Como cualquiera que sea aficionado al montañismo sabe, bajar es mucho más peligroso que subir. Puede que la épica presente la cumbre de una montaña como la consecución de un objetivo, un momento de plenitud, y así es: pero ahí no ha acabado todo. De hecho, ahí comienza lo peor. En el descenso, que dura casi tanto tiempo como la subida, estamos más cansados, tenemos ganas de llegar, y no tomamos tantas precauciones, porque a fin de cuentas ya hemos logrado lo que habíamos venido a hacer: subir la montaña. Además, en el descenso tendemos a ir más rápido, porque requiere menos esfuerzo bajar que subir, lo que también propicia que haya accidentes, un mal paso, y como mínimo una mayor saturación de las articulaciones.
Algo similar sucede con la larga y difícil sucesión de escaladas y desescaladas que estamos viviendo en esta pandemia. Parece que las cosas se han puesto feas en la subida, y que cuando llegamos a la cumbre y comenzamos a descender las cosas mejoran. Y, sin duda, mejoran. El problema es cuando ya hemos dejado muy atrás la cumbre y comenzamos a relajarnos, a tomar menos precauciones, y el virus comienza a propagarse de nuevo, insidiosa y silenciosamente. Allí estamos sentando las bases de la próxima "excursión", a una cumbre que puede ser tanto o más alta que la anterior.
Es esto lo que sucedió con la primera desescalada, que una vez cogió ritmo se aceleró -como ahora estamos todos de acuerdo- demasiado rápidamente, en pos de "salvar el verano". En junio, en el punto más bajo, el presidente Pedro Sánchez dio por superada la crisis, mientras se incubaba ya la segunda ola, que se difundió, lenta pero constantemente, en los meses de verano, y aceleró su propagación en septiembre.
Exactamente lo mismo cabe decir de la segunda desescalada, más abrupta, pues había que salvar la Navidad y realmente tampoco habíamos terminado de superar la segunda ola. Así que bajamos a toda prisa y sin frenos, con todo tipo de reuniones de familiares y amigos, los comercios, la hostelería y, en la Comunidad Valenciana, incluso el ocio nocturno (transmutado en diurno) abiertos. Y así nos fue, claro. Una tercera ola que en poquísimo tiempo progresó exponencialmente, y obligó a tomar medidas drásticas.
Se trata, pues, de una historia que ya conocemos. Hemos repetido el proceso de escalada en tres ocasiones, cada una con sus particularidades, y afrontamos ahora la tercera desescalada. Con más prudencia que en las dos anteriores, y sabiendo más que antes de cómo funciona este virus. Además, con dos elementos que contribuyen a extremar las precauciones. Por un lado, las vacunas ya están aquí, poco a poco van extendiéndose entre la población, y en los próximos meses lo harán a más velocidad. Además, ya contamos con datos más que suficientes para constatar que las vacunas funcionan, y además muy bien (digan lo que digan Miguel Bosé y Victoria Abril, firmes candidatos al Nobel de Astrología). Así que es posible que la situación mejore en los próximos meses: no tendremos que aguantar mucho más estas restricciones.
Por otro lado, van proliferando en España las nuevas variantes del virus, más contagiosas y quizás más resistentes a las vacunas. Es decir: si levantamos demasiado las restricciones, el virus puede propagarse más rápidamente, incluso aunque cada vez tengamos a más población inmunizada (por las vacunas o por haber pasado el virus ya).
Todo ello conduce a programar una desescalada con todas las precauciones. Eso es lo que ha hecho por ahora la Generalitat Valenciana, en su acertada línea de enmienda de los gravísimos errores cometidos en diciembre, que llevaron a la Comunidad Valenciana a un nivel de propagación del virus sin parangón en España. Y, sobre todo, ha hecho bien en resistirse a las presiones de la hostelería, que ya quería reabrir el interior de sus establecimientos, argumentando que "no está demostrado que aumenten los contagios". También la compañía tabacalera Philip Morris se dedicó a publicar anuncios y financiar "estudios científicos" en los años noventa que decían que no estaba demostrado que el humo del tabaco afectase a los fumadores pasivos, y que fumar no era más pernicioso para la salud que comerse una galleta (y hay que decir que la galleta de la foto del anuncio era una de esas que tanto les gustan a los estadounidenses: enorme, aceitosa y grasienta, y plagada de pepitas de chocolate; pero aun así).
Es comprensible que los empresarios hosteleros quieran proteger sus negocios, pero si algo está demostrado es precisamente eso: que, una y otra vez, el cierre del interior de los establecimientos de hostelería constituye una de las medidas más eficaces contra la propagación del coronavirus. Parece lógico que, si evitamos situaciones en las que la gente se reúne en ambientes cerrados sin mascarilla durante periodos prolongados de tiempo, el virus pierda uno de sus más eficaces focos de contagio.
Por el contrario, no parece que la propagación del virus en exteriores sea, ni remotamente, tan eficaz. Convendría, y más aprovechando la llegada del buen tiempo en los próximos meses, que las autoridades propiciasen la apertura de terrazas utilizando espacio de tránsito, en las aceras y sobre todo en la calzada, incluso cerrando calles al tráfico rodado. Podría ser una solución coyuntural para los próximos meses, que aliviase las pérdidas del sector hasta que la vacunación permita relajar más las medidas. Sobre todo, porque, si algo nos ha enseñado este virus, es que abrir la mano en la desescalada es pan para hoy y hambre para mañana. Unos días de apertura de los negocios -a medio gas, porque incluso en Navidades mucha gente tuvo más sensatez que sus dirigentes políticos y evitó los ágapes en interiores- a cambio de muchas semanas de cierre después.