Rutas patrimoniales. Bocairent se enmarca en un territorio comparable y comparado a la Toscana. Más allá de lo cursi, repasamos algunos paralelismos mediterráneos
BOLONIA. Algunos apelativos quedan muy de hermano pequeño. De aldeano vanidoso que muestra al viajero, sin ambages, todo el esplendor de sus adjetivos esperando la sorpresa del visitante, la admiración y la reverencia, que es algo diferente (aunque cercano) al amor. A Ámsterdam se la conoce como la Venecia del norte, sin necesitarlo. También a Estocolmo, Hamburgo o Brujas, en diferentes puntos de la geografía europea norteña, se las llama de la misma manera. Estos adornos pretenden certificar belleza de estas ciudades, levantar expectativas en los viajantes y vender alguna Lonely Planet de más.
Sentado en uno de los bancos del Jardín del maestro de redes, leí una vez en la Lonely que Suzhou era también considerada la Venecia del oriente. Por sus canales coronados de puentes con casitas blancas, por el agua verde y sucia que circula entre muros y calles. Pero no es una ciudad inundada como la italiana, pues tiene las grandes avenidas del comunismo, el empedrado arboleado de un barrio chino y los estrechos hutong con olor a frito. Pensé que sería mejor llamarle el campo de Shangái, por su proximidad, pero tras la desaforada especulación urbanística de sus alrededores ya no tiene nada de campo. Tampoco tiene nada de periferia a la vista, de guetos, canchas de básket, descampados con yonkis o perros vagabundos (que es a lo que convoca tal desplazamiento léxico), sino amables señoras que a las cinco de la tarde se reúnen en la explanada del teatro para ensayar juntas bailes a medio camino entre el tai chi y la verbena.
No sé cuánto gana o cuánto pierde una ciudad a la sombra de otra. Cuánto hay de yo también, de márketing o de ocultamiento. Si conviene o no. Si el viajero retiene más el sobrenombre o la imagen del estanque con peces y nenúfares bajo el ambiente bochornoso a orillas del lago Tai Hu. Si es presentación o límite. Verdad o desaparición. Porque uno ya no sabe si en realidad lo que desea cuando viaja es conocer o reconocer. O en realidad cuando vive.
Hace un tiempo se puso de moda llamar, de manera un tanto cursi, “la Toscana valenciana” a las comarcas tribarradas del Comtat, la Costera y la Vall d’Albaida. El núcleo irradiador de nuestra cultura (mediterránea, valenciana, aldeana) se propagaba desde el triángulo Xàtiva-Alcoi-Moixent (con permiso de Simat) integrando en su perímetro paisajes, cuentos, gastronomía. La línea de cipreses que se observa desde la autopista esquizofrénica que baja hasta Florencia se convierte en una extensión de naranjos mientras se deja atrás la Ribera Alta, y a medida que el camino desciende hacia las comarcas de interior se amontonan pinos, viñedos, olivos y montes escarpados.
No hay párking de pago ni autobuses de estadounidenses a la entrada de Bocairent, como sí lo hay a las puertas de San Gimignano. Cuando uno va llegando a la ciudad de piedra, divisa en un recodo el skyline característico con las torres medievales, y mientras asciende observa cómo todo se va llenando de aparcamientos improvisados y señales disuasorias. Cuando el visitante franquea las puertas grises, todo son luces de colores, reclamos de cuero o de madera, cochinillos ahumados, una sinagoga desierta, la mejor heladería del mundo, una plaza con palacios, torres y pozo, escalinatas hacia un convento, una pendiente que lleva hacia un parque desde donde se contempla el campo, las colinas sienesas, el camino hacia aquel lugar de la Toscana. Volterra con su palacio comunale. Monteriggioni con su muralla circular, como una enorme plaza de toros. Massa Marittima con su iglesia inalcanzable en lo alto de una pirámide de escaleras.
Cuando uno bordea los cerros de la Serra Mariola, le vienen a la mente los caminos estrechos de otro tiempo, el paso de carros y las nieves, las montañas escarpadas en las que se escondían los demonios de Enric Valor. Bocairent aparece al otro lado del puente como fortaleza rendida, y uno avanza y sube aprovechando un escenario majestuoso disponible en su totalidad. Algunas esquinas de empedrados y geranios recuerdan a un patio andaluz. Puro populismo y alegría. Las inscripciones de las fuentes públicas están talladas en mármol del siglo XVIII, el mismo siglo en que las tropas de Felipe V asediarían la ciudad durante la Guerra de Sucesión. Uno parece que pasea por los escenarios de Victus, la estupenda novela de aventuras de Albert Sánchez Piñol. Se han recuperado los restos de casas medievales, trazados encajonados entre montañas. Se ha mantenido inalterable la vista desde la casa del poeta Ibn Ruhaim, la estupenda plaza en la que escribiría versos y jarchas. En la iglesia se veneran figuras de Joaquín Sorolla y Juan de Juanes.
Los visitantes pueden jugar a aparecer y desaparecer por la montaña en les Covetes dels moros, un conjunto de cámaras y ventanas excavadas en las rocas del barranco de la Fos que servían –presumiblemente- de granero para la población campesina. Este laberinto vertical en el que se asciende por su interior consta de hasta cuatro niveles irregulares, desde donde se puede contemplar al otro lado del barranco un pueblo encogido de casas amontonadas. Fue nombrado monumento histórico-artístico durante la II República.
La Toscana se saborea aquí entre herbero y pericana, escalivada de peces de interior y gazpachos en plural. Más contundente que la mozzarella. Algún día volveremos a El Cancell.
La Toscana no sería nada sin Florencia, Siena y Pisa, naturalmente. Pero lo que entendemos hoy por Toscana va mucho más allá de sus capitales: es sobre todo un paisaje emocional, sereno como la voluntad del renacimiento, por el que pasear en postales o ensoñaciones, la proyección del alma en la que parece encarnarse la idea de la salud, de la vida plena y sencilla, de los sabores puros. Aquello que no tenemos ni soportamos, pero ante lo que nos gustaría poder rendirnos. Patrimonio con el que sentirnos identificados.
Siempre me ha extrañado (como extraña la admiración) la insistencia de algunos amigos en volver a aquellos lugares cada fin de semana. Xàtiva, Beneixama, Alcoi, Cocentaina, Vallada, Moixent, Banyeres, Fontanars. Como un refugio. Como oxígeno. Y uno que se creía que el mundo estaba fuera y que todos los pasos habrían de encaminarlo hacia lo exterior, de repente observa cómo el mundo tiene sentido dentro. Y vuelve. Y vuelve con los paisajes de la Toscana o de la Emilia Romagna, a poblar de nuevo la propia tierra.