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tribuna libre / OPINIÓN

Pedro Sánchez, y cierra España

Foto: EDUARDO PARRA/EP

"¡Oh raciocinio! ¡Has ido a buscar asilo en los irracionales, pues los hombres han perdido la razón!" (William Shakespeare, Julio César)

3/11/2023 - 

A pesar de los años, he guardado en algún rincón de mi memoria las anotaciones que hiciera Napoleón a El príncipe de Maquiavelo. En unos comentarios en los que las palabras no pierden su autenticidad, sostiene que un gobernante que se precie ni puede ni debe mantener la palabra dada si esta implica un perjuicio para su persona. Si esto ocurre, "no hay otro partido que tomar". Al igual que hiciera el "entrañable" Fouché, no tuvo ningún problema en cambiar de opinión. Le asistía una razón de peso: "Tengo hombres ingeniosos para ello". Pero, a su vez, contaba con una sociedad que le iba a permitir casi todo, porque "el mundo está compuesto por necios; entre la multitud esencialmente crédula, se contarán poquísimas gentes que duden, y ellas no se atreverán a decirlo". Siglos después, Umberto Eco cuantificó el número de necios en "trescientos millones como mínimo" (De la estupidez a la locura).

No creo equivocarme si afirmo que más de un lector habrá comprendido que los pasajes más truculentos de la Historia no se alimentan con el polvo del olvido, seguramente porque, como leemos en el Quijote, "la verdad adelgaza y no quiebra, y siempre anda sobre la mentira, como el aceite sobre el agua", porque "la verdad bien puede enfermar, pero no morir del todo" (Los trabajos de Persiles y Sigismunda); convicciones que ratificó enfáticamente un joven y prometedor presidente del gobierno, que no era otro que el simpar candidato Pedro Sánchez, quien en un debate televisivo preelectoral, acontecido el 4 de noviembre de 2019, dejó esta perla para la eternidad: "No hay nada más fuerte que la verdad. No hay nada más fuerte que la verdad. Y por eso pido llanamente el voto". Lo leo y lo releo. La emoción me embarga de tal manera que mil lágrimas cubren mi gastado rostro. Por dos veces reconoció que no hay nada más fuerte que la verdad. Nada. Él lo sabe. Él lo explicita. Él, que es la verdad personificada, lo recalca sin pudor alguno. Son lágrimas de desgarrado arrepentimiento. Él, el nuevo Mesías, no tuvo mi voto. ¡Cómo pude ser tan ingrato! ¡Cómo pude ser tan necio! ¡Cómo no acoger la palabra de un hombre que no conoce la mentira! ¡Cómo no advertir que estábamos ante el nuevo y más flamante Adenauer! ¡Qué digo Adenauer!, ante un renacido y escultural John F. Kennedy. ¡Cómo no me rendí a sus pies! ¡Cómo no le dije: "No pienses lo que tú puedes hacer por tu país, sino qué puede hacer un simple mortal, como yo, por ti"! Lo confieso con notable amargura: no me rendí ante los encantos del nuevo César; no fui capaz de proclamar a los cuatro vientos: "Salve, César, los que van a morir –por ti– te saludan". No lo hice porque, a buen seguro, no llegué a comprender la grandeza de quien es capaz de hacer creer que "la guerra es la paz, la libertad es la esclavitud, la ignorancia es la fuerza" (Orwell, 1984).

Al margen del sarcasmo o de la ira, con mayor frecuencia de la deseable, me ocurrió como a Vivian, el personaje del delicioso librito La decadencia de la mentira (O. Wilde), quien sostiene: "Cuando contemplo un paisaje no puedo evitar ver sus defectos". Así me sucede a mí, quien, a pesar de los años y de los reiterados intentos, no me acostumbro –o no me resigno– al descrédito que sufre tanto la verdad como la razón, como tampoco me resigno a que se pueda celebrar, con sangrante impunidad, la impostura, la falsedad o la ignorancia. Si lo hiciera, seguramente me acomodaría a esa espiral de silencio (Tocqueville) que conduce a las personas a autocensurarse por miedo a ser estigmatizados bien por denunciar la grotesca inversión de la verdad, o por asumir como propias las palabras de Hölderlin: "[…] y quiero encontrar un lugar donde tú, el que todo lo merece, no te encuentres" (El espíritu de los tiempos).

A pesar de la firmeza de mi tono, no creo haberme instalado en la cultura de la queja, por mucho que así lo vean los comisarios de la corrección política. A ellos les digo que lo que no se me puede exigir es que me someta a esa malsana "República de la virtud" que proclamara, con su consabida arrogancia moral e insana ira, Robespierre, la que ha conducido a una perversa cultura del victimismo, capaz de señalar y demonizar a quienes consideran los nuevos herejes. Si quieren, declárenme hereje, pero no esperen que viva en un exilio interior. No lo haré nunca, porque entiendo que un universitario, si de verdad quiere serlo, no puede, en modo alguno, acomodarse a los espacios seguros, todo lo contrario, tiene que asumir las palabras latinas de la epístola del poeta Horacio: ¡Sapere aude!, y atreverse a saber, a razonar, a esgrimir y a denunciar, ya sea la falsedad, la injusticia o la traición. La traición a la Historia. La traición al Derecho. La traición a la palabra dada. La traición a la convivencia. La traición a España. Guardar un indecoroso silencio nos aboca, irremediablemente, a despojarnos de nuestras mejores vestimentas, que no son otras que los valores, principios y creencias que nos sostienen y nos arropan, sin las cuales, nuestra civilización se precipitará al más profundo de los abismos. Por esta razón, ni traicionaré mi conciencia ni a mis estudiantes de Derecho, a quienes enseño que la Amnistía conlleva la desaparición del delito, y sin delito, no hay ni delincuente ni pena posible, o lo que es lo mismo, con la Amnistía se da la razón a los independentistas cuando sostenían que en España hubo presos políticos, presos que fueron calumniados y vejados injustamente por el Rey, por la clase política, judicial, periodística y social. Todos fuimos injustos con ellos. También Pedro Sánchez, quien, una vez se pronunció el Rey, no dudó en saltar a la palestra pública para condenar los hechos y aplicar el artículo 155 de la Constitución para restringir la zaherida autonomía catalana. ¡Qué injustos fuimos con los pobres independentistas! ¡Cómo no reconocerles, entonces y hoy, su derecho a acabar con la vieja y honrosa Historia de este país! ¡Cómo no advertimos que el artículo 1.2 de la C.E. no dice que la soberanía nacional recae en el pueblo español, ni que el artículo 2 declara que "la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas"! ¡Cómo no reconocer que son una nación y que el resto de españoles les robamos con nocturnidad y alevosía! ¡Cómo no admitir que quienes se manifiestan constitucionalistas –una "grosera" mayoría de catalanes– son unos hooligans que merecen ser purgados por insolentes! ¡Cómo no compadecernos del pobre Puigdemont, quien malvive en un indeseable exilio! ¡Cómo no reparar la injuria que todo un honorable President tuviera que salir por la frontera de Andorra metido en el maletero de un coche! ¡Cuánta deslealtad por nuestra parte! Y luego nos quejamos de que nos digan que España les roba. Poco nos dicen.

Oriol Junqueras. Foto: LORENA SOPENA/EP

Ante tamaña injusticia, nuestro egregio Presidente, el muy leal Pedro Sánchez, en el Comité Federal del PSO[¿E?] ha venido a reparar nuestra injustificable conducta con los independentistas, que no con el pueblo catalán, que es muy distinto. Pero, para una vez que dice la verdad, va y se equivoca. La falta de costumbre tiene estas cosas. No nos desviemos del tema. Cuál fue el tenor de su discurso ante un Comité a la búlgara: que no lo hace porque le parezca que tienen razón, sino para preservar el Poder. Para el nuevo Prometeo de la política española, el poder es como la belleza para la bruja de Blancanieves y los siete enanitos: nadie puede ostentar el poder salvo él. Nadie lo merece más que él, porque el Poder esta cosido a él, como la mentira a su palabra. Para difundirla, como anotaba Napoleón, cuenta con un nutrido grupo de leales, desde el Tribunal Constitucional –¿Tribunal? lo es; ¿constitucional?, lo dudo–, a los homogéneos medios de comunicación, quienes le aplaudían cuando censuró a los entonces golpistas, quienes asentían cuando afirmaba ante un complaciente Ferreras, días antes de las elecciones, que no habría Amnistía, y quienes le secundan cuando ahora afirma todo lo contrario. Siempre al servicio de su Majestad, aunque Yo, el Supremo (A. Roa Bastos) no esté revestido ni de corona ni de honor político.

En su ensayo Literatura y totalitarismo, Orwell afirma: "Son tiempos de tomar partido, no de desapego". Tomo partido. Lo tomo por el Derecho y por España. Lo tomo porque asumo las palabras del expresidente del "difunto" Tribunal Constitucional Pascual Sala, quien, en fechas recientes, advirtió que impulsar una ley de amnistía para "tener los votos necesarios para poder ser investido presidente del Gobierno" convertiría la propuesta en inconstitucional y arbitraria. No se equivoca. Su propuesta lo es. Ellos lo saben. También quienes lo aprobarán.

Solo una pregunta me queda por hacer a nuestro celebérrimo Presidente: después de esta legislatura a la que estás llamado a presidir, con noble beneplácito de quienes quieren romper España, ¿qué crees que te exigirán en una futura legislatura? ¿Crees que se conformarán con "migajas económicas" o te pedirán el referéndum de independencia como condición sine qua non? Solo de pensarlo se me hiela la sangre, porque no me cabe duda de que lo aceptarás. Todo por el Poder. Nada sin él. ¿Verdad, querido Pedro Sánchez?

PD. De la mentira continuada mueren las democracias. Quien avisa no es traidor.

Juan Alfredo Obarrio Moreno es catedrático de Derecho Romano

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