar del desequilibrio creado, el plan de Trump incluía, sin embargo, varios aspectos positivos. En primer lugar, era un plan de paz completo y perfectamente definido; en realidad, el primero que se formulaba desde hacía más de ocho años. En segundo lugar, era un plan de paz que establecía unas bases concretas para una posible negociación y la solución definitiva de los problemas existentes. En tercer lugar, el plan preveía la creación de un Estado palestino –con lo que se reafirmaba la solución “dos Estados para dos pueblos”–, bien que sería un Estado desmilitarizado, discontinuo, con la capital fuera de Jerusalén, y con un territorio notablemente mermado. En cuarto lugar, el plan preveía el desembolso de ingentes cantidades de dinero para poner en marcha ese Estado palestino y desarrollar su capacidad económica (más de 50 mil millones de dólares). Y, en quinto lugar, el acuerdo se enmarcaba en el cuadro del reconocimiento del Estado de Israel por varios Estados árabes: Emiratos Árabes Unidos, Bahréin, Marruecos y Sudán. (Con Omán y Arabia Saudita existían ya negociaciones avanzadas, pero el final del mandato de Trump dejó el acuerdo en el tintero).

Este último aspecto del plan de Trump es quizá el más relevante, por cuanto supuso desvincular el reconocimiento del Estado de Israel por los países árabes del respeto del principio “paz por territorios”, que había formulado en la Conferencia de Madrid, de 1991, que inspira todo el proceso de paz desde entonces, y que fue consagrado la “Iniciativa de Paz Árabe” del año 2002, impulsada por Arabia Saudita. De acuerdo con esta iniciativa, los países árabes se prestaban a reconocer de manera explícita la existencia del Estado de Israel, pero a cambio de su retirada de los territorios ocupados, la creación de un Estado palestino con capital en Jerusalén y una solución justa para el problema de los refugiados. Ahora, en cambio, los Estados árabes pasaban a reconocer la existencia del Israel de manera incondicionada, basados exclusivamente en sus respectivos intereses económicos y geoestratégicos. Los palestinos desaparecían así, como factor condicionante, del panorama de las relaciones internacionales y, muy específicamente, en aquella zona del mundo, el Oriente Medio.

Foto: EFE/EPA/HAITHAM IMAD

Israel entraba en la situación ideal: reconocimiento internacional prácticamente pleno, respaldo total de los EE.UU., y debilidad y aislamiento internacional de los palestinos, no por rechazo, sino más bien por olvido o abandono. Paradójicamente, se volvían a producir unas circunstancias similares a las que tuvieron lugar tras la primera guerra del Golfo, cuando un grave error estratégico llevo a Arafat a hacer causa con Sadam Hussein y a sufrir después el rechazo y el abandono de los Estados árabes del Golfo y de Arabia Saudita. La debilidad palestina le llevó a la Conferencia de Madrid, de 1991, y a sentarse a negociar con los israelíes. Pero también llevó a los Israelíes, conscientes de la debilidad palestina, a sentarse en la misma mesa de negociación. Así nació el “proceso de paz” en Oriente Medio que, en realidad, sigue formalmente en marcha. La existencia de la Autoridad Palestina y el objetivo de “dos Estados para dos pueblos”, la necesidad de desocupar los territorios ocupados en la guerra de 1967, en términos de negociaciones entre las dos partes, con la posibilidad incluida de intercambios de territorios, son un producto de aquel proceso de paz. Proceso que quedó consagrado en la Declaración de Principios de 1993 y en el Acuerdo Interino de 1995.

Lo que vino después fue un completo despropósito. Salvo momentos excepcionales de cercanía y de volver a la racionalidad mediante la negociación, donde el acuerdo final llegó a tocarse con la yema de los dedos (negociaciones de Camp David, en 2000; Conferencia de Annapolis, en 2007), parece como si las dos partes se esforzasen en hacer fracasar el proceso, de manera ciega y obcecada, sin darse cuenta de que el fracaso del proceso de paz pone en cuestión las posibilidades de éxito de sus respectivas causas y la estabilidad misma de las entidades políticas que pretenden consolidar: el Estado de Israel y la Autoridad Palestina, o futuro Estado palestino. Así, desde entonces, hemos tenido la segunda 'Intifada' y la reocupación de los territorios autónomos palestinos, en 2001; el aislamiento y muerte de Arafat, en 2004; el conflicto de Gaza, con más graves estallidos e incursiones militares en 2008, 2009, 2012, 2014, 2018, 2019, 2020 y, ahora, en 2021; el muro de separación, iniciado por el primer ministro israelí Ariel Sharon, en 2004, que, más que defender a Israel frente a ataques terroristas –motivo inicial–, ha servido para mover las fronteras políticas de Israel hacia el Este, ampliando de facto su territorio; y, en fin, la cada vez mayor ocupación de territorio palestino mediante el establecimiento de nuevos asentamientos de población judía y la ampliación de los existentes. Y, lo que inicialmente fue sólo una ocupación de terrenos baldíos o de tierras de cultivo, se ha convertido recientemente en la expropiación de viviendas y en la expulsión de ciudadanos palestinos de sus propias casas para establecer allí bloques de viviendas de ciudadanos judíos.

Foto: EFE/EPA/HAITHAM IMAD

Y, por parte palestina, los errores han sido también graves y constantes. Entre ellos, y de manera principal, no haber frenado de raíz la actividad terrorista en el mismo momento en que se iniciaron las conversaciones de paz y no haber sabido –o querido– aislar completamente a los grupos o elementos que siguieron utilizando el terror como modo de acción política. El caso más grave es, desde luego, el de Hamas y el de la Yihad Islámica. Hamas niega la existencia del Estado de Israel y se opuso al proceso de paz desde su mismo inicio, tratando de boicotear todo cuanto avance su produjera en las negociaciones entre palestinos e israelíes, con bombas y ataques indiscriminados, no sólo contra objetivos militares israelíes, sino contra la indefensa población civil. Y, cuando Sharon llevó a cabo su plan de separación e Israel abandonó Gaza, en 2005, Hamas se hizo con el poder allí, tras ganar las elecciones de 2006 y, poco después, mediante un golpe de Estado sangriento, expulsó a la Autoridad Palestina de las instituciones de gobierno de la Franja y creó una dictadura islámica, que aún perdura. Así, en vez de utilizar su poder absoluto para atender a las enormes necesidades de su propio pueblo, Hamas decidió utilizar Gaza como plataforma para el desarrollo de su propia guerra contra Israel, con incursiones terroristas y lanzamiento constante de globos incendiarios y cohetes, inicialmente de fabricación casera y hoy ya material militar más sofisticado, posiblemente de procedencia iraní. La división interna, pues, ha debilitado aún más la posición palestina, y la acción terrorista de Hamas, lejos de favorecer a la causa palestina, no ha servido si no para provocar las duras represalias israelíes y legitimar la terrible situación de aislamiento y pobreza en la que se encuentra la Franja de Gaza.

En fin –y en esto, creo que se pueden repartir las culpas casi por igual entre las dos partes–, es de lamentar que ni israelíes ni palestinos hayan logrado mantener la altura de miras y la visión de futuro que inspiró el surgimiento del proceso de paz en 1991 y las primeras negociaciones que fructificaron en los acuerdos de 1993 y de 1995. No han tenido el coraje de hacer las cesiones necesarias para conseguir el acuerdo final y dar a sus respectivos pueblos la paz y la prosperidad que anhelan y merecen.

Foto: EFE/EPA/HAITHAM IMAD

Y, claro es, no puedo olvidarme aquí de la UE, que tampoco ha tenido el coraje de intervenir con mayor decisión en una zona geoestratégica que es propia. La UE, con su débil y meramente declarativa política exterior, no ha logrado nunca diseñar una política autónoma para la zona, tratando de ir siempre de la mano de los EE.UU., como ocurre, por ejemplo, con la llamada Hoja de Ruta del Cuarteto (ONU, EE.U., UE, Rusia), de 2002. Eso la ha convertido en un agente subsidiario y no valorado en la zona. Es verdad que la UE carece de un poderío militar disuasor, como el que tienen los EE.UU., sin embargo, su poder y su influencia económica en la zona son mucho mayores que los de los EE.UU. La UE es el principal socio comercial de Israel, ocupando su comercio de bienes el 29,3% del total en el año 2020 (el 34,4% de las importaciones de Israel provienen de la UE, y el 21,9% de sus exportaciones se dirigen a la UE). A lo que habría que añadir la cooperación técnica y financiera, que ha supuesto una ayuda de un total de 2 millones de euros por año, entre 2014 y 2020, muy superior a la ayuda de los EE.UU. (excluida, claro es, la ayuda militar), y, desde luego, la participación de Israel en los programas educativos de la UE Erasmus+, Horizonte 2020, etc. Y con respecto la Autoridad Palestina, baste decir que ésta no podría existir sin la ayuda financiera de la UE, que cubre todos los ámbitos posibles, desde la administración pública a la sociedad civil. Sin embargo, la UE no ha sabido –o no ha querido– nunca utilizar este poderío económico para forzar a las partes a conseguir una solución razonable al problema.

El panorama es claro. La situación no es sostenible, no se puede prolongar ni un minuto más. Israel ha de ser consciente de que su propia existencia como Estado judío autónomo está estrechamente vinculada a la existencia de un Estado palestino igualmente autónomo y viable. Y ello es así, no sólo porque la misma decisión de las Naciones Unidas que aprobó la creación del Estado de Israel es la que aprobó también la creación de un Estado palestino, sino porque, en la medida en que Israel dificulte la existencia de ese Estado palestino, deprivándole de manera progresiva del territorio sobre el que habría de establecerse, la solución “dos Estados para dos pueblos” se convierte en imposible, con lo que la solución “un Estado para dos pueblos” sería la única factible. Son muchos los que dentro y fuera de Israel –tanto israelíes como palestinos–, piensan ya en esta solución y la desean. No es un plan desquiciado en absoluto –dos pueblos diferentes viviendo en igualdad de derechos bajo un mismo Estado–, pero sí tiene muy poco que ver con el sueño sionista que inspiró a los fundadores del Estado de Israel y que, contradictoriamente, siguen defendiendo quienes más hacen en la práctica por destruir ese sueño, al convertir en imposible la creación del Estado palestino.

Es, pues, el momento de la razón. Y la UE debe abandonar ya su patética inacción y asumir su responsabilidad política y la mejor defensa de sus intereses en la zona. ¡Paren ya esta locura!

Antonio Bar Cendón es catedrático de Derecho Constitucional y catedrático Jean Monnet 'ad personam' en la Universidad de Valencia

Fue asesor jurídico y codirector del proyecto de la UE que llevó a la constitución y la elección de la Autoridad Palestina, y las correspondientes negociaciones con Israel, en los años 1993-1996

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