El Muro / OPINIÓN

Patrimonio civil

Circulamos contra la historia, el arte y el patrimonio. Todo en aras del progreso. ¿Qué seríamos hoy con El Saler convertido en un complejo turístico o el antiguo cauce del Turia, en una freeway? La arquitectura del antiguo cine Metropol es un nuevo ejemplo. Debería hacernos reflexionar sobre dudas civiles y arquitectónicas

18/06/2017 - 

Como sociedad civil somos responsables de la transformación de nuestras ciudades. Y la clase política, a la que designamos y por tanto consentimos actuaciones y decisiones con nuestros votos, lo son en cada momento de su destino como legisladores. Anotamos.

Y es que, como bien señalaban en estas páginas Almudena Ortuño y Carlos Aimeur, por ejemplo, la grúa y la piqueta amenazan la fachada del antiguo cine Metropol, una de las muchas joyas del arquitecto y renovador de la ciudad de Valencia, Javier Goerlich. En su lugar está previsto un hotel. Otro. De los que no estoy en contra. Más aún cuando el turismo no para de crecer y es en sí fuente de economía.

Durante décadas y décadas hemos sido testigos de una auténtica barbarie en torno a nuestro patrimonio histórico en aras de un supuesto progreso y una modernidad mal entendida, más cercana a la especulación que a la preservación o conservación de nuestra historia, memoria, arquitectura y patrimonio.

Durante los últimos lustros han sido los colectivos civiles quienes han logrado que algunas de esas tropelías previstas para nuestra ciudad, como en otras muchas de nuestro entorno, vieran abortados planes urbanísticos demoledores. Ahí están los casos del Botánico o el Cabanyal. En el primero de ellos se trataba de construir nada menos que un hotel de muchas alturas junto al Jardín Botánico, un elemento protegido por la Ley de Patrimonio que todos nos dotamos. Su construcción hubiera supuesto ahogar uno de nuestros espacios verdes más valiosos y bellos. Otro caso es el del Cabanyal; la absoluta destrucción de su trama urbana como se toleró en parte en el barrio de Velluters que continúa abandonado a su suerte en muchas manzanas. Ahí tenemos el derribo parcial de las naves de Tabacalera, por poner ligeros ejemplos. Por no hablar de los intentos en Ruzafa o en el Carmen, afortunadamente paralizados. ¿Qué hubiera sucedido si como sociedad civil no hubiéramos logrado paralizar la conversión del antiguo cauce del Turia en una freeway estilo Los Ángeles o Phoenix en lugar de gozar de un jardín  kilométrico único, aunque inacabado?

De no haber sido tan permisivos, o de no haber aprobado un plan de protección urbanística o la declaración de Bien de Interés Cultural (BIC) del interior de la primera ronda de la ciudad, tendríamos un centro histórico totalmente arrasado. Gracias a esas normas sólo está a medias. Y ahora echamos de menos no poder contar con espacios que nos regala cualquier ciudad centroeuropea, o esos edificios singulares que tantos envidiamos.

 “El derribo -del Metropol- está completamente fuera de lugar en un contexto democrático como el actual. Parece un procedimiento propio de otros tiempos y otros sistemas políticos”, manifestaba a Valencia Plaza Daniel Benito Goerlich, profesor de Historia del Arte en la Universitat de València, experto en la conservación del Patrimonio Cultural, y también sobrino-nieto de Javier Goerlich. No está equivocado.

Un ejemplo muy claro de ese desinterés por nuestro patrimonio civil fue, sin ir más lejos, el traslado de los elementos del patio del Embajador Vich hasta el Museo de Bellas Artes, San Pío V, para su reconstrucción. No niego que no quedara coqueto, pero significó desmontar el Convento del Carmen, un espacio que para los arquitectos era ejemplo y permitía explicar las rehabilitaciones e intervenciones arquitectónicas durante finales del XIX y comienzos del XX. Una lección de arquitectura sobre el terreno y sin necesidad de mayores explicaciones teóricas. Estaba allí. Ahora está aburrido.

Tenemos un centro histórico cuya fisonomía no se parece en nada a lo que fue. Revisando libros de fotografías antiguas es fácil comprobar cómo a lo largo de los últimos cincuenta años hemos ido acabando con un modelo de ciudad para convertirla en otra más moderna, aunque cada nuevo edificio distorsione más del próximo. Aún estamos a tiempo con el Metropol, entre otros muchos de la lista.

Pero lo peor es la desaparición de elementos arquitectónicos y esa transformación urbana que ha ido llenando nuestro centro histórico durante los últimos años de franquicias cada vez más antiestéticas con su entorno. Como si viviéramos en Nueva York o Tokio. Nos hemos cargado el negocio tradicional y de proximidad con marcas y concesiones económicas que cambian de manos y diseño cuando no funcionan económicamente. Hoy forman parte de nuestra singular estética urbana. Responden al comercio, el falso progreso, la pura recaudación tributaria y el dislocado y pasajero modelo turístico.

Quienes aún conservamos cierta memoria hemos sido testigos de la forma en qué ha terminado convertido el gran parque de salas de exhibición cinematográfica que está ciudad tuvo durante la década de los sesenta, setenta y se me apuran primeros ochenta. Salas de exhibición convertidas en la actualidad en espacios de moda, supermercados, garajes públicos, perfumerías e incluso registros públicos. Sin fachada, historia y menos memoria.

Sin ir más lejos, y para reforzar aquello que se intentó hacer y por suerte no se logró, tenemos en La Nau de la Universitat una exposición que nos explica y muestra en qué pudo haber terminado convertido El Saler, con plaza de toros -existe dentro de un complejo de ocio- espacios universitarios, hipódromos, grandes superficies de apartamentos -algunos llegaron a construirse y allí continúan- lo que hubiera puesto en grave peligro un ecosistema del que hoy sacamos pecho a favor del “innovador” Desarrollismo dominical y “rupturista” aperturismo franquista tan de moda entre los bisoños progres de nuevo cuño.

No es sólo el caso del Metropol sino tratar de reflexionar sobre una transformación basada en la economía momentánea o en el interés urbanístico, pero no en la defensa de las bondades de nuestra ciudad y su amabilidad urbana y arquitectónica.

Lo sencillo es derruir, lo realmente interesante es conservar todo lo que sea posible. Igual somos románticos. Por suerte nos queda como gran elemento y lección de arquitectura la calle de la Paz y parte del primer tramo de San Vicente o el primer Ensanche. En el resto de la ciudad existen múltiples ejemplos de lo que no se debería haber permitido nunca. Estamos a tiempo de poner freno a nuestra propia y continuada destrucción urbana. Esa que sólo sirve para borrar memoria y ciudad.

Cualquier día se les ocurre poner ventanas de aluminio a la plaza de toros. Simplemente para evitar corrientes durante los festejos. Imaginarlo genera escalofríos. Pero todo es posible. Doy fe.

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